Read El taller de escritura Online

Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (16 page)

BOOK: El taller de escritura
4.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Y yo que te imagino en la jungla empresarial, irrumpiendo con fuerza a través de los techos de cristal, justo en un despacho de esquina con vistas…

—Ese era el plan.

Caminaron cuesta arriba en silencio, pasaron dos aparcamientos enormes aún bastante llenos. A Amy siempre le asombraba cómo incluso tan tarde había siempre tantos coches y tan pocas personas. En todo el camino no se habían cruzado con nadie que fuera caminando. Hasta el momento, Amy agradecía la compañía.

—Odio hacer este camino de noche —dijo en voz alta sorprendiéndose a sí misma.

—Sí, da miedo. —Ahora bajaban hacia el último aparcamiento, donde solo quedaban dos coches. El de Tiffany, un Saturn, estaba más cerca.

—Deberías ir a clases de defensa personal —dijo rebuscando en los bolsillos de sus pantalones—. Yo he recibido clases de taekwondo y kickboxing. Ya no tengo de qué preocuparme —se detuvo y buscó en sus otros bolsillos—. ¡Mis llaves! —dijo.

—A lo mejor te las has dejado puestas en el contacto —dijo Amy.

—Jamás. Nunca, nunca jamás. No me las he dejado puestas en toda mi vida —Tiffany parecía desconsolada, claro que tenía razón para estarlo. Para entonces, la clase, el único lugar donde había estado esa noche, estaba cerrada con llave y el guardián ya se había marchado.

—¿Te las has dejado alguna vez puestas en el maletero?

Ahora estaban lo suficientemente cerca del coche como para ver las llaves brillar bajo la luz amarilla de las farolas. Tiffany se rió aliviada.

—¿Sabes qué? Incluso me acuerdo de haberlas dejado ahí. Cogí el montón de copias del maletero. Estaba tan ansiosa por repartirlas en clase que cerré el maletero de un portazo. Incluso pensé: ahora no te dejes las llaves, ¡estúpida!

Amy permaneció con ella un momento mientras guardaba el bolso en el maletero.

—Así que estabas ansiosa, ¿eh? ¿Quiere eso decir que te gusta lo que has escrito?

Tiffany sonrió.

—Me gusta el hecho de haber sido capaz de haber escrito algo.

Amy le devolvió la sonrisa, le dio las buenas noches y se dirigió hacia su coche. Unos segundos después se volvió.

—¿Sabes? —le gritó a Tiffany—. Hay cosas peores que caerse de boca en la graduación.

—¿Cómo cuáles?

—Como el éxito efímero e inmerecido. Como que la primera editorial a la que envías tu primera novela, te la publique. Como obtener tu primera nota de rechazo a los treinta y cinco…

Tiffany se rió.

—¡Me estás partiendo el corazón!

—Eso más tarde —dijo Amy dándose la vuelta.

Bueno, había sido agradable. Después de todo, Tiffany era buena persona. Esa noche incluso Surtees se había mostrado simpático. A Amy le encantaba cuando alguien resultaba no ser un gilipollas. A veces se preguntaba si ese rasgo no le impedía ser mejor escritora. Una vez, una de sus historias obtuvo la negativa del
New Yorker
junto con el siguiente comentario: «La gente simplemente no es tan noble». Aunque ella pensaba ahora que sí lo era. Después de pasar una noche tan ideal, una noche tan absurda y estimulante rodeada de gente que simplemente quería plasmar sus historias en una hoja de papel, dejar caer algún comentario y ser diferentes. Todos eran, potencialmente, nobles. En la distancia, pudo ver cómo Tiffany arrancaba el coche y se marchaba.
Y esencialmente amables
, pensó. Quizá no siempre. En especial si les dabas la oportunidad de pensarlo primero, pero mira lo que había sucedido esa noche con Cindy Stokes, y también después con la estúpida historia de Dot, que podía haber resultado un desastre al poder haber herido sus sentimientos, haber hecho que se sintiera indignada y Dios sabe qué más, pero por el contrario mira lo que había pasado. Todo el mundo se había ido feliz a casa.

Escuchó a lo lejos un chirriar de frenos y después el rugido de un motor, así que miró hacia atrás para ver si podía tratarse del coche de Tiffany. Al principio, lo único que pudo distinguir fue un coche pequeño entrando por el otro extremo del aparcamiento a una velocidad imprudente, pasando por los badenes. Con toda seguridad había dado contra tres de ellos, tocando fondo cada vez, produciendo un estrépito sordo y la tercera vez un traqueteo que sonaba como si se le hubiera desplazado el cárter, pero aun así avanzaba a toda velocidad directamente hacia Amy.

Naturalmente, la hábil mujer no movió ni un músculo. Estaba paralizada a pesar de que su mente bullía. Estaba pensando que aunque pudiera moverse, nunca sería capaz de quitarse de en medio a tiempo. Quizá cuando era más joven, pero no ahora.

El coche estaba ya tan cerca que Amy pudo distinguir que se trataba del Saturn, y de Tiffany. Entonces el coche viró bruscamente hacia la izquierda de Amy y frenó tan fuerte que olía a goma quemada en toda el área. En el súbito silencio, Amy escuchó un grito amortiguado similar al falsete de los dibujos animados y después Tiffany abrió la puerta del coche y cayó al asfalto. Entonces dio un grito, pero todavía era un sonido tan débil y extraño que a Amy le pareció disponer de todo el tiempo del mundo para socorrerla. ¿
Qué podía pasarle
? Después, Tiffany se puso en pie y cerró la puerta de un portazo y, sin mirar en dirección a Amy, señaló a la ventanilla de atrás y empezó a chillar a pleno pulmón, unos gritos que podrían haber resucitado a un muerto. Estaba rígida e inclinándose sobre sí misma señalaba y gritaba, y gritaba, como si estuviera intentado asesinar al coche con su voz como única arma.

Amy, interiorizando todo esto, de repente se dio cuenta de que todavía no estaba asustada. Pronto lo estaría, pero de momento se sentía fuerte y bien, llena de felicidad por no haber huido. No tenía miedo y podía de nuevo moverse, y era, puesto que era un ser humano, noble en potencia. Corrió hacia Tiffany para dar un abrazo a la pobre chica. Estaba temblando.

—Estoy aquí —le dijo—. Todo está bien. Estoy aquí, todo va a ir bien —le repitió muchas, muchas veces hasta que por fin la chica paró de gritar. Ahora solo lloraba, temblaba y tosía. Por fin, Tiffany fue capaz de decir, todavía señalando:

—Mira.

Amy miró hacia la ventanilla del coche, pero lo único que podía ver era el reflejo de una farola. Abrió la puerta del copiloto y echó un vistazo dentro, pero todo lo que pudo atisbar fue una pila de libros en el asiento del pasajero y una gran sombra en la parte de atrás. Tendría que abrir la puerta trasera para mirar allí, así que la hábil Amy, que todavía no tenía miedo, se sentó en el asiento del conductor. Allí olía como a pastillas de menta para la tos, un olor insoportable, asfixiante como el de la reina de la noche, aunque diferente. Se giró y se estiró hacia atrás para poder quitar el seguro, y ahí, en el asiento trasero justo detrás de ella, vio, al mismo nivel que sus ojos, la cabeza de Ted Bundy, el asesino en serie, clavada en una rama de eucalipto.

Ni siquiera después de los golpes contra los badenes, el chirrido de los frenos y los gritos prolongados de altos decibelios (incluido un dueto a dos voces), apareció por allí un solo policía o cualquier otra persona. Amy y Tiffany estaban solas ante la palestra. Al final tendrían que ver qué hacer después, pero primero Amy tenía que intentar salir del coche de Tiffany, que era uno de esos que tienen los cinturones de seguridad automáticos que se ajustan al conductor en el mismo momento en que este se sienta. Para cuando Amy, después de haber desperdiciado unos segundos preciosos procesando información visual, por fin reconoció la cabeza humana de Bundy con esa sonrisita malévola e intentó escapar, se dio de bruces contra el suelo pues la parte inferior de su cuerpo estaba anclada por una maraña de cintas de seguridad al interior del coche. ¿Acaso no era irónico?

Amy siempre había temido morir de una forma embarazosa. Y lo temía mucho más sabiendo que toda su triste vida pasaría ante ella y que ni siquiera la más amable de las almas podría presenciar todas esas circunstancias sin evitar reírse, como en los casos en que la gente moría de forma horrible en cubas de chocolate, los aseos públicos de la DGT, o como por ejemplo ese pobre hombre que fue apaleado hasta morir en un Friendly’s. Pero ahí estaba ella, inmovilizada por un dispositivo de seguridad, esperando una muerte espeluznante a manos de un monstruo que, ahora que lo pensaba, había sido electrocutado hacía más de veinte años. En ese preciso momento se dio cuenta de que Tiffany había dejado de gritar y estaba riéndose.

—¡La máscara está en un palo! ¡Es una máscara! ¡Una máscara! —Por supuesto que lo era.

Para cuando Tiffany hubo ayudado a Amy a liberarse y ambas estuvieron de pie sobre el asfalto, empezaron a reír y no pararon hasta después de, al menos, cinco minutos. De vez en cuando Tiffany conseguía decir: «¿No es divertido?», tras lo cual, empezaba otra vez, al igual que Amy. Esta no recordaba haberse reído nunca tanto, y tan fuerte. No se sentía como si se hubiera partido en dos mitades, lo que hubiera sido más apropiado, sino más bien como si el esternón se le hubiera doblado o quizá el corazón se le hubiera agarrotado. Aquella era una risa histérica y haberla experimentado confirmaba al final su creencia. Para Amy toda risa, excepto tal vez la risita nerviosa (que realmente era falsa), provenía de la misma fuente: el mirar accidentalmente a través de la cortina de negación de lo auténtico, una masa incontenible de nada y estrellas a través de la cual los cometas, meteoritos y galaxias enteras pasan zumbando como merengues de crema de afeitar.

Al final fue Tiffany la que sacó la máscara de Bundy del coche para guardarla en el capó. Había sido modelada según su fotografía más famosa, la instantánea en la que él aparecía sonriendo maliciosamente con una mirada ciertamente calculada para horrorizar. Incluso tumbada como estaba ahora era bastante desconcertante.

—Muy bien —dijo Amy—. ¿Cómo es posible? Carla trajo las máscaras. ¿Debo suponer que reservó esta? ¿Qué Carla lo hizo? No puede ser. —Amy siempre era positiva respecto al tema.

—Carla trajo dos bolsas de viaje llenas de máscaras. Todo el mundo eligió la que quería, pero quedaron aún un montón de ellas.

Amy no recordaba haber visto ninguna bolsa de viaje.

—Las arrojó al fondo de la clase dándolas una patada —dijo Tiffany—. Se quedaron detrás de la última fila de sillas. Eran demasiado voluminosas como para mantenerlas a su lado.

—Entonces cualquier persona pudo haberlas cogido.

—No —añadió Tiffany—. Mantuvimos la puerta cerrada durante la clase y, de todas formas, si alguien de fuera hubiera entrado en el descanso, lo habríamos visto.

—Es cierto.

De repente, Amy se dio cuenta de que tenía frío. El viento de aquella noche de otoño era húmedo, opresivo y todo, todo (la piel arrugada de sus propias manos, el brillante pelo cobrizo de Tiffany, los troncos medio pelados de los eucaliptos, la buganvilla rosa, el asfalto, la máscara), todo era feo bajo aquella luz amarilla. Mañana tendría que informar en administración acerca del francotirador. No obstante, en ese momento Tiffany no sabía nada al respecto. Ella creía que un extraño había planeado aquella broma macabra. Amy no tenía valor para contarle la verdad.

—Deja que te lleve a casa —dijo—. Iré a buscarte mañana para traerte de vuelta aquí a recoger tu coche.

Pero Tiffany insistió en que se sentía lo suficientemente segura como para conducir hasta casa. Después de discutirlo con ella, Amy la ayudó a limpiar el coche de hojas y cortezas de eucalipto. Abrieron las puertas y las ventanillas del coche y esperaron, en silencio, a que se aireara.

—¿Estás segura? —preguntó Amy.

Tiffany asintió y se montó en el coche. Subió las ventanillas y se aseguró de que las puertas estaban cerradas con el seguro. Encendió el motor, puso el coche en punto muerto y jugueteó con los botones de la radio durante unos dos minutos. Después apagó la radio y bajó la ventanilla.

—Vives en North County, ¿verdad?

Amy asintió.

—Bien. ¿No te importaría entonces seguirme hasta casa? Bueno, olvídalo. Es una locura. Es solo que…

—Por supuesto que lo haré —dijo Amy.
Muy bien
, pensó.
Si hubiera sido yo, seguro que habría hecho el gallito hasta el momento de llegar hasta la carretera y sufrir allí entonces un ataque de pánico
.

La profesora subió a su coche y siguió al Saturn hacia la salida del aparcamiento, fuera del campus, rumbo oeste hacia el mar y hacia el norte por Torrey Pines. Se alegró de ver que no iban a coger la interestatal. Ya era más de medianoche de un día entre semana, así que durante largos tramos tuvieron esa oscura carretera para ellas solas y no tuvo ningún problema para no perder de vista las luces de la chica. Amy llevaba la radio apagada y su ventanilla subida. Se mantenían cerca, solo las separaban unos cuantos coches mientras la carretera se curvaba según el contorno de la costa. Solo en California esto podría declararse intimidad: una proximidad literal suficiente para evitar los nervios. Solo en noches como esta, los californianos solían conducir pegados al vehículo anterior. Cuando Amy llegó por primera vez al oeste, pensó que eran odiosos. Le llevó un tiempo comprender que simplemente se sentían solos.

Al llegar a Encinitas empezó de repente a levantarse una niebla espesa. Tuvieron que reducir la velocidad, avanzar muy lentamente por su camino hacia el este separándose del agua, y pasar por granjas de flores invisibles, campos de nubes y algunas señales ocasionales de nombres maravillosos como Vesta, Dionysus y Olympus. Nada de Buena Vista Cul-de-Sac o Vía del Luxurio. Amy simplemente condujo. ¡Qué placer no pensar en nada más! Zephyr, Calypso, Demetria. Finalmente llegaron a Andromeda Way, una pequeña casa de madera con una higuera en el jardín delantero en la que vivía Tiffany. Amy observó cómo la chica caminaba hacia su casa, abría la puerta y se despedía de ella mientras entraba.

Planeó retrasar su llegada a casa unas cuantas horas dejándose llevar por aquellos caminos encantados hasta que, de alguna forma, se encontrara más lejos de la costa. Pero cuando, después de continuar hacia el este, la niebla se disipó teniendo por lo tanto que coger velocidad, se encontró en la entrada de su casa a las dos en punto. Salió del coche y permaneció en los escalones de su porche. La ensaladera naranja de Halloween repleta de chocolatinas había sido saqueada. Amy oyó que Alphonse no ladraba, y miró a través de las cortinas de su ventana para ver su casa iluminada. Se dio cuenta de que no podía entrar. O que no debería. No ahora, en la oscuridad de la noche. En ese momento no estaba precisamente asustada, pero sabía que, una vez dentro, pasaría una noche horrible. La máscara de Bundy estaba en el maletero de su coche, pero había algo mucho peor en su casa.

BOOK: El taller de escritura
4.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cat Nap by Claire Donally
Genesis by Kaitlyn O'Connor
Kehua! by Fay Weldon
Righteous Obsession by Riker, Rose
Lambsquarters by Barbara McLean
Four Roads Cross by Max Gladstone
Claiming His Chance by Ellis Leigh
Whisper To Me In The Dark by Claire, Audra
An Astronaut's Life by Sonja Dechian