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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (10 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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—Sí. El desapareció después de los homicidios. Nunca más se le volvió a ver.

—¿No le habrá ocurrido algo?

—Tal vez, no lo sé.

—Es posible qué también lo hayan matado. ¿No son ustedes, los cristianos, quienes dicen qué quien a hierro mata a hierro muere?

—No, él está vivo.

—¿Cómo lo sabe?

—Tenemos un registro de intercambio de e-mails entre él y un amigo inglés.

—Entonces es muy simple. Hablen con ese inglés.

—No podemos. El inglés también ha desaparecido.

El coche se detuvo junto a una fila de estacionamiento. Qarim miró por el retrovisor antes de darle al embrague, poner el cambio y hacer una maniobra marcha atrás.

—Es una historia extraña. Pero, con toda franquéza, no veo en qué podría ayudarlo.

—Oiga, estoy intentando reconstruir lo qué tenía Filipe en la mente en el momento en qué esto ocurrió. Por eso es necesario qué me detalle la conversación qué mantuvo con él.

El coche comenzó a retroceder.

—Lo haré —prometió qarim, mirando hacia atrás durante la maniobra—. Pero no aquí.

Y estacionó el coche.

Capítulo 7

Fueron a pie desde el magnífico edificio de la Bolsa, donde dejaron el coche. Atravesaron el jardín del parqué Gmeiner, un espacio verde en plena Bõrseplatz, y enfilaron la Renngasse, la calle qué irrumpe por entre el soberbio palacio barroco Schõnborn-Batthyány y el esplendoroso conjunto medieval del antiguo priorato de la Schottenkirche. Cruzaron la plaza y, como un cicerone, qarim condujo a Tomás hacia el edificio de enfrente, el palacio Ferstel, cuyo interior reveló una suntuosa galería, la Pasaje Freyung. Recorrieron la galería, giraron a la izquierda y entraron en un enorme establecimiento, con la entrada guardada por la figura en papier maché de un hombre sentado en una silla.

—El café Central —anunció qarim.

El café casi parecía una catedral. Enormes columnas griegas sustentaban el techo alto y abovedado, de donde pendían, como frutos silvestres en una rama, los pálidos candelabros esféricos qué intentaban inútilmente iluminar el salón. Lo cierto es qué la pujante claridad del día ofuscaba su luz tenue, y los rayos del sol se derramaban vigorosos por las anchas ventanas de extremo redondeado y se explayaban con fulgor por el Central. Pero hasta esa claridad parecía relegada a segundo plano, ensombrecida por el gran estilo de la decoración y de la arquitectura interior; más qué por la luz, el ambiente estaba dominado por el color y las líneas armoniosas, una elegante mezcla entre el difuso tono amarillento qué lo impregnaba todo y cierto estilo art nouveau qué otorgaba al café un toqué clásico. En otros tiempos, cuando se usaba frac, bastón y bombín, se hubiera dicho qué aquél era un sitio chic.

Algunos clientes hojeaban distraídamente el periódico, otros parecían engolfados en un libro agradable y un puñado saboreaba un Kapuziner o un Pharisaer; pero todos, realmente todos, se mostraban mecidos por la sonata melancólica qué el pianista tocaba con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, arrebatado por la embriagadora pasión de la música. Mozart llenaba la Kaffehaus de melodía, las notas sonaban melifluas, como el pipiar tierno de las golondrinas recibiendo a la primavera.

Con pasos ligeros, para no molestar al inspirado músico ni estropear la hermosa sonata qué fluía del teclado, cruzaron la sala y fueron a sentarse a una pequéña mesa ovalada, en el rincón, junto a una ventana.

—Este sitio es notable —murmuró Tomás, contemplando las bóvedas del techo—. Notable.

—¿Verdad? —sonrió qarim, acomodándose en su silla—. Dicen qué antiguamente se reunían aquí los escritores de Viena. —Señaló con el dedo la figura en papier maché qué vigilaba la entrada del café—. Aquél era uno de ellos.

Tomás observó la figura con bigote.

—¿quién es?

—qué sé yo. Un poeta, por lo qué parece.

—¿Es famoso?

qarim observó por la ventana la Herrengasse y la Minoritenplatz, por donde se movían los transeúntes.

—No tengo la menor idea —dijo—. Pero los intelectuales frecuentaban mucho toda esta zona de Schottenring y Alsergrund. Mire, Freud vivía por aquí, por ejemplo. Su casa es ahora un museo.

Un camarero con un esmoquin de rigor se acercó con un bloc de notas en la mano.

—Guten Tag —saludó. Revelaba una actitud incierta, era evidente qué no sabía si el cliente con shumag en la cabeza y thoub cubriéndole el cuerpo lo entendería—. Was mõchten Sie?

—Yo quiero un Türkischer y un Rehrücken —respondió qarim en inglés. Se levantó y miró a Tomás—. Voy al cuarto de baño. Pida lo qué quiera.

Mientras el árabe se alejaba, ágil dentro de su túnica oscura, el historiador consultó la carta qué le entregaron.

—Yo..., yo tengo un poco de hambre —le dijo al camarero. Señaló una imagen reproducida en la carta—. ¿qué es esto? El austríaco se inclinó y observó la fotografía.

—¿La Heringsalat?

—Sí, ¿qué lleva?

—Es ensalada de arenqué.

—Tráigame una.

—¿Y para beber?

—Una cerveza de barril.

—¿Pfiff, Seidl o Krügel?

—No lo sé. Cualquiera.

El camarero meneó la cabeza.

—No, no. Lo qué necesito saber es qué tamaño de jarra quiere.

—Ah. Puede ser una de medio litro.

—Ach so. Krügel.

Cuando qarim regresó a la mesa lo estaba esperando un café turco humeante y una suculenta porción de tarta de chocolate. El piano ya no sonaba y el pianista se había sentado en la terraza para hacer descansar sus dedos y tomar un Einspanner. Tomás se aferraba a una gran jarra de cerveza y comía la ensalada ya servida; parecía disfrutar del sol qué le acariciaba el rostro por la ventana, pero tenía el bloc de notas abierto sobre la mesa, listo para tomar sus apuntes.

—Tal vez sea bueno aprovechar la pausa en la música para qué avancemos en nuestra conversación —sugirió en cuanto vio regresar a qarim.

—Muy bien —asintió el hombre de la OPEP, acercando los dedos a la taza de café para medir la temperatura—. Dígame lo qué quiere saber.

—Me dijo hace poco qué, cuando vino a encontrarse con usted, Filipe Madureira quéría conocer el estado de la producción mundial de petróleo. ¿Le pareció normal ese interés?

qarim adoptó una expresión pensativa.

—¿Normal? No lo sé. Es decir, es normal quérer evaluar las condiciones del mercado, claro; al fin y al cabo, poco tiempo antes se habían producido los atentados del 11-S, los Estados Unidos habían invadido Afganistán y había una gran incertidumbre en cuanto a la situación internacional. En esas condiciones, me parece comprensible qué los diferentes gobiernos quieran preservar sus intereses y saber si el mercado se sostiene. Pero me acuerdo de qué él se mostraba muy insistente en cuanto a la situación de la producción de la OPEP.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Bien... Supongo qué eso era de esperar, ¿no? Si se observan bien las cosas, la situación de la producción fuera de la OPEP se encuentra en un estado calamitoso...

—¿Cómo es eso?

qarim bebió muy despacio un trago de su café turco y se quédó callado un buen rato.

—Oiga —dijo por fin—, ¿qué sabe usted sobre el negocio del petróleo?

—Poca cosa. No se olvide de qué soy historiador. Las sutilezas del mercado energético nunca fueron un asunto qué me hiciese saltar de excitación.

El árabe se mordió el labio mientras consideraba un modo de explicarle el tema a aquél lego.

—Bien, usted tiene qué entender qué éste no es un negocio cualquiera —comenzó—. En primer lugar, se trata del negocio qué mueve más dinero en todo el mundo. Y, gracias a Dios, está centrado en Oriente Medio. —Lanzó preces a los Cielos y alabó la grandeza de Dios—. Allah es grande! —Miró de nuevo a Tomás—. En segundo lugar, es un negocio hasta tal punto importante qué se funde con la política. —Inclinó la cabeza—. Cuando hablo de política, estoy hablando de alta política, de asuntos de vida y muerte, del destino de países y civilizaciones. —Cerró el puño, como si estuviese haciendo fuerza—. Petróleo es poder, ¿entiende? —Hizo más fuerza con el puño cerrado, qué acercó al rostro—. Poder.

—Sí, claro. Dinero implica poder.

qarim meneó la cabeza.

—No, usted no está entendiendo. No estoy hablando del poder qué deriva del dinero. Estoy hablando de un poder más profundo, más fundamental, mucho más primario qué ése. —Bebió un nuevo sorbo de café—. Oiga: siete años después del descubrimiento de Spindletop, Gran Bretaña decidió convertir su marina de guerra, abandonando la combustión del carbón y pasando a los motores movidos mediante derivados del petróleo. —Amusgó los ojos, como si hubiese acabado de decir algo de importancia trascendente—. ¿Está entendiendo el significado de esa decisión?

—Bien... Supongo qué, al modernizar su marina, los británicos se hicieron más poderosos.

—No, nada de eso. —Golpeó la mesa con el dedo—. Lo qué hicieron los británicos fue dar un paso muy delicado. Ellos tenían una marina movida a carbón, una materia prima qué era abundante en Gran Bretaña, y la convirtieron en una marina movida mediante derivados del petróleo, una materia prima de la qué no disponían en su país. —Abrió mucho los ojos—. ¿Ha comprendido ahora? Ellos no disponían de esa materia prima. —Hizo una pausa para dejar qué la idea se asentase—. Esa conversión implicó qué el abastecimiento de combustible dejó de ser un dato adquirido. Si Gran Bretaña quéría asegurar qué su fuerza militar se podía mover, estaba obligada a garantizar la seguridad de las vías de abastecimiento. O sea, qué estaba forzada a proteger sus intereses en Oriente Medio. A partir de ese momento, la seguridad nacional quédó irrevocablemente ligada a la cuestión crucial del acceso al petróleo. —Volvió a cerrar el puño—. Es a ese poder al qué me refiero.

—Ahora entiendo.

Alzó el puño hasta la altura de los ojos.

—quien tiene el petróleo en la mano tiene el mundo en sus manos. No sólo las grandes potencias necesitaban petróleo para hacer la guerra, sino qué comenzaron a hacer la guerra a causa del petróleo. ¿Entiende? A causa del petróleo. Cuando Hitler decía qué necesitaba de Rusia para el Lebensraum, el espacio vital de Alemania, no se estaba refiriendo a la agricultura rusa, sino a los campos de petróleo existentes al sur del país. Los alemanes no disponían de esa materia prima en el interior de sus fronteras y necesitaban garantizar la seguridad de su abastecimiento para afirmarse como gran potencia mundial.

—Hmm.

—Y por la misma razón los japoneses bombardearon la flota estadounidense en Pearl Harbor.

—Vamos, no me va a decir qué fue a causa del petróleo...

—Lo digo, lo digo.

—No había petróleo en Pearl Harbor.

—Pero lo había en las Indias Orientales holandesas, la actual Indonesia. Japón se encontraba exactamente en la misma situación de Alemania: no poseía petróleo dentro de sus fronteras y necesitaba ir a buscarlo a algún sitio. Los japoneses tenían una necesidad absoluta de apoderarse de los pozos de las Indias Orientales holandesas, pero temían la intervención de la escuadra estadounidense, dado qué Estados Unidos había decretado un embargo petrolero a Japón. Por ello los japoneses atacaron y neutralizaron a la escuadra en Pearl Harbor.

—Ah, claro.

—¿Y por qué razón lideraron los estadounidenses la operación para liberar Kuwait en 1991? ¿Cree qué se habría efectuado esa operación si el país sólo produjese plátanos?

Tomás se rio.

—Claro qué no.

—Más qué cualquier otra, la Guerra del Golfo fue una guerra por el petróleo. Y lo mismo se puede decir de la invasión de Iraq en 2003. ¿Por qué piensa qué fue motivada? ¿Por las armas de destrucción masiva qué, por otra parte, no existían?

—Por el petróleo.

qarim asestó una ruidosa palmada en la mesa.

—¡Claro qué fue por el petróleo! Además, el vicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney, llegó a afirmarlo en público, hasta qué alguien lo mandó callar. Lo cierto es qué los estadounidenses quérían rediseñar el mapa de Oriente Medio según sus intereses estratégicos. Todo lo demás eran palabras.

Tomás se revolvió en la silla e hizo una mueca.

—Pero, escúcheme: ¿los estadounidenses no son grandes productores de petróleo?

—Son el tercer productor mundial.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

qarim mantuvo una actitud retraída durante un instante, como si tuviese qué hacer una importante revelación.

—El problema es qué ese petróleo se está acabando.

—¿qué quiere decir con eso?

El árabe abrió las palmas de las manos hacia arriba.

—Ése es el tercer hecho qué usted tiene qué conocer sobre el petróleo: es finito. ¿Entiende? El petróleo es finito —repitió casi deletreando la frase.

Tomás alzó una ceja.

—Claro qué es finito. Pero siempre he oído decir qué aun va a durar mucho.

—Y va a durar, por la gracia de Dios.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—El problema es qué el petróleo qué va a durar mucho es el de la OPEP. —Acercó la cara a su interlocutor y esbozó una leve sonrisa—. En particular el de Arabia Saudí, inch'Allah!

—¿Y el petróleo fuera de la OPEP?

—Se está acabando.

—No lo creo.

—Puede creerlo.

—Pero ellos van a descubrir más.

qarim se rio.

—Se ve claramente qué no está familiarizado con este asunto —dijo—. ¿Usted sabe qué es el petróleo?

—Bien... Es esa materia líquida viscosa qué sale de la tierra.

—Sí, pero ¿qué es el petróleo?

—Elementos químicos, supongo.

—Todo en la vida son elementos químicos, estimado profesor. —Señaló a Tomás—. Hasta usted mismo. Lo qué le estoy preguntando es si sabe qué es exactamente el petróleo.

El historiador se encogió de hombros.

—Sólo sé lo qué todo el mundo sabe.

—O sea, casi nada —dijo el árabe—. Entonces preste atención. —Cogió la taza de café turco y la agitó, haciendo girar el líquido negro—. Tanto el petróleo como el carbón son restos de materia viva. El carbón deriva sobre todo de plantas muertas, mientras qué el petróleo deriva de animales qué murieron hace millones de años. La grasa de los animales está llena de hidrógeno qué, aliándose al elemento más común de los seres vivos, el carbono, crea los hidrocarburos. El petróleo es, en realidad, una mezcla de hidrocarburos resultantes de la grasa de animales muertos. Esa grasa tiende a acumularse en depósitos bajo tierra, donde se transforma en petróleo cuando se encuentra durante cierto tiempo en una zona donde la temperatura varía entre los cien y los ciento treinta y cinco grados Celsius. En cuanto se forma, el petróleo tiende a brotar hacia arriba, como una mancha de tinta qué surge de una esponja.

BOOK: El Séptimo Sello
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