El taller de escritura (18 page)

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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

BOOK: El taller de escritura
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En algún momento, en las seis noches que habían pasado desde Halloween al martes siguiente, fue cuando recibió el correo electrónico de Killjoy. Amy debía de haber estado dormitando, pero su única evidencia de ello era que no se había vuelto completamente loca, que era lo que supuestamente sucedía cuando no se dormía. Después de pasar la noche del miércoles en la cafetería había albergado falsas esperanzas de caer rendida y dormir el jueves. Pero aquello no resultó y aquella noche sobrevivió en la cama viendo el televisor. El viernes por la tarde ya se había bebido botella y media de vino avinagrado, lo que la dejó fuera de combate durante dos horas. El resto de la noche se encontró demasiado mal como para tener pesadillas, pero el sábado por la tarde tuvo ya la necesidad de tener encendidas todas las luces de su pequeña casa.

Mandar a paseo a Carla de aquella forma, asegurándole con toda tranquilidad que no estaba preocupada por el hecho de que la hubieran despedido, había empeorado las cosas en lugar de mejorarlas. Estaba harta de ser despedida. La asistente ejecutiva del decano asociado le había faltado al respeto y lo que era mucho peor, le había hecho perder el único contacto que aún mantenía con el género humano.

Deambulaba por su casa y el garaje día y noche, arrastrando a Alphonse con ella en un intento de creer que ambos estaban solos y a salvo. Intentó salir un día para comprar provisiones, pero se dio cuenta de que incluso a la luz del día no se atrevía a dejar la casa desatendida por miedo a que alguien se colara dentro. El lunes ya había vaciado el congelador, así que empezó a tirar de viejas latas de sopa, crema de patatas, tomate, sopa de verduras con maíz y panceta, sin pan, ni leche, cosa que hacía el salvado de avena (los únicos cereales que quedaban encima de la nevera) bastante difícil de tragar. Alphonse comía bien, puesto que ella siempre compraba su comida en grandes cantidades, pero echaba de menos sus tentempiés, los Vienna Fingers y los Cheez-Its, las galletitas saladas gigantes, el fiambre y el queso Havarti, sin mencionar las sobras de la cena. Ahora permanecía sentado a sus pies, observándola con simple hostilidad. Él nunca había fingido quererla, y ahora la taladraba con su mirada de odio de basset hound. Ella no lo culpaba. Todo lo que él sabía era que ella tenía lo bueno guardado en algún lugar, oculto bajo el insondable rencor humano.

Amy era una persona solitaria que detestaba estar sola, pero antes de que el francotirador entrara en su vida había mantenido sus miedos a raya, aunque afloraban una vez al mes más o menos, cuando los sacaba a tomar el aire por las noches permitiéndoles que echaran a perder su descanso nocturno. Después siempre se marchaban (como las arañas) hasta la próxima vez. El francotirador los había dejado sueltos, aparentemente para bien. Y Amy aún no sabía qué temía. No eran arañas, no eran manos y si tuviera que identificarlo, en alguna revelación deslumbrante a medianoche, tampoco resultaría ser él a lo que tenía miedo.

Saber finalmente de Killjoy, el francotirador, permitió a Amy dormir de un tirón. El inconveniente era que ahora podía soñar otra vez. Las tarántulas albinas habían vuelto después de un paréntesis de diez años. O quizá nunca se marcharon. Cuando estaba casada con Bob, al menos durante el tiempo en el que compartían cama, él normalmente se quejaba de los ruidos que ella hacía cuando dormía: pequeños aullidos, los llamaba él. Decía que ella sonaba como un viejo personaje de dibujos animados. La llamaba «el botero Willie».

Ella nunca había sido capaz de entender qué era lo que significaban las tarántulas, ni las manos. Por extraño que pudiera resultar para una escritora, a Amy le aburrían los símbolos. Ellos controlaban la noche y salían a relucir en su obra cuando escribía, pero ella creía que realmente no eran asunto suyo. Eran producto y propiedad de su subconsciente, al que ella imaginaba como un hombrecito en una cabina de proyección a cuyas sesiones matinales ella prefería no asistir. El hombrecito le arrojaba manos amputadas y después tarántulas porque él creía que ella no estaba preparada para ver lo que realmente significaban, pero a ella le parecía bien. Él sabía lo que estaba haciendo, y Amy estaba segura de ello.

Aun así, excepto por la pesadilla que la inquietó un instante, durmió profundamente y se despertó temprano en la tarde del miércoles debido al ruido oficioso de las largas uñas de Alphonse contra el suelo de madera de su dormitorio. Amy se tambaleó hasta la puerta de atrás, lo dejó salir y esperó hasta que hubo terminado, volvió a meterlo dentro y le llenó el plato de comida seca y regresó dando sacudidas hasta la cama pasando de largo del contestador automático que parpadeaba el número treinta y cinco. Eran quince mensajes más de los que había hasta medianoche, y eso no estaba nada bien. Había planeado borrar los mensajes sin escucharlos para que el número hubiera dejado de parpadear y la clase se rindiera. Tenían que ser los alumnos los que llamaran, sobre todo Carla, porque nadie más llamaba a Amy. Durmió sin soñar y más profundamente de lo que lo había hecho nunca. Fue el tipo de sueño en el que el tiempo se desvanece. Después el timbre de la puerta sonó.

Probablemente fuera un mormón, alguna pobre alma pregonando tamales desde el maletero de su coche, o su vecina, la señora Franz, que estaba perdiendo la cabeza y a veces olvidaba dónde vivía. Pero el timbre volvió a sonar, y tres o cuatro minutos después sonó una tercera vez; entonces Alphonse se dirigió hacia el salón y empezó a ladrar a la puerta principal, así que no tuvo más remedio que abrir los ojos, localizar sus zapatillas y ponerse el albornoz para ver quién demonios era.

Daba igual quién fuera. La habitación de Amy estaba oscura a pesar de que la lamparita estuviera encendida, y el resto de la casa aún estaba más oscura. ¿Cuánto tiempo había estado durmiendo? ¿Y por qué estaba abriéndole la puerta a un desconocido en, aparentemente, mitad de la noche? Porque, según supuso mientras intentaba centrarse en la figura que permanecía de espaldas a ella en su porche, su reloj circadiano estaba apagado y se sentía henchida de coraje, un coraje madrugador.
Mátame ahora
.

—¿Sabe qué hora es?

La figura se giró y dio un paso adelante al mismo tiempo, por lo que perdió el equilibrio y chocó contra su decrépito cactus de Navidad, que golpeó contra el cemento.

—¡Jesús! —dijo Chuck Heston—. Podías avisar…

Amy se lo quedó mirando un momento y después añadió:

—En serio, ¿sabes qué hora es? Porque yo en realidad no.

Chuck se puso en cuclillas y empezó a recoger la tierra para volver a ponerla en el tiesto.

—Ya va siendo hora de que te hagas con una planta nueva…

—Porque he estado durmiendo desde, más o menos, el martes por la noche.

—Hagamos un trato. Te diré qué hora es si me dices qué día es hoy.

Rumplestiltskin
. Amy recordó haber hecho una broma sobre el enano del cuento la noche en que conoció a Chuck, que estaba ahora frente a su porche haciendo con ella tratos enigmáticos. De repente, fue consciente del aspecto que debía de tener, que era mucho peor que el habitual. Y también fue consciente de que, aunque hubiera querido, no podía invitarlo a pasar ya que la casa estaba mugrienta. No había limpiado, recogido, ni ventilado en una semana y la casa debía de apestar a perro, sudor seco y pizza quemada.

—No puedo invitarte a pasar —dijo—. Lo siento.

—Es miércoles —dijo Chuck levantándose y sacudiéndose la tierra de sus pantalones vaqueros—. El miércoles es día de clase. Por cierto, vengo yo porque soy el que más cerca vive de Escondido.

Nada de lo que Chuck decía tenía sentido.

—Pero ¿no recibisteis mi carta? ¡Oh, no! —Amy tuvo un pensamiento muy angustiante—. Chuck, os envié una carta a cada uno de vosotros, no me digas que no…

—Decidimos pasar de la carta.

Amy tan solo lo miraba fijamente. El último ser humano que había estado en su porche, aparte del cartero y la señora Franz, había sido Carla, y antes de ella no podía recordar a nadie.

—En realidad fue Carla la que decidió pasar de la carta. Nos intimidó a todos los demás para que nos uniéramos a ella. La clase debe continuar.

—Chuck, eso es muy gentil, pero no tenemos clase y de todas formas…

—Precisamente vengo de una clase estupenda. Todos nos hemos reunido esta noche en la casa de Carla en La Jolla. Tiene una casa enorme con vistas al mar y un salón del tamaño del estadio de béisbol Petco Park. También podemos reunirnos allí la semana que viene.

—Cuando dices todos, ¿de quiénes estás hablando? No de toda la clase, ¿verdad?

—Pero casi. Surtees no ha aparecido, pero ha mandado saludos y ha dicho que sí está interesado. La única persona de la que no hemos sabido es de Dot Hieronymus. Carla va a volver a llamarla mañana.

—Chuck. —Amy no sabía por dónde empezar. Era algo absurdo, pero aquel gesto la llenaba de alegría. Se sentía valorada. No recordaba haberse sentido así hacía muchísimo tiempo, quizá no se había sentido así nunca—. ¿Acaso no estáis olvidando algo?

—Te pagaremos exactamente lo que pagamos a la extensión universitaria, que ya nos ha devuelto el importe del curso. Ahora tú obtendrás un mayor beneficio.

—No me refería a eso. Quería decir…

—¡Oh! Te referías a… —dijo moviendo las cejas tres veces.

—No es nada divertido. Tendrías que haber visto a Tiffany gritando en aquel coche. No podemos fingir que no ha sucedido nada…

—¿Quieres saber algo interesante? Tiffany es tu otra animadora. Ella y Carla han ido hablando con todos nosotros para meternos en esto. Y si la mayor afectada no está preocupada, ¿cuál es el problema?

—Está yendo a más. Ese es el problema, Chuck. Vale, ahora todo el mundo está entusiasmado por seguir adelante y reunirnos en un sitio nuevo y demás. Todo eso está muy bien, pero tarde o temprano empezarán a mirarse los unos a los otros, preguntándose: ¿Y si es ella? ¿Cómo puedo saber que no es él? Y tampoco lo sabremos a menos que el francotirador se destape a sí mismo y confiese. Algo que es poco probable. Al final todo el mundo terminará perdiendo los estribos para con el resto.

—¿Cómo sabes que no soy yo? —preguntó Chuck.

—¿Perdón?

—No lo sabes, ¿verdad?

—Chuck, en serio, esto no es nada divertido.

—No estoy intentando resultar divertido. Simplemente estoy señalando algo. ¿Sabes o no sabes si soy yo?

—Obviamente, no lo sé. Mira, esto es realmente un fastidio.

—¡Exacto! Te estoy fastidiando, y lo siento, pero date cuenta de lo que no estoy haciendo. No te estoy haciendo perder los estribos, ¿o sí?

Amy se sobresaltó al darse cuenta de que Chuck tenía razón.

—Es extraño, ¿verdad? —Chuck sonrió—. Todos nos hemos dado cuenta esta noche. La ausencia de miedo. Allí estábamos todos relajándonos, por cierto, en una retroconversación sorprendente. La típica conversación que se mantiene cuando te hundes en esos enormes sillones y butacas en los que no puedes levantarte sin hacer aspavientos. Estuvimos hablando como una hora de ello cuando Frank mencionó que, actuarialmente hablando, el francotirador era uno de nosotros. Entonces hubo una pausa verdaderamente breve, y después alguien le pidió que pasara los nachos. Después Pete Purvis preguntó si quizá debíamos hablar sobre ello. Hubo otra pausa y entonces Harry B. dijo: «¿Para qué? Quienquiera que sea no va a admitirlo». Y después preguntó si alguien estaba preocupado. Nadie dijo nada, así que se dispusieron a planificar la programación. Vamos a reunirnos en las casas de distintas personas. Carla nominó tu casa para la última clase.

Amy se dejó caer sobre el marco de la puerta.

—No lo veo —dijo ella.

—No tienes por qué hacerlo —dijo Chuck—. Mira, tienes a todo el mundo entusiasmado. Afróntalo, eres una buena profesora. No quieren que tires la toalla, y todos quieren seguir trabajando contigo. Y si quieres saber la verdad —dijo empezando a bajar los escalones—, creo que son muy amables al disfrutar con el tema del francotirador. Es algo excitante, en cierta manera.

—Eso es lo que me da miedo —dijo Amy, que no tenía ni idea de que eso fuera cierto.

Chuck abrió la puerta de su coche.

—Así que la semana que viene en casa de Carla. Nos tocan los relatos de Tiffany y de Ricky Buzza. Syl llevará algo para repartir y debatir la semana siguiente. Y también alguien más, no recuerdo quién.

—No me has preguntado —lo llamó Amy—, si estoy de acuerdo.

—A las siete en punto —gritó Chuck a través de la ventanilla de su coche mientras tomaba asiento—. ¡Nos vemos, profe!

Amy cerró la puerta lentamente y volvió arrastrando los pies hasta su dormitorio. Se tumbó de espaldas, intentado comprender si estaba preocupada, enfadada o feliz, y finalmente decidió que se sentía de las tres formas. Solo entonces recordó que no había cerrado con llave la puerta principal. Entonces sucedió un pequeño milagro: la ausencia de miedo. Anduvo con calma hacia la puerta y la cerró.

Era de noche, y no había nada que temer. Y ella todavía servía para algo. Amy cerró los ojos y durmió, sin arañas.

LÁRGATE

PALABRAS DE APARIENCIA DIVERTIDA

SÁBADO, 10 DE NOVIEMBRE DE 2007

Saltimbanqui

Ñu

Anonadar

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MIRONES

Selma B. escribió:

¿Y qué me dices de «repollo»?

Miércoles, 31 de octubre, 18.22. Enlace permanente.

Marian Haste escribió:

«Gallup» es muy divertida.

Viernes, 2 de noviembre. 14.22. Enlace permanente.

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