De pronto cobró conciencia. ¿Qué estaba haciendo? Era un huésped invitado, un compañero de trabajo, ahora juramentado, un hombre civilizado… ¡no un bandido, ni un halcón! La sangre le latía con fuerza en las sienes. Eludió los ojos de Neryssa cuando los caballerizos vinieron a llevarse sus caballos. Desmontaron. Él percibió sin embargo que también ella estaba débil por la excitación, que apenas si podía sostenerse. Kerwin se sentía avergonzado y perturbado por la intensidad de su fantasía sexual, aterrado ante la idea de que ella la hubiera compartido. En las pequeñas dimensiones del establo, ella pasó a su lado; sus cuerpos no llegaron a tocarse, pero él tuvo perfecta conciencia de la mujer debajo de la capa plegada y giró la cabeza para ocultar su rostro sonrojado.
Justo después del Velo, en la escalera interior, ella se detuvo de repente y alzó los ojos hacia él.
—Lo siento —dijo con dulzura—. Olvidé… por favor, créeme, no lo hice deliberadamente. Había olvidado que tú no… que todavía no puedes amurallarte, si no deseabas compartirlo.
Él la miró, un poco avergonzado, sin aceptar del todo que ella había dado forma a esa curiosa fantasía y la había compartido con él.
—No tiene importancia —repuso, tratando de ser cortés.
—Sí la tiene —corrigió ella, furiosa—. No comprendes. Había olvidado qué podría significar para ti. No es lo que podría significar para cualquiera de nosotros.
De repente, ella abrió su mente ante él, y Kerwin fue perturbadoramente consciente de la tensa excitación que la invadía, con su desnudez sexual, desenmascarada ahora del simbolismo de la caza del halcón. Se sintió perturbado, incómodo. Ella agregó, en voz baja y viciosa:
—Ya te he dicho que no lo comprendes. No debía haberte hecho eso mientras no tuvieras barreras adecuadas para bloquearlo. Y aún no las tienes. En un hombre… de los nuestros… el hecho de que lo hayas aceptado… y compartido… significaría algo más de lo que significa para ti. Es culpa mía. Ocurre a veces, después del contacto telepático. Es mi fracaso. No el tuyo, Kerwin. A ti no te obliga en nada. No te preocupes. Sé que no deseas…
Exhaló un largo suspiro, mirándole directamente, y él percibió su furia y su frustración. Alterado, dijo, todavía comprendiendo a medias:
—Neryssa, lo siento, no quise… no quise hacer nada que te ofendiera o te hiriera…
—Ya lo sé, maldito seas —exclamó ella con ira—. Ya te he dicho que a veces ocurre. He sido monitora durante suficientes años como para saber que yo soy responsable. ¡Juzgué mal el nivel de tus barreras! ¡Eso es todo! ¡Deja de hacer de ello una montaña y contrólate antes de que lo desparramemos por todo Arilinn! Yo puedo manejarlo, pero tú no puedes. Y Elorie es joven. ¡No permitiré que
ella
se perturbe con esta tontería!
Fue como un cubo de agua fría que ahogó por completo su excitación por la mujer y lo dejó consternado ante la idea de que los otros telépatas pudieran captar sus fantasías, su necesidad… Se sentía desnudo y expuesto. La furia de Neryssa era como un relámpago carmesí en medio de su consternación. Tartamudeando una débil disculpa, subió las escaleras corriendo y se refugió en su habitación. Todavía no comprendía exactamente lo ocurrido, pero le perturbaba.
Una larga introspección le dijo que el ocultamiento de las emociones era imposible en un grupo telépata. Cuando todos volvieron a reunirse, a pesar de que estaba preocupado por temor de que su vergonzosa incapacidad de bloquear sus propios pensamientos pudiera haber arruinado la familiaridad con que lo aceptaban, nadie habló de eso ni tampoco pareció pensar al respecto. Empezaba a comprender lo que significaba estar abierto, revelar hasta los pensamientos más íntimos a un grupo de ajenos. Se sentía incómodo, avergonzado, como si lo exhibieran desnudo, pero supuso que ninguno de ellos habría vivido toda su vida sin concebir algún pensamiento vergonzoso y que simplemente tendría que habituarse a eso.
Al menos ahora sabía que no tenía sentido intentar fingir con Neryssa. Ella le conocía; como monitora, había entrado hasta lo más profundo de su cuerpo y también en su mente, incluso en esos sitios desnudos que él hubiera preferido que la mujer no conociera. Sin embargo, ella seguía aceptándole. Era un sentimiento agradable. Paradójicamente, a él no le gustaba más que antes, pero ahora sabía que no tenía importancia; ambos habían compartido algo y lo habían aceptado.
Llevaba en Arilinn alrededor de cuarenta días cuando volvió a ocurrírsele que no había visto nada de la ciudad. Una mañana le preguntó a Kennard —todavía no estaba seguro de su estatus aquí— si podía salir a explorar. Kennard le dirigió una breve mirada y dijo:
—¿Por qué no? —Después, saliendo de su ensueño, agregó—: ¡Por los infiernos de Zandru, joven, no tienes que pedir permiso para hacer cualquier cosa que quieras! Ve solo, o que alguno de nosotros te acompañe, o llévate a uno de los
kyrri
para no perderte. ¡Haz lo que quieras!
Auster se volvió de la chimenea —todos estaban en el gran salón— y recomendó con tono amargo:
—No nos deshonres, no vayas vestido con esas ropas, ¿quieres?
Cualquier cosa que Auster dijera siempre provocaba en Kerwin la determinación de hacer exactamente lo contrario.
—Todos te mirarán demasiado si vas con esas ropas, Jeff —insistió Rannirl.
—Le mirarán de todos modos —agregó Mesyr.
—De todas maneras, ven, te buscaré algunas mías… Somos más o menos de la misma estatura, me parece…, por ahora. Debemos hacer algo para conseguirte un equipo adecuado.
Kerwin se sintió ridículo al ponerse la corta chaqueta, la blusa de mangas anchas, los pantalones que le llegaban justo a la caña de las botas. Tampoco compartía con Rannirl el gusto por los colores. Si debía usar ropas darkovanas —y suponía que se veía bastante tonto con su uniforme terrano—, ¡no era necesario que se pusiera una chaqueta magenta con ribetes anaranjados! ¡Al menos, eso esperaba!
Sin embargo, se sorprendió al descubrir, al mirarse en el espejo, que le sentaba bien ese atuendo resplandeciente. Favorecía su altura y coloración poco usual, que siempre lo había hecho sentir torpe con las ropas terranas. Mesyr le advirtió que no se cubriera la cabeza: los telépatas de la Torre de Arilinn exhibían con orgullo sus cabezas pelirrojas, y eso les protegía de ataques o insultos accidentales. En un mundo como Darkover, donde la violencia era cotidiana, donde los tumultos callejeros eran la forma favorita de demostrar un buen espíritu, Jeff Kerwin se vio obligado a admitir que la advertencia era sensata.
Mientras caminaba a través de las calles de la ciudad —había elegido ir solo—, advirtió las miradas y los susurros y que nadie lo empujaba al pasar. Era una ciudad extraña para él que había crecido en Thendara. Aquí el dialecto era diferente y también el corte de la ropa de las mujeres, que llevaban faldas más largas, menos chaquetas de montañista terranas y más capas con capuchas; incluso los hombres las llevaban. El calzado terrano no se adecuaba a las ropas darkovanas que vestía —Rannirl, más alto que él tenía sin embargo pies sorprendentemente pequeños en un hombre, y sus botas no le habían entrado—, de modo que, siguiendo un impulso, al pasar ante un comercio en el que se exhibían botas y sandalias, Kerwin entró y pidió un par de botas.
El propietario pareció tan respetuoso que Kerwin empezó a preguntarse si no habría cometido algún error social —evidentemente, los Comyn rara vez entraban en los comercios comunes—, hasta que empezó el regateo. El hombre no cejó de intentar que Kerwin cambiara las botas modestas que había elegido por el par más costoso y de mejor calidad que tenía en existencia. Entonces Kerwin se irritó y empezó a regatear con acaloramiento. El comerciante seguía insistiendo, con genuina desazón, que esas pobres botas no eran dignas para el
vai dom
. Kerwin acabó quedándose con dos pares, uno de botas de montar y uno de esas suaves botas cortas de gamuza que todos los hombres de Arilinn usaban cuando estaban dentro. Extrayendo su billetera, preguntó:
—¿Cuánto le debo?
El hombre pareció consternado y ofendido.
—¿Qué he hecho para merecer este insulto,
vai dom
? Has honrado mi negocio… ¡No puedo aceptar el pago!
—Oh, vamos… —protestó Kerwin—. No debes hacer esto…
—Te he dicho que estas pobres cosas no eran dignas de tu atención,
vai dom
, pero si tú, encumbrado señor, te aventuraras a aceptar un par verdaderamente digno de ti…
—¡Por los cuernos del infierno! —masculló Kerwin, preguntándose qué estaba ocurriendo y qué tabú darkovano, habría transgredido esta vez, sin saberlo.
El hombre lanzó a Kerwin una aguda mirada y luego le dijo:
—Perdona mi presunción,
vai dom
, pero eres el señor del Comyn Kerwin-Aillard, ¿verdad?
Recordando la costumbre darkovana que daba al niño el nombre y el rango del progenitor de mayor jerarquía, Kerwin lo admitió. El comerciante, firme y respetuosamente, pero más bien como si estuviera instruyendo a un niño retardado para infundirle buenos modales, explicó:
—No se acostumbra a aceptar pago por nada que un señor del Comyn se digne aceptar, señor.
Kerwin accedió con gracia, ya que no deseaba hacer una escena, pero se sintió incómodo. ¿Cómo demonios haría para conseguir las otras cosas que quería? ¿Simplemente debía pedirlas? Por lo que se veía, el Comyn tenía armado un buen circo allí, pero él no era lo bastante desaprensivo como para disfrutarlo. Estaba acostumbrado a trabajar por lo que deseaba y a pagar por ello.
Cargó el paquete bajo el brazo y siguió caminando. Le parecía diferente y agradable caminar como ciudadano por una ciudad darkovana, no como ajeno, no como transgresor. Pensó un momento en Johnny Ellers, pero ésa era otra vida y los años que había pasado en el Imperio terrano eran como un sueño.
—¿Kerwin?
Levantó la mirada y vio a Auster, vestido de verde y escarlata, de pie ante él. Auster le habló de manera agradable para ser él:
—Se me ocurrió que podías perderte. Tenía cosas que hacer en la ciudad, y pensé que tal vez te encontraría en el mercado.
—Gracias —dijo Kerwin—. No me perdí, pero las calles me confunden un poco. Es bueno que hayas venido a buscarme.
Estaba asombrado ante aquel gesto amistoso; de todos los del círculo, Auster era el único que se había mostrado persistentemente poco amistoso.
Auster se encogió de hombros, y de repente, con tanta claridad como si le hubiera hablado, Kerwin lo captó:
Está mintiendo. Me ha dicho eso para que no le preguntara qué está haciendo aquí. No ha venido a buscarme, y eso le molesta.
Descartó la idea con un encogimiento de hombros. ¡Qué demonios! Él no era el guardián de Auster. Tal vez el hombre tuviera una chica aquí o un amigo o algo. Sus andanzas no eran asunto de Kerwin.
¿Pero por qué creyó que debía explicarme por qué estaba en la ciudad?
Caminaban juntos, de regreso a la Torre, que se extendía como un largo brazo de sombra sobre la plaza del mercado. Auster se detuvo.
—¿Te gustaría que nos paráramos en alguna parte a beber una copa antes de volver?
Aunque apreciaba la amistosa oferta, Kerwin meneó la cabeza:
—No, gracias. Ya me han mirado suficiente para este día. De todas maneras, no soy un gran bebedor. Pero gracias de todos modos. Otra vez, quizá.
Auster le lanzó una rápida mirada, no amistosa pero sí comprensiva.
—Ya te acostumbrarás a que te miren… en un sentido —replicó—. En otro, se pone cada vez peor. Cuanto más te aíslas con… con los tuyos, tanto menos capaz eres de tolerar a los ajenos.
Por un momento caminaron lado a lado. Entonces, detrás de él, Kerwin escuchó un repentino grito. Auster giró en redondo, propinando a Kerwin un violento empujón. Kerwin perdió pie, se desequilibró, resbaló y cayó mientras algo pasó sobre él y fue a dar contra un muro. Se desprendió un fragmento de piedra, que golpeó la mejilla de Kerwin, haciéndole un tajo profundo.
También Auster había perdido el equilibrio y había caído de rodillas. Se puso de pie, miró cautelosamente a su alrededor y alzó el pesado adoquín que alguien había arrojado con lo que podría haber sido mortal precisión.
—¿Qué demonios ha pasado? —dijo Kerwin, incorporándose y mirando con fijeza a Auster.
—Te pido disculpas… —se disculpó Auster rígidamente.
—Olvídalo. Me salvaste de una horrible herida. Si esa cosa me hubiera dado de lleno, podría haberme matado. —Se palpó la mejilla con dedos cautos—. ¿Quién arrojó esa condenada cosa?
—Algún descontento —respondió Auster y miró a su alrededor, inquieto—. En estos días ocurren cosas extrañas en Arilinn. Kerwin, ¿quieres hacerme un favor?
—Me parece que te debo uno.
—No les menciones nada de esto a las mujeres… ni a Kennard. Ya tenemos suficientes cosas para preocuparnos.
Kerwin frunció el ceño, pero asintió. Silenciosamente, uno junto al otro, caminaron hasta la Torre. Era sorprendente cuán cómodo se sentía con Auster, a pesar del hecho obvio de que al otro no le gustaba. Era como si ambos se hubieran conocido de toda la vida.
Cuando te aíslas con los tuyos
, había dicho Auster. ¿Sería de los suyos?
Tenía dos hechos sobre los que debía reflexionar. En primer lugar, Auster, a quien no le gustaba, había actuado… automáticamente, por instinto, para protegerlo de la roca; si se hubiera quedado quieto, Kerwin sin duda habría resultado herido y él se hubiera ahorrado problemas. Pero aún más sorprendente que la extraña conducta de Auster era el incidente de la roca. A pesar de toda la deferencia que la gente de Arilinn manifestaba ante el Comyn, había
alguien
allí a quien le gustaría ver a un Comyn muerto.
¿O tal vez sería al mestizo terrano a quien querían matar? De repente, Kerwin deseó no haber hecho a Auster la promesa de no decir nada. Le hubiera gustado comentar el asunto con Kennard.
Cuando se reunieron esa noche en el salón, Kennard miró inquisitivamente su mejilla vendada. Si le hubiera hecho una pregunta directa en ese momento, Kerwin podría haberle contestado —no le había prometido a Auster que mentiría al respecto—; pero Kennard no dijo nada. De modo que Kerwin sólo le contó lo de sus botas y la charla con el comerciante, mencionando su propia inquietud con respecto a la costumbre.
—Mi querido muchacho —explicó Kennard con solemnidad—, has dado un prestigio a ese hombre. Supongo que un
terrano
diría publicidad gratis, ¡que le durará durante años! El hecho de que un Comyn de Arilinn, incluso uno que no es muy importante, haya ido a su negocio a regatear con él…