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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (5 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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Una voz masculina lo hizo despertar de nuevo. Abrió los ojos y vio a un hombre con bata blanca y bigotes finos al lado de la cama; la enfermera pecosa, detrás de él.

—Entonces, muy buenos días, profesor Noronha. ¿Cómo se siente?

Tomás lo miró interrogativamente.

—¿Dónde estoy?

—En la Clínica do Choupalinho. ¿Cómo se siente?

El paciente se dio cuenta de qué recuperaba gradualmente sus facultades, incluida el poder de razonar con claridad. Con los ojos desorbitados, recordando.¡El control! ¿Y el control, pues? «¡Los alumnos me están esperando en la facultad para el control!» Levantó la mano izquierda y consultó el reloj. Eran las nueve de la mañana, aun estaba a tiempo. El control se había fijado para dentro de una hora.

—Oiga, necesito salir de aquí—dijo, con la lengua aun algo trabada—. Tengo un control a las diez y no puedo faltar.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde es ese control?

—En la facultad.

—¿qué facultad? ¿La de Coimbra?

—No, mi facultad, en Lisboa.

—Pero usted está en Coimbra, hombre —se rio el médico—. Aunqué saliese ahora de aquí corriendo, no llegaría a tiempo.

Tomás hizo un esfuerzo por recuperar sus últimos recuerdos.

—¿aun estoy en Coimbra?

—Sí, señor. En la Clínica do Choupalinho.

Dejó caer la cabeza en la almohada, frustrado.

—¡Caramba!¡Voy a faltar al control!

—Me temo qué sí—asintió el médico—. ¿Cómo se siente?

Tomás ponderó la pregunta.

—Un poco raro —observó descubriendo un sabor pastoso en la boca—. Me duele ligeramente la cabeza.

—Pues sin duda tiene qué dolerle.

—¿qué ha ocurrido?

—¿No se acuerda de nada?

Tomás volvió a hurgar en los archivos más recientes de su mente.

—Me acuerdo de qué puse el coche en marcha para ir a Lisboa. Fue anoche.

—¿Nada más?

Reflexionó un instante.

—Pues... creo qué nada más.

—¿Cuál es la última imagen qué guarda en su memoria?

—Fue..., fue la estación. —Alzó las cejas—. No, fue el semáforo. Iba a girar hacia el puente y paré en el semáforo.

—¿No se acuerda de nada más?

—No —dijo Tomás.

Meneó la cabeza para reforzar la negación, pero pronto tuvo qué parar, le retumbaba el cerebro.

—¿Seguro? —insistió el médico.

—Sí —confirmó con impaciencia el paciente—. ¿qué ha ocurrido?

El médico cogió un bloc de folios A4, como si consultase unas notas.

—Ha tenido un accidente. Cruzó el puente e iba a pasar por la Plaza de la Cancion, supongo qué camino de la autopista para Lisboa, cuando el coche se estrelló contra un poste y usted perdió el sentido.

—¿Yo me estrellé contra un poste?

—Sí. —Volvió a consultar las anotaciones—. A eso de las diez de la noche.

—¿En la Plaza de la Cancion?

—Sí.

Tomás adoptó una expresión intrigada.

—Tiene gracia, no me acuerdo de nada de eso. Sólo recuerdo qué arranqué y paré en el semáforo esperando qué se pusiera en verde.

El médico sonrió.

—Es natural. Cuando se sufre un traumatismo en la cabeza y se pierde el sentido, es normal qué en las personas se borre el recuerdo de los cinco minutos anteriores al accidente. Hay incluso quien pierde la memoria de las horas anteriores, fíjese.

—¿En serio?

—Es muy común, quédese tranquilo.

Esta vez fue Tomás quien sonrió.

—Caramba, no me acuerdo realmente de nada. Es como si no hubiese ocurrido. En un momento estoy parado en el semáforo; al momento siguiente estoy mirando a su enfermera. Es como si no hubiese pasado nada entre tanto. He saltado automáticamente de un lado al otro, ¿entiende?

—Es extraño, sí —asintió el médico—. Pero muy común.

Tomás se palpó la cabeza. Sintió unas vendas ceñidas al pelo y se alarmó.

—¿qué es lo qué tengo? ¿Es grave?

—No, no es nada especial, tranquilícese. —El médico se acercó y le tocó suavemente la nuca—. Debe de haber hecho un movimiento extraño con la cabeza cuando se estrelló contra el poste, porqué el traumatismo fue aquí atrás, en la nuca. —Le cogió el brazo derecho y le mostró una venda en el dorso de la mano—. Y se magulló ligeramente en la mano, ¿lo ve? Nada grave, pero no debe hacer esfuerzos, ¿entendido?

—Sí.

—Si le pica el dorso de la mano, no se rasqué. Eso es muy importante. No se rasqué. Es señal de qué la herida está cicatrizando.

—Muy bien, no me voy a rascar —prometió Tomás, observando la venda en la mano derecha. Alzó la cabeza hacia el médico, cuyo nombre leyó en una plaquita qué llevaba colgada del pecho—. ¿Usted es el doctor Cariano?

El médico sonrió.

—Sí, Luís Cariano.

—Doctor, esta noche tengo una cena en Lisboa —dijo el paciente—. ¿Cree qué podré ir o tendré qué anular la cita?

—Puede ir, claro. —Consultó el reloj—. Veamos... Son las ocho, ¿no? Mire, pretendo darle el alta a primera hora de la tarde. Quiero qué se quéde toda la mañana aquí para comprobar si todo va bien. Después del almuerzo, lo dejaré en libertad.

—Ah, qué maravilla.

—Pero sea prudente, ¿ha oído? No quiero volver a verlo aquí otra vez

La enfermera se llevaba la bandeja con el almuerzo consumido y Tomás se ponía los zapatos y se preparaba para abandonar la habitación de la clínica cuando sonó el móvil.

—Hola, Tomás. Aquí Gouveia.

Caramba. ¿Cómo diablos se habría enterado el médico de cabecera de qué lo habían hospitalizado en esa clínica? Bien, la comunicación entre médicos debía de ser rápida, concluyó.

—Buenos días, doctor. Las noticias corren deprisa, ¿eh?

—En este caso, la noticia vino a mi encuentro —observó Gouveia del otro lado de la línea—. Además, está justamente aquí, en la sala de al lado.

Tomás frunció el ceño, sin entender ese comentario.

—¿La noticia está ahí al lado, en la sala? No lo entiendo...

—Hombre, es su madre.

—¿Mi madre?

—Sí, está aquí, en la sala de al lado.

—¿Dónde? ¿En el hospital?

—Sí, han venido a traérmela.

Tomás se sintió alarmado.

—¿Han llevado a mi madre al hospital? ¿qué ocurre? ¿qué le pasa a ella?

—No tiene nada, está bien —se dio prisa en aclarar el médico, intentando tranquilizarlo—. O, mejor dicho, tiene lo mismo de siempre. Está perdiendo facultades.

Sin saber aun qué pensar, Tomás se sentó en la cama.

—Dígame, doctor, qué es lo qué ocurre.

—Su madre se perdió. Por lo qué parece, salió esta mañana para ir de compras y, cuando venía de la tienda de comestibles, no pudo encontrar su casa. Se puso a deambular por la Baixinha y fue a dar al Largo das Olarias. Parecía confundida y la llevaron a la comisaría. De la comisaría la mandaron aquí, al hospital, y mi enfermera se encontró con ella en Urgencias y vino a traérmela.

—Ay —exclamó Tomás, llevándose la mano derecha a la cabeza—. ¿Ella se encuentra bien?

—Sí, se encuentra bien. Ya he estado conversando con ella, pero aun me parece qué sigue un poco confundida.

—¡qué disgusto! ¿Y ahora?

Oyó a Gouveia suspirar del otro lado.

—Oiga, Tomás, ¿ya le he dicho lo qué tiene qué hacer, no?

—Doctor, conversé ayer con ella, en cuanto llegamos a casa. No se imagina qué escena me montó.

—Me lo imagino, me lo imagino. Yo también le hablé del tema hace poco y se puso increíblemente furiosa. Dice qué todos quieren librarse de ella.

Tomás alzó los ojos, aliviado por no ser el único en atender a las quéjas de su madre. Tal vez así el médico comprendiese mejor su dilema.

—¿Lo ve? ¿qué podré hacer?

—Va a tener qué llevarla, Tomás. Ella no está en condiciones de vivir sola.

—Pero ¿cómo, doctor? Ella no quiere ir...

El médico respiró hondo.

—Oiga, Tomás —dijo—. Es muy arriesgado dejarla sola. Las cosas no van a ir a mejor, ¿entiende? Ella se muestra desorientada y éste es un proceso degenerativo. Su madre necesita ayuda, no puede quédarse sola. Además, en una residencia tiene otras personas con las qué va a convivir, y eso le hará bien.

—Lo creo, lo creo. Pero el problema se mantiene. ¿Cómo voy a llevarla a una residencia si ella no quiere ir?

—Tiene qué ir.

—Pero ¿cómo lo hago?¡Ella no quiere!

—Tiene qué conversar con ella y convencerla.

Tomás rio sin convicción.

—¿Conversar con ella? ¿Y cómo lo hago? No quiere escuchar y se pone..., se altera muchísimo. ¿Cómo la convenzo?

Gouveia carraspeó.

—Oiga, lo qué voy a decir ahora no se lo digo como médico, ¿entiende?, sino como amigo.

—Dígame.

—Usted sabe qué, a medida qué la edad avanza, los viejos entran en regresión y, en cierto modo, vuelven a la infancia, ¿lo sabe o no?

—Lo sé.

—Entonces imagine qué su madre es una niña.

—Sí.

—Ella es una niña y no quiere ir al colegio. Usted sabe qué necesita ir al colegio, qué eso es bueno para su futuro, pero ella no lo sabe, ¿de acuerdo? Sólo sabe qué no quiere ir al colegio, prefiere quédarse en casa y jugar con las muñecas. Frente a esa negativa, ¿qué es lo qué hace usted? ¿Satisface su capricho o elige lo qué es bueno para ella?

—No es lo mismo.

—Responda a mi pregunta. Si la niña no quiere ir al colegio, ¿usted qué hace? ¿No la lleva? ¿La deja qué se quéde siempre en casa jugando? ¿No va a educarse nunca más? ¿Perjudica su futuro sólo para no contradecirla en ese instante?

—Claro qué la llevo al colegio.

—¿Aunqué sea a la fuerza?

—Sí.

—Esa es la respuesta.

Capítulo 3

El aroma salado de la marea llenaba el restaurante, fresco y vigoroso, acompañando el murmullo arrullador y cadencioso en el arduo vaivén sobre la playa. Tomás se asomó por la ventana y vislumbró el bulto blancuzco de la espuma pegándose a la arena, daba la impresión de algodón dulce impregnado de azúcar; pero el mar se mantenía invisible, era de un negro profundo qué se confundía con la noche, cortado por el foco intermitente del faro del Bugio y los puntos iluminados de los barcos qué, en el horizonte escondido, se deslizaban dulcemente por la boca del Tajo. Las farolas públicas llenaban de luz la playa de Oeiras, casi como si fuese de día, pequéños soles rasgando la noche; su claridad se revelaba fuerte para la corta lengua de arena, impotente, sin embargo, frente a las inmensas tinieblas duras del océano.

Miró el reloj: eran más de las ocho y cuarto. «Se retrasa», pensó. Mordisquéó una empanadilla de gambas más y mantuvo los ojos fijos en el manto oscuro de las aguas, mecido por el rumor ritmado de las olas en su incansable vals con la playa.

—¿Profesor Noronha? —preguntó la voz con leve acento.

Era un hombre corpulento, dueño de un abdomen enorme; llevaba en la mano una cartera vieja; tenía un pelo rubio fino, con entradas en el extremo de la frente, y densos ojos azules, una papada hinchada bajo el mentón, como un sapo.

—¿Sí?

—Le pido disculpas por mi retraso —dijo casi jadeante y extendió su mano gruesa—. Alexander Orlov, de la Interpol. Mis amigos me llaman Sacha.

Se saludaron; Orlov colocó la cartera bajo la mesa y se sentó con dificultad: la silla era casi demasiado estrecha para su corpachón.

El camarero se acercó e hizo un gesto de saludo dirigiéndose al recién llegado.

—Buenas noches, señor Orlov. ¿quiere pedir ya?

Orlov era un conocido de la casa. El voluminoso cliente cogió el menú qué le extendían y pasó los ojos superficialmente por las sugerencias del restaurante. Estuvo a punto de hacer el pedido de inmediato, pero se calló a tiempo y miró a Tomás.

—¿Ya ha elegido?

—No conozco bien los platos.

—Le recomiendo el centollo relleno. Es una delicia.

—Muy bien —aceptó Tomás—. El centollo, pues.

—Y vino verde blanco muy frío —añadió Orlov, qué encaró a Tomás en busca de aprobación—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

El camarero se alejó y Orlov se abalanzó sobre los aperitivos y comió en un instante tres empanadillas, dos croquétas y dos tostadas untadas con crema de atún.

—¿qué tiene en la cabeza? —preguntó reparando en la venda qué Tomás llevaba en la nuca.

El historiador tocó levemente la venda.

—¿Esto? Oh, no es nada. Tuve un pequéño accidente de coche, sólo eso.

—Nada grave, espero.

—No, nada grave.

Orlov se llevó dos sarnosas a la boca.

—Supongo qué se habrá quédado sorprendido con mi llamada —dijo con la voz casi ahogada por la boca llena.

—Sí —admitió Tomás—. No llego a imaginar lo qué pretende la Interpol de mí. Usted me habló de un amigo mío del instituto, pero, con toda franquéza, no entiendo qué tiene qué ver eso conmigo.

—No voy a andarme con rodeos —dijo Orlov levantando la mano—. Soy una persona informal.

—Muy bien.

—Sé qué usted es profesor de Historia, experto en lenguas antiguas y uno de los mejores criptoanalistas del mundo, ¿no?

Tomás enrojeció y sonrió.

—¿Uno de los mejores del mundo? qué exageración...

—De exageración, nada. Yo he hecho los deberes en casa.

—Devoró una empanadilla más—. Lo importante es qué eso es útil en la investigación qué estoy llevando a cabo para la Interpol.

Tomás cambió de posición en la silla.

—Estamos en una situación desigual, ¿se da cuenta? Usted sabe todo sobre mí y yo no sé nada de usted.

Orlov soltó una carcajada.

—Tiene razón, le pido disculpas. Mi nombre es Alexander Ivanovich Orlov. Nací en San Petersburgo en la época en qué mi gran ciudad se llamaba Leningrado. Estuve en el Ejército, fui consejero en Angola y después...

—Ah, ¿fue ahí donde aprendió portugués?

—Sí, fue en Luanda. Había muchos consejeros soviéticos trabajando con los cubanos y el MPLA. —Sonrió—.¡En esa época aquéllo era una juerga! —Suspiró—. Después fui a trabajar para la Policía rusa, pero el fin del comunismo me hizo ver qué mi futuro no estaba en Rusia. La autoridad central se desmoronó y el país quédó entregado a los oligarcas y a las mafias. —Esbozó una mueca y meneó la cabeza—. La corrupción se impuso en todas partes, incluso en la Policía. Preferí irme a quédarme viendo a mis jefes y a mis compañeros vendiéndose por un puñado de rublos. Y quien no se vendía acababa con un tiro en la cabeza. —Mordisquéó una rebanada de pan—. Me postulé entonces para un puesto en la Interpol y acabé yéndome a vivir a Lyon, donde me integraron en el Direccion del Crimen Especializado, una unidad dedicada a combatir el crimen especializado. —Se llevó la mano al pecho—. Me pusieron a trabajar en casos qué afectaban a sectas y cosas por el estilo.

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