Corus y Elorie terminaron su juego y empezaron otro. Neryssa fue a mostrarle a Mesyr su costura y le pidió consejo. Ambas mujeres se pusieron a elegir colores entre una gran cantidad de hilos de bordar. Era una escena doméstica perfectamente apacible, salvo por la acerada conciencia que Kerwin tenía de Taniquel, cuya cabeza descansaba sobre el hombro de Auster. Una docena de veces se dijo Kerwin que era un tonto por quedarse allí sentado mirando, pero la perplejidad y la ira combatían dentro de él. ¿Por qué hacía eso ella? ¿Por qué?
Más tarde, Auster se incorporó para volver a llenar sus copas. Kerwin se puso bruscamente de pie. Kennard alzó la vista, preocupado, cuando Kerwin cruzó la habitación y se agachó para tocar a Taniquel en el brazo.
—Ven conmigo —le rogó—. Quiero hablar contigo.
Ella alzó los ojos, alarmada y nada complacida, pero dando un rápido vistazo a su alrededor; él casi pudo sentir su exasperación, mezclada con la determinación de no hacer una escena le dijo:
—Salgamos a la terraza.
Los últimos resplandores del crepúsculo se habían desvanecido hacía mucho; la niebla se condensaba en pesados goterones de lluvia que, al cabo de un rato, se convertiría en diluvio. Taniquel se estremeció, envolviéndose en su chal tejido de color amarillo.
—Hace demasiado frío para que nos quedemos mucho tiempo aquí afuera. ¿Qué ocurre, Jeff? ¿Por qué has estado mirándome de ese modo toda la noche?
—¿No lo sabes? —le espetó él—. ¿No tienes corazón? Hemos tenido que esperar…
—¿Estás
celoso
? —le preguntó ella con amabilidad.
Jeff la tomó en sus brazos y la besó con violencia, aplastando su boca bajo la de él; ella suspiró y le devolvió el beso, pero con tolerancia más que con pasión. Él la agarró de los codos, diciendo roncamente:
—Tendría que haber sabido que sólo me estabas provocando, pero no podía tolerar… verte con Auster, delante de mis propios ojos.
Taniquel se separó de él perpleja y hasta furiosa, según percibió Jeff.
—¡Jeff, no seas tan pesado! ¿No te das cuenta de que Auster me necesita ahora? ¿No puedes comprenderlo? ¿No tienes sentimientos? ¿No tienes compasión? Éste es tu triunfo… y su derrota. ¿No te das cuenta?
—¿Estás tratando de decirme que te has vuelto contra mí?
—Jeff, simplemente no te comprendo —dijo ella, frunciendo el ceño a la penumbrosa luz que venía de la ventana que estaba detrás de ambos—. ¿Por qué habría de volverme contra ti? Todo lo que te estoy diciendo es que Auster me necesita ahora, esta noche, más que tú.
Se puso de puntillas y le besó persuasivamente, pero él la separó con brusquedad, mientras empezaba a comprender lo que ella le había dicho.
—¿Estás diciéndome lo que creo que me estás diciendo?
—¿Qué
pasa
contigo, Jeff? ¡Por lo visto no puedo hacerte entender nada esta noche!
Él le dijo con un nudo en la garganta:
—Te amo. Te… te deseo. ¿Es eso tan difícil de entender?
—Yo también te amo, Jeff —replicó ella, con un indicio de impaciencia en su voz—. ¿Pero qué tiene que ver? Creo que estás agotado, pues de otro modo no dirías estas cosas. ¿Qué tiene que ver contigo si por esta noche Auster me necesita más que tú, y yo decido consolarlo de la manera que más falta le hace?
—¡Sí, por cierto, claro! —Kerwin sentía la boca seca—. ¡Eres una puta!
Taniquel dio un paso atrás como si la hubiera golpeado. Su rostro, bajo la media luz, estaba muy pálido y las pecas resaltaban como manchas oscuras.
—Y tú eres un bruto egoísta —le respondió—. ¡Bárbaro, como te llama Elorie, y peor aún! ¡Los terranos creen que las mujeres somos
propiedades
! ¡Te amo, sí, pero no cuando te comportas de este modo!
Él sintió que su boca se tensaba penosamente en un rictus.
—¡Puedo comprar
esa
clase de amor en los bares del espaciopuerto!
La mano de Taniquel se elevó y cayó con dureza sobre su mejilla.
—¡Tú…! —tartamudeó, sin habla—. Me pertenezco
a mí misma
, ¿me oyes? ¡Malditos sean todos los terranos de mente sucia! ¡Auster tenía razón acerca de ti!
Con rapidez, pasó junto a él y él oyó sus pasos que se alejaban ágiles y definitivos; en algún lugar dentro de la Torre una puerta se cerró de golpe.
Con el rostro ardiendo, Kerwin no la siguió. La lluvia era espesa ahora y caía sobre las cornisas de la Torre; en las gotas había rastros de hielo, que él se fue quitando de las mejillas ardientes. ¿Qué había hecho? Siguiendo un impulso de ocultarse avergonzado, atontado —todos debían de haber visto cómo le rechazaba Taniquel, cómo se había volcado hacia Auster, todos debían de haber comprendido lo que eso significaba—, se marchó con rapidez por el corredor y subió la escalera hasta su habitación. Pero, antes de llegar, escuchó unos pasos desparejos y vio a Kennard ante él.
—Jeff, ¿qué ocurre?
Como no deseaba afrontar el rostro demacrado y comprensivo del otro, precisamente ahora, entró en su cuarto, mascullando:
—Todavía estoy cansado… Creo que me iré a la cama a dormir otro poco.
Kennard entró tras él, puso las manos sobre los hombros del joven y, con sorprendente fuerza, le giró para mirarle.
—Mira, Jeff, no puedes ocultarte de nosotros de este modo. Si hablaras del asunto…
—Maldición —dijo Jeff con voz quebrada—. ¿No hay en este lugar nada de intimidad?
Kennard le soltó y suspiró.
—Mi pierna es un infierno. ¿Puedo sentarme?
Kerwin no podía negarse. Kennard se dejó caer en un sillón.
—Mira, hijo, entre nosotros, las cosas deben… deben afrontarse; no pueden esconderse para que se infecten. Para bien o para mal, eres miembro del círculo…
—No te metas en esto —replicó Jeff apretando los labios—. Es un asunto entre Taniquel y yo; no tuyo.
—Pero no es en absoluto entre Taniquel y tú. Es entre Auster y tú. Ten presente que todo lo que ocurre en Arilinn nos afecta a todos. Tani es émpata… ¿no puedes comprender cómo se siente cuando percibe, cuando tiene que
compartir
, esa clase de necesidad, de hambre, de soledad? Tú lo transmitías a diestra y siniestra; todos lo captamos. Pero Tani es émpata y vulnerable. Respondió a esa necesidad, porque es una mujer, amable y émpata, y no podía soportar tu desdicha. Te dio lo que más necesitabas y lo que para ella resultaba natural darte.
—Dijo que me amaba. Y yo la creí —masculló Kerwin.
Kennard extendió su mano, y Kerwin captó la comprensión y simpatía que había en él.
—¡Por los infiernos de Zandru, Jeff! ¡Palabras, palabras, palabras! ¡Y la manera en que la gente las usa y lo que quiere decir con ellas! —Fue casi una imprecación. Rozó levemente la muñeca de Jeff (el roce de aceptación de los telépatas, que de alguna manera significaba más que un apretón de manos o un abrazo) y luego agregó con suavidad—: Te ama, Jeff. Todos y cada uno de nosotros te amamos. Eres uno de nosotros. Pero Tani… es lo que es. ¿No comprendes lo que eso significa? En cuanto a Auster… Trata de imaginar lo que significa ser una mujer, y además émpata, y de sentir el grado de necesidad y desesperación que había esta noche en Auster. ¿Cómo puede sentir eso… y no responder? Maldición —dijo con desesperación—. Si Auster y tú os comprendierais, si tuvieras empatía con respecto a él, también sentirías su dolor y comprenderías a Taniquel…
Incluso contra su voluntad, Jeff empezó a comprender la idea: en un círculo íntimo de telépatas, las emociones, las necesidades y los deseos no sólo afectaban al que los sentía sino también a todos los que estaban a su alrededor. Como los había perturbado a todos con su soledad y su hambre de aceptación. Taniquel había respondido con tanta naturalidad como una madre que calma a un niño que llora. Pero ahora, cuando Jeff era feliz y estaba triunfante y Auster aparentemente derrotado, era el de Auster el dolor que ella deseaba calmar…
La carne y la sangre humanas no podían soportarlo, pensó él con crueldad. Taniquel, a quien amaba, Taniquel, la primera mujer que había significado algo para él, Taniquel en brazos del hombre al que él odiaba…
Cerró los ojos, tratando de despegarse de la idea, de protegerse de ella, de su dolor.
Cuando Kennard le miró, Kerwin, incómodo, reconoció lástima en su expresión.
—Debe de ser muy difícil para ti. Pasaste tanto tiempo entre los terranos que has adoptado sus códigos neuróticos. Las leyes de la Torre no son iguales a las leyes de los Dominios; no pueden serlo entre telépatas. El matrimonio es una institución reciente en Darkover, lo que llaman monogamia es aún más reciente y en realidad nunca ha sido aceptada. No te estoy reprochando nada, Jeff. Eres lo que eres, tal como Tani es lo que es. Pero me gustaría que no fueras tan desdichado.
Con dificultad, se incorporó y se marchó. Kerwin captó un fragmento de su pensamiento. También Kennard se había casado con una terrana, había conocido el dolor de un hombre atrapado entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, había tenido que ver a sus hijos rechazados por no haber podido engendrar un hijo con la esposa adecuada que le había dado el Concejo, pero a la que, por ser demasiado sensible a las emociones no manifestadas, no había podido amar.
Despierto, ardiendo de furia y celos, Kerwin sostuvo una batalla solitaria. Hacia el amanecer llegó a un penoso equilibrio. La mujer no valía la pena. No permitiría que Auster le arruinara las cosas. Tenían que trabajar juntos, de una manera o de otra. Era terrible perder ante Auster pero, después de todo, sólo era su orgullo lo que estaba en juego. Si Taniquel deseaba a Auster, que lo tuviera. Ella ya había hecho su elección y bien podía atenerse a ella.
No era ideal, pero funcionó en cierto modo. Taniquel se mostró cortés y fríamente remota, y él le siguió la corriente. Una vez más comenzaron la tarea de construir pantallas matrices sintonizadas con los mapas y las fotografías aéreas; una vez más se reunieron en el círculo, buscando depósitos de hierro y, pocos días más tarde, plata y zinc. El día anterior al que iban a emprender una cuarta exploración telepática, Jeff regresó de una solitaria cabalgata al pie de las colinas y encontró a Corus que lo esperaba, pálido y excitado.
—¡Jeff, Elorie quiere que todos vayamos inmediatamente a la cámara de matrices!
Siguió al muchacho, preguntándose qué habría ocurrido. Los otros ya se habían reunido allí. Rannirl estaba con los mapas en la mano.
—Problemas —le informó—. Me lo dijeron nuestros clientes, después de que les pasara este mapa. En tres lugares distintos, aquí, aquí y aquí —indicó sobre el mapa marcado—, la gente del otro lado de los Hellers, los condenados aldaranes y sus hombres, se han instalado y han hecho reclamaciones de las tierras que marcamos como los más ricos depósitos de cobre. Sabes tan bien como yo que los aldaranes son lacayos de los terranos, con su Ciudad Comercial en Caer Donn. Están a favor del Imperio y reclaman que se establezca allí una colonia industrial terrana. Es un terreno vacío de los Hellers, que no sirve para la agricultura. Tampoco creo que nadie haya supuesto nunca que era adecuado para la minería; es demasiado inaccesible. ¿Cómo lo supieron?
—Coincidencia —respondió Neryssa—. Sabes que la gente de Aldaran está muy cerca de los forjadores. Éstos siempre están a la busca de metales y usan en las montañas talismanes de fuego, igual que nosotros usamos los círculos de matriz.
—¡No puedo creer que sea una coincidencia! —replicó Auster con furia—. ¡Que esto ocurra la primera vez que Jeff forma parte del círculo! Los testaferros de Terra hacen esta reclamación y sólo nos dejan para nuestros clientes los depósitos más débiles, casi imposibles de fundir. ¡No se trata de un reclamo ni de dos, sino de
tres
! —Con ira, giró para afrontar a Kerwin—. ¿Cuánto te pagaron los terranos para que nos traicionaras?
—¡Si crees eso, por todos los diablos, eres aún más necio de lo que suponía!
—¡Sé que Jeff no te gusta, Auster, pero esto es indignante! —repuso Taniquel con rabia—. ¡Si crees eso, puedes creer cualquier cosa!
—Ha sido mala suerte —dijo Kennard—. Eso es todo: pura mala suerte.
—Una vez —rugió Auster—, hubiera creído en una coincidencia; dos veces, coincidencia y mala suerte. ¿Pero tres veces?
¿Tres?
¡Es tanta coincidencia como que una partera tenga trabajo después del Viento Fantasma!
—¡Basta, basta! —ordenó Elorie, frunciendo el ceño—. ¡No permitiré este escándalo! Hay una manera de descubrirlo, Kennard. Tú eres un Alton. Él no puede mentirte, tío. —Kerwin comprendió inmediatamente a qué aludía, incluso antes de que ella se volviera hacia él y le dijera—: ¿Accederás a un examen telepático, Jeff?
La furia le invadió.
—¿Acceder? Lo
exijo
—respondió—. ¡Y juro que después te haré comer tus palabras, Auster! ¡Te las hundiré en la garganta con mis puños! —Se puso frente a Kennard, mientras la ira le hacía ignorar el miedo a afrontar esa pesadillesca exploración—. ¡Adelante! ¡Descúbrelo por ti mismo!
Kennard vaciló.
—Verdaderamente no creo…
—Es la única manera —dijo con brusquedad Neryssa—. Y Jeff está dispuesto.
Kerwin cerró los ojos, preparándose para el penoso
shock
del contacto telepático forzado. A pesar de que se hiciera con frecuencia, no por eso se hacía más fácil. Lo soportó durante un momento, una intrusión increíble, una violación de pesadilla, antes de que la piadosa niebla gris borrara el dolor. Cuando volvió en sí estaba de pie ante ellos, asido al borde de la mesa para no caerse. En el cuarto en silencio, escuchó el sonido agitado de su propia respiración.
La mirada de Kennard iba de él a Auster.
—¿Bien? —preguntó Jeff, con tono irritado y defensivo.
—Siempre dije que podíamos confiar en ti, Jeff— respondió con dulzura Kennard—, pero aquí ocurre algo. Algo que no comprendo. Hay un bloqueo en tu memoria, Jeff.
—¿Es posible que los terranos lo hayan sometido a algún condicionamiento posthipnótico? —inquirió Auster—. ¿Que lo hayan plantado entre nosotros… como una bomba de tiempo?
—Te aseguro —dijo Kennard— que estás sobrestimando el conocimiento que ellos tienen de la mente. Y puedo asegurarte, Auster, que Jeff no les está suministrando información. No hay culpa en él.
Pero un oscuro y frío horror había hecho un nudo en la garganta de Jeff.
Desde que había llegado a Darkover había sido empujado por alguna fuerza misteriosa. Sin duda no había sido el Comyn quien había destruido sus registros de nacimiento y los de Jeff Kerwin, que le había reconocido y le había conseguido la ciudadanía del Imperio, en las computadoras terranas. No había sido el Comyn quien le había estado acorralando hasta dejarle sin lugar adonde ir, por lo que él había tenido que escapar y había escapado hacia el Comyn.