El sol sangriento (22 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: El sol sangriento
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Cuando se recuperó esta vez, yacía en el suelo de la cámara de matrices octogonal. Kennard, Neryssa y Auster estaban de pie a su lado, mirándole. Procedentes de alguna parte se escuchaban unos sollozos ahogados. Con el rabillo de la mente vio al joven Corus acurrucado, con el rostro sepultado entre las manos. Rannirl le rodeaba con un brazo y le estrechaba contra sí. La cabeza de Kerwin era un gigantesco balón colmado de un dolor al rojo vivo. Era tan espantoso que durante un segundo no pudo respirar; después sintió que sus pulmones se expandían y de su boca, involuntariamente, se escapó un ronco sonido.

Kennard se arrodilló a su lado y le dijo:

—¿Puedes sentarte?

De algún modo consiguió hacerlo. Auster le tendió una mano, con aspecto de enfermo. Con una amabilidad inusual en su voz, le animó:

—Jeff, todos hemos pasado por esto, de una manera o de otra. Ven, apóyate en mí.

Remoto, sorprendido de sí mismo, Kerwin aceptó la mano que Auster le ofrecía.

—Corus, ¿estás bien? —preguntó Kennard.

Corus alzó un rostro congestionado, manchado por las lágrimas. Se le veía muy pálido.

—Sobreviviré —respondió escuetamente.

—Tú sabes que te lo estás haciendo a ti mismo. Tú tienes alternativa —dijo Neryssa con tono amable y distanciado.

—Hagámoslo rápido —advirtió Elorie con voz tensa—. Ninguno de nosotros puede soportar mucho más.

Temblando, tendió una mano a Corus. Kerwin, como un leve golpe eléctrico, una descarga, sintió en alguna parte de su mente la reconstrucción del vínculo. Auster y después Rannirl y Neryssa ocuparon sus lugares. Kennard, que todavía sostenía a Kerwin, se alejó y desapareció. Elorie no habló, pero súbitamente sus ojos grises colmaron todo el espacio de la habitación y Jeff escuchó su susurro autoritario:

—Ven.

Con una sacudida que le dejó sin aire percibió el impacto de todas sus mentes fundidas, como si hubiera caído en una faceta del cristal tallado. Una forma centelleó en su mente como una gigantesca estrella de fuego, y sintió que corría alrededor del círculo, fluyendo como agua, en un remolino que lo ponía y lo sacaba de contacto. Elorie, fría y distante,
sosteniéndole al final de una línea de vida;
la gentil seguridad de Kennard; un contacto telepático suave como una pluma, tembloroso y atemorizado, que era Corus; un opaco resplandor que era Auster; chispas entremezcladas, separándose; Neryssa, un suave roce exploratorio…

—Suficiente —dijo Kennard secamente.

De repente, Kerwin volvió a ser él mismo. Los otros ya no eran intangibles remolinos de energía dentro de la habitación, sino una vez más personas independientes que se agrupaban en torno a él.

Rannirl soltó un silbido.

—¡Por los infiernos de Zandru, qué barrera! Si conseguimos que la bajes del todo alguna vez, Jeff, serás un técnico endemoniadamente bueno… ¡Pero tenemos que librarnos primero de esa barrera!

—No fue tan malo la segunda vez —comentó Corus—. Él lo hizo, al menos en parte.

La cabeza de Kerwin era todavía una doliente masa de fuego.

—Pensé que, sea lo que fuere lo que me hiciste… —empezó a decir.

—Nos libramos de parte de esa barrera —dijo Kennard.

Siguió hablando, pero de repente las palabras fueron solamente ruido, estática dentro del cerebro de Kerwin, que meneó la cabeza, sin comprender.

—¿Mejor del dolor de cabeza? —preguntó Kennard en cahuenga.

—Sí, seguro —masculló Kerwin, aunque no era cierto. En todo caso había empeorado, pero no tenía la energía suficiente para decirlo.

Kennard no discutió. Tomó a Kerwin firmemente de los hombros, lo condujo a la habitación contigua y lo tendió en un sillón mullido.

—Bien, esto es asunto mío —dijo Neryssa, y se acercó y puso sus manos leves sobre la cabeza de Kerwin.

Éste no dijo nada. Ya no podía hacerlo. Se balanceaba en una hamaca gigantesca, cada vez más rápido; era un vertiginoso péndulo de dolor. Elorie murmuró algo, Neryssa le habló con tono urgente, pero para Kerwin ninguna palabra tenía sentido. Hasta la voz de Kennard era tan sólo una masa de sílabas sin significado, confusión verbal, una ensalada de palabras. Escuchó que Neryssa decía:

—No consigo llegar a él. Hay que hacer subir rápido a Taniquel. Tal vez ella lo logre…

Ahora Taniquel estaba allí, difusa ante sus ojos; se dejó caer de rodillas a su lado con una exclamación de pena.

—¡Jeff! Jeff, ¿me escuchas?

Las palabras surgían y se desvanecían frente a él como si se tratara de una melodía cantada en una lengua extraña. El mundo se difuminó en una niebla gris mientras él se balanceaba en un péndulo gigantesco, más y más lejos hacia el exterior, hacia la oscuridad salpicada de pálidas luces, hacia la nada…

¿Cómo podría evitarlo, pensó Kerwin con la irracionalidad del dolor, si le gritaba exactamente en el oído…?

—Jeff, por favor, mírame, déjame ayudarte…

—Basta ya —masculló él—. Basta de esto. He tenido suficiente por una noche, ¿verdad?

—Por favor, Jeff, no puedo ayudarte si no me dejas… —le suplicó Taniquel.

Él sintió su mano, caliente y dolorosa, sobre su cabeza que latía. Se debatió con inquietud, intentando librarse de ella. La sentía como hierro al rojo. Deseó que todos se marcharan y le dejaran solo.

Después, muy lentamente, como si le hubieran drenado alguna vena tensa y colmada, sintió que el dolor empezaba a desaparecer. Siguió cediendo hasta que por fin pudo volver a ver a la muchacha con claridad. Se incorporó. El dolor era tan sólo un leve latido en la base de su cerebro.

—Bastante bien —dijo Kennard con brusquedad—. Creo que finalmente lo conseguirás.

—¡No vale la pena tanto trabajo! —masculló Auster.

—Eso lo escuché —repuso Kerwin.

Kennard le dedicó un lento asentimiento de triunfo.

—Ya ves —agregó—. Te lo dije. Te dije que valía la pena correr el riesgo. —Y exhaló un prolongado suspiro de cansancio.

Kerwin se puso de pie con dificultad y permaneció allí, aferrado a la silla. Se sentía como si lo hubieran pasado por una trituradora, pero se hallaba penosamente en paz. Taniquel estaba desmoronada junto a su silla, gris y exhausta, y Neryssa estaba a su lado, sosteniéndole la cabeza. La joven susurró con voz débil, alzando la mirada:

—No te preocupes, Jeff. Me alegró… me alegró poder hacer algo por ti.

También Kennard se veía cansado, pero triunfante. Corus alzó los ojos y le sonrió, tembloroso y con un curioso desgarramiento. Kerwin comprendió que el muchacho había estado llorando por
su
dolor. Hasta Auster, mordiéndose los labios, comentó:

—Tengo que concederte algo. Eres uno de nosotros. No me culpes por haberlo dudado, no me acuses por eso.

Elorie se acercó y se puso de puntillas, lo suficientemente próxima como para besarlo, pero no lo hizo. Alzó una mano y le rozó la mejilla; un levísimo roce con la punta de los dedos.

—Bienvenido, Jeff-el-bárbaro —dijo sonriendo y mirándole a los ojos.

Rannirl le llevó del brazo para bajar las escaleras hasta el salón donde se habían reunido antes, esa misma noche.

—Al menos esta vez todos podremos elegir qué deseamos beber —comentó riéndose.

Kerwin se dio cuenta de que había pasado la última prueba. Si bien Taniquel le había aceptado desde el principio, ahora lo habían hecho todos de manera igualmente completa. Él, que nunca había pertenecido a parte alguna, se sentía ahora sobrecogido por saber cuán profundamente pertenecía a este lugar. Taniquel se acercó y se sentó en el brazo de su sillón. Mesyr se acercó y le preguntó si deseaba comer o beber algo. Rannirl le sirvió una copa de un vino fresco y fragante que tenía un sabor a manzanas.

—Creo que te agradará; lo hacen en nuestras tierras.

De manera incongruente, parecía la celebración de un cumpleaños.

Un poco más tarde, esa misma noche, se encontró junto a Kennard. Sensibilizado al humor del otro, se oyó decir:

—Pareces feliz por lo ocurrido. Auster no está complacido, pero tú sí. ¿Por qué?

—¿Por qué Auster no lo está o por qué yo sí? —le preguntó Kennard con una carcajada pícara.

—Ambas cosas.

—Porque tú eres en parte terrano —le replicó sombríamente Kennard—. Si de verdad te conviertes en parte de un círculo de matrices… dentro de una Torre y el Concejo lo acepta, habrá alguna esperanza de que también acepten a
mis
hijos. —Frunció el ceño, con la mirada perdida por encima de la cabeza de Kerwin, en una distancia triste—. Verás —concluyó—. Hice lo mismo que hizo Cleindori. Me casé fuera del Comyn… Me casé con una mujer que era en parte terrana y tengo dos hijos. Y esto establece un precedente. Me gusta pensar que algún día mis hijos podrán venir aquí…

Quedó en silencio.

Kerwin hubiera podido hacerle una docena más de preguntas, pero percibió que no era el momento. Eso no parecía tener demasiada importancia. Él pertenecía ahora a este sitio.

8. EL MUNDO EXTERIOR

Los días pasaban en la torre de Arilinn. Muy pronto Kerwin empezó a sentirse como si hubiera estado allí toda su vida. Sin embargo, de manera curiosa, era como un hombre perdido en un sueño encantado, como si todos sus viejos sueños y deseos se hubieran hecho realidad y él hubiera ingresado en ellos, construyendo un muro que lo aislara de lo demás. Era como si la Zona terrana y la Ciudad Comercial no hubieran existido jamás. Nunca, en ningún mundo, se había sentido tan cómodo. Nunca había sentido tanta pertenencia en ningún lado como aquí. Casi le resultaba incómodo ser tan feliz. No estaba acostumbrado a ello.

Con la guía de Rannirl, estudió mecánica de matrices. No llegó demasiado lejos con la teoría, le parecía que tal vez Tani había tenido razón cuando la llamó magia. Los hombres del espacio tampoco comprendían la matemática del impulso interestelar, pero funcionaba. Fue más rápido para aprender las más simples proezas psicoquinéticas con los cristales matrices pequeños. Y Neryssa, que era monitora, le enseñó a explorar su propio cuerpo, a distinguir la estructura de la sangre que fluía por sus venas, a regular, acelerando o deteniendo el latido de su corazón, a subir o bajar su presión sanguínea, a vigilar el flujo de lo que ella llamaba los canales y Kerwin sospechaba que eran el sistema nervioso autónomo entre los médicos terranos. Era algo considerablemente más sofisticado que cualquier técnica de bioretroalimentación que hubiera aprendido en la Zona Terrana.

Hizo menos progresos en el círculo de contacto telepático. Había aprendido a cumplir su turno —con Corus o Neryssa a su lado— en los transmisores, la red de comunicación de telépatas entre las Torres, que enviaban mensajes acerca de lo que estaba ocurriendo, entre Neskaya y Arilinn y Hali y la lejana Dalereuth; mensajes que todavía tenían poco significado para Jeff, como los referentes a un incendio forestal de las Kilghard Hills, a una ola de asaltos de bandidos en el límite de los Hellers, a una epidemia de fiebre contagiosa en Dalereuth, al nacimiento de trillizos cerca de la Zona lacustre. También venían ciudadanos a la Sala de Extranjeros de la Torre y pedían que se enviaran mensajes por medio de los transmisores; cuestiones de negocios o nacimientos, muertes y acuerdos matrimoniales.

Pero tenía menos éxito trabajando con el círculo. Sabía que todos observaban sus progresos con ansiedad, ahora que lo habían aceptado; a veces le parecía que lo vigilaban como halcones. Taniquel insistía en que lo estaban llevando demasiado rápido, en tanto que Auster se enfurruñaba y acusaba a Kennard y a Elorie de protegerlo demasiado. Pero hasta ahora sólo podía soportar unos pocos minutos por vez en el círculo. Evidentemente, no era un proceso que pudiera apresurarse; ganaba algunos segundos cada día, resistiendo cada vez más las tensiones del contacto antes de desmoronarse.

Persistieron los dolores de cabeza e incluso empeoraron, pero por algún motivo eso no desalentó a nadie. Neryssa le enseñó a controlarlos un poco por medio de la regulación de la presión interna de los vasos sanguíneos que se hallaban alrededor de las órbitas y en el cráneo. No obstante, en muchas oportunidades, todavía era incapaz de soportar nada que no fuera una habitación a oscuras y silenciosa y sentía que se le partía la cabeza. Corus le hacía bromas rudas y Rannirl predijo con pesimismo que debía empeorar antes de mejorar, pero todos eran pacientes con él; incluso una vez que estaba encerrado padeciendo uno de esos cegadores dolores de cabeza escuchó que Mesyr —a quien él había creído disgustar— regañaba a Elorie, a quien obviamente adoraba, por hacer ruido en el corredor ante la puerta de la habitación de Kerwin.

Una o dos veces, cuando el dolor le resultaba insoportable, Taniquel vino a su habitación sin que se lo pidiera e hizo lo mismo que la primera noche; posar sus leves dedos sobre sus sienes, drenándole el dolor como si destapara una válvula. Kerwin sabía que a la joven no le agradaba hacerlo, pues la dejaba exhausta y a él le asustaba —y también lo avergonzaba— verla tan gris y demacrada después. Además ponía furiosa a Neryssa.

—Tiene que aprender a hacerlo solo, Tani. ¡No es bueno para ti ni para él que hagas lo que puede y debe aprender por sí mismo! Y mírate —le reprochaba—. ¡Has logrado incapacitarte también!

—No soporto su dolor y, como de todas maneras lo siento, me parece que es mejor ayudarle —dijo Taniquel débilmente.

—Entonces aprende a protegerte —le advirtió Neryssa—. ¡Sabes muy bien que un monitor nunca debe involucrarse tanto! ¡Si sigues así, Tani, sabes perfectamente qué te ocurrirá!

Taniquel la miró esbozando una sonrisa pícara.

—¿Estás celosa, Neryssa?

Pero la otra sólo frunció el ceño hacia Kerwin, furiosa, y salió de la habitación.

—¿Qué era todo eso, Tani? —preguntó Kerwin.

Taniquel no le respondió. Kerwin se preguntó si alguna vez llegaría a comprender las pequeñas interacciones que se daban entre esta gente, las cortesías y las cosas que no se decían dentro de una sociedad telepática.

No obstante, había empezado a distenderse. Por extraña que fuera la Torre de Arilinn, no era sin embargo un castillo de cuento de hadas, sino tan sólo un gran edificio de piedra donde vivían personas. Los silenciosos sirvientes no-humanos que se desplazaban sigilosamente todavía le ponían un poco incómodo, pero empezaba a habituarse a sus modales silenciosos y a aprender a ignorarlos como los demás, a menos que necesitara algo. El lugar no era todo hechicería y duendes. La torre encantada no estaba encantada del todo. Por alguna curiosa razón, se sintió complacido cuando encontró una gotera en el techo, justo en su habitación; como ningún obrero, ningún ajeno podía trasponer el Velo, él y Rannirl tuvieron que trepar la vertiginosa pendiente del techo para arreglarla ellos mismos. De algún modo, ese prosaico incidente tornó el lugar más real para él, menos de ensueño.

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