—¿Así que «turno» es una persona? —preguntó Amy, y los otros padres asintieron que sí, que era cierto. Cindy Stokes dijo que su hijo siempre se quejaba de que el vigilante del patio se metía con él.
—Realmente aprecio mucho ver esto impreso —continuó Edna—, dado que pone de relieve lo que, espero, sea la prueba de una anomalía lingüística efímera y posiblemente local.
Amy continuó elogiando a Pete, que se sonrojó muy contento, tras lo cual recogió todas las críticas para inspeccionarlas antes de pasárselas a él (siendo esta su nueva rutina) y proponer un breve receso.
Después del descanso, y después de que hubieran repartido las historias de Tiffany y Ricky Buzza para comentarlas la semana próxima, Amy inició el debate sobre el relato de Dot:
Te has ido, pero no te he olvidado
. Amy no podía evitar pensar que ojalá Dot hubiera llevado puesta la máscara de gorila (que le hacía sentirse tan poderosa), al haber escrito el relato: la historia emocionalmente truculenta de una mujer abandonada por su esposo, que Amy esperaba no correspondiera de forma alguna con las circunstancias de la vida actual de Dot.
—Aquí tenemos una historia para adultos —dijo Amy—, como contrapartida a una historia para chavales. Así que espero que todos los que no habéis hecho precisamente un gran esfuerzo por…
Tiffany resopló.
—Perdona —dijo—, pero ¿en qué sentido es esta una historia para adultos?
—En el sentido —respondió Amy—, de que los niños probablemente presencian bastantes desavenencias matrimoniales en sus casas, como para tener que leer cuentos sobre la materia a la hora de irse a la cama. —Debería haberse dado cuenta de que Tiffany detestaría esta historia. Tiffany era totalmente opuesta a Dot.
Clarissa había desplegado el mantel de lino sobre la mesa del salón y había dispuesto su mejor vajilla de porcelana, la Royal Doulton, que había elegido para su ajuar hacía veinte años, cuando estaba a punto de casarse. Dos copas de vino resplandecían bajo la luz de dos velas altas de cera natural de abeja, y en el ambiente flotaba un fuerte y viril aroma a cochinillo asado al whisky, el plato favorito de Jeremy.
Eran las ocho en punto, hora en la que Jeremy ya debería haber vuelto de la oficina, pero normalmente regresaba tarde, así que Clarissa en realidad no lo esperaba hasta las ocho y media. Ni siquiera hoy, el día de su vigésimo aniversario. Clarissa sonrió al imaginárselo corriendo para coger un taxi, maldiciendo lo tarde que era, ansioso por estar junto a ella. Se preguntaba qué regalo le traería. Fuera lo que fuese, o incluso si no le regalaba nada, a ella no le importaba. El verdadero regalo de su marido hacia ella, y el de Clarissa hacia su marido, lo desenvolverían arriba en la cama, entre las sábanas de seda, después de una cena sensual a cuerpo de rey.
De repente se abrió la puerta. Volvió a cerrarse silenciosamente. Clarissa sonrió de nuevo. Esta vez era una sonrisa para él. Una sonrisa que dejaba al descubierto su blanca y magnífica dentadura.
—Te estaba esperando, cariño —le dijo.
No obtuvo respuesta durante un buen rato, y después simplemente pudo distinguir:
—Voy en un momento. —La voz de Jeremy sonaba cansada, angustiada y el corazón de Clarissa se vino abajo al oírla.
—Lo que fuera que tuvieras que hacer esta tarde —añadió—, bien podría haberlo hecho tu socio, Herb Warminster. —Como Jeremy no respondía, ella continuó—. Se aprovecha de ti, querido. Todos lo hacen, y solo porque tú eres el miembro con más antigüedad de uno de los despachos de abogados más prestigiosos de toda Filadelfia. Realmente tendrías que…
De repente Jeremy entró en el salón, pero no estaba solo. Detrás de él, a través de su hombro izquierdo, Clarissa podía ver una cabellera de un rubio brillante.
—Jeremy —pregunto Clarissa—, ¿quién está contigo?
Como si se tratara de un sueño, la cabeza rubia se materializó frente a Jeremy. Aquella cabellera pertenecía a la hermana menor de Clarissa, Rose, que era castaña la última vez que la había visto, hacía diez años, en una ocasión que ni mucho menos había podido olvidar: una celebración navideña en su casa en la que Rose había arrinconado al marido de Clarissa en el baño principal.
—Hola, Sis —dijo Rose, sonriendo de una forma nada agradable.
Clarissa estaba estupefacta. Miró a Jeremy, cuyo rostro era adusto, casi metálico. Ese no era el rostro que ella amaba. Aquello no era un sueño, pensó Clarissa para sus adentros. Era una pesadilla.
—Clarissa —dijo por fin Jeremy—, quiero el divorcio.
Amy le había dado vueltas a cómo iniciar el debate. Dot era, al menos superficialmente, la alumna más vulnerable de la clase en lo que a emociones se refería. Ella siempre afirmaba que le gustaban todos los relatos, incluso el de Pete, que de hecho había criticado (la primera vez que lo hacía). En algún momento de su vida, probablemente en su adolescencia, Dot había adquirido la idea de que no debería decir nada a menos que pudiera decir algo agradable. Amy había impartido cursos repletos de gente como Dot, y las clases siempre resultaban ser una pérdida de tiempo para todo el mundo, especialmente para ella. Pero aquí Dot estaba sola y totalmente expuesta. Cierto era que Marvy era un tipo agradable que veía siempre el lado bueno de las cosas, al igual que Ricky Buzza, pero ellos eran hombres. Y los hombres no solían tomarse tan a pecho las críticas. Dot iba a ser otra historia.
Así que Amy, que no conseguía, de buena fe, encontrar ni una cosa por la que poder elogiar el relato, tenía intención de concentrarse en los problemas de estilo y pasar de puntillas por los temas más sustanciales. Pero Tiffany no iba a permitirlo.
—En primer lugar —estaba diciendo—, ¿en qué mundo vive esta mujer? —Amy esperaba que se estuviera refiriendo a la desventurada Clarissa y no a la autora—. Es un ama de casa a tiempo completo, con un hijo en edad escolar. No hace nada en todo el día excepto ir a comprar, hacer la comida y organizar cenas a la luz de las velas para Jeremy. No tiene intereses ni aficiones fuera de su matrimonio. ¿Qué lee? No lo sabemos. ¿Cuál es su ideología política? No lo sabemos…
—¿Y qué importancia tiene eso? —De todos ellos, Chuck Heston salió en defensa de Dot—. Es un personaje de ficción, ¡por Dios santo! No tienes por qué darle tu aprobación.
—No es una cuestión de aprobación. Simplemente no creo en ella. No es posible…
Entonces sucedió algo muy interesante. La clase, como un todo, se puso, hablado en sentido figurado, del lado de Dot Hieronymus y contra Tiffany Zuniga. Incluso Ricky Buzza discutió con ella. Amy se habría apostado el todo por el todo a que a ninguno de ellos le había gustado la historia de Dot, pero no querían herir a la pobre mujer. O quizá simplemente estaban molestos con Tiffany. O ambas cosas.
—Mira —dijo Frank—, ¿por qué no hablamos simplemente de la historia? ¿Qué más da que no sea políticamente correcta?
—¡Eso no tiene nada que ver! Es la propia mujer. Es simplemente patética. Es la clásica mujer pasiva que se deja pisotear como si fuera un felpudo…
—Perdón —dijo el doctor Surtees alzando el dedo—, si es la clásica mujer entonces no podemos decir que no sea posible.
Tiffany miró con cierta aversión hacia la espalda del doctor.
—No he dicho que fuera imposible —dijo ella.
—Sí lo has dicho —dijo Pete.
—¡Basta! —dijo Amy mirando a Dot, quien estaba tomándoselo en serio, pero no parecía alarmada o herida. En absoluto. De hecho parecía estar sonriéndose un poquito a sí misma—. Os estáis precipitando. Vamos a ponernos primero de acuerdo sobre qué estamos discutiendo exactamente. ¿Puede por favor alguien decirme qué sucede en esta historia?
—Lo que estaba diciendo, o quería decir, es que no quiero leer más sobre este tipo de mujeres, las que se dejan embaucar y llevan una vida de segunda categoría.
—Tiffany, por favor —dijo Amy.
Carla salvó la ocasión.
—Una mujer, Clarissa, se entera de que su marido va a abandonarla para marcharse con su hermana menor. Hay una gran escena retrospectiva donde vemos a Clarissa y Jeremy en su luna de miel, y también vemos el nacimiento de su hija y todo eso, pero básicamente todo se desarrolla durante la noche de la cena. Al final Clarissa insiste en que se sienten a cenar antes de marcharse.
—¡Eso es repugnante! —dijo Tiffany.
—Después Clarissa va a la cocina y ve que el fregadero está atascado, así que saca una lata de Drano. Y simplemente permanece allí mientras su marido le dice: «¿Cuánto tiempo va a llevarnos eso? Tenemos que coger un avión», y ella sigue allí llorando y secándose los ojos mientras le dice «No mucho, cariño».
—El final —dijo Syl Reyes—, creo que es algo triste.
—Querrás decir algo oportuno —dijo Tiffany—. ¡Ese cerdo ni siquiera tendrá que pasarle la pensión alimenticia! Ella va a quitarse de en medio de la forma más horrible.
Dot Hieronymus se rió, silenciando de inmediato a la clase. Era risa de satisfacción, una risa espontánea, pero por poco no contagiosa. También era una risa bastante alarmante. Amy intentó establecer contacto visual con ella, pero Dot mantenía la cabeza hacia abajo, y cuando dejó de reírse, suspiró y se mantuvo en calma.
Amy pensó deprisa.
—Dot ha sabido sortear de forma brillante la prohibición de hablar. Mientras que nosotros, obviamente, no podemos preguntarle qué es lo que encuentra tan divertido, sí podemos aprovechar la oportunidad para detenernos aquí a reflexionar.
—Bueno, no sé —dijo Marvy—… ¿Todo el mundo ha pensado que Clarissa iba a suicidarse? Porque yo no.
En ese momento Dot levantó la cabeza y sonrió a Marvy. Estaba colorada, mucho más que cuando defendió
Código negro
.
Para la sorpresa de Amy, la clase estaba dividida a partes iguales entre Clarissa la suicida y Clarissa la envenenadora a sangre fría. A Amy le extrañaba que alguien, ni siquiera Tiffany, creyera que Clarissa estaba a punto de ingerir el Drano. Para Amy el final, aunque melodramático, era lo mejor de toda la historia. Ahora todos estaban pasando un buen rato discutiendo sobre ello. Tiffany se burló ante la idea de que una mujer florero, de repente, reaccionara y se revelara por sí misma. Syl, Rick y Harry debatieron el hecho de que Clarissa fuera una asesina, pero que debería haber algún tipo de fundamento que lo expusiera anteriormente en la historia. Harry se quejó de que aquel era un final sorpresa e injusto. Y Chuck, para la satisfacción de Amy, se preguntó si el desarrollo del personaje de Clarissa, el cambio de víctima a asesina, no había sido deseado en vez de imaginado. Momentos como ese le hacían creer a Amy que, después de todo, no estaba perdiendo el tiempo.
—Es como si la autora quisiera que Clarissa cambiara y ¡listo!
Al final no hubo tiempo para que Amy pudiera comentar los problemas de estilo. Todo lo que le dejaron fueron tres minutos para analizar los diálogos poco naturales y forzados en el relato de Dot, y explicar concretamente por qué las conversaciones son la peor forma de exposición.
—Al escribir diálogos —les dijo mientras empezaban a recoger—, tenéis que centraros en cómo la gente habla realmente. Cuando hablamos entre nosotros nunca nos explicamos en nuestros propios términos. Por ejemplo, no decimos: Cariño, ¿podrías pasarme el azucarero? ¿Aquella ganga que compramos en una tienda de antigüedades en Múnich?
—Yo nunca diría eso —dijo Chuck—, porque nunca he estado en Alemania.
—Entonces, ¿qué diríamos? —preguntó Marvy.
—Dímelo tú.
—Y nunca diríamos —dijo Carla—: «Cariño, tu socio Herb Warbucks…»
—Warminster —dijo Dot con simpatía. Parecía estar muy contenta con la crítica. Amy no tenía idea de por qué.
—¡Pásame el azúcar! —le dijo Cindy a su marido—. Eso es lo que tú dirías.
—Entonces, ¿qué se hace cuando el hecho de que el azucarero provenga de Múnich resulta relevante para tu historia? —preguntó Ginger ya de pie.
Todos estaban ya casi al borde de la puerta. Incluso Carla estaba ocupadísima metiendo las máscaras en una mochila. Amy suspiró.
—Os lo diré la semana que viene. Hasta luego, chicos, y ¡feliz Halloween!
Como de costumbre, echó un vistazo alrededor de la clase vacía buscando artículos que pudieran haberse dejado olvidados. A veces los alumnos, por accidente o a propósito, olvidaban los relatos de la siguiente semana, y alguna vez también chaquetas, bufandas… Incluso hubo una vez que se encontró una novela de trescientas páginas sin firmar y que nunca fue reclamada, pero esa noche no había más que unas pocas tazas de café para tirar a la papelera. Amy cogió sus dos historias para la siguiente semana, puso una dentro del maletín y otra sobre él, y se encaminó hacia la puerta, donde estaba Tiffany, que parecía alicaída.
—Hoy he llegado a cabrearte realmente —dijo Tiffany.
¿Qué era eso en realidad? ¿Una disculpa o el inicio de una discusión? Amy no tenía fuerzas para ninguna de ellas.
—Todo el mundo se ha exaltado —dijo Amy—, pero ha sido en parte por la tensión contenida por el fiasco del payaso Bozo.
Para sorpresa de Amy, Tiffany empezó a reírse.
—¿Qué es tan divertido?
—«El fiasco del payaso» suena como uno de los títulos de Robert Ludlum.
—No te imagino leyendo
thrillers
—dijo Amy.
—Yo no, mi madre —dijo Tiffany—. Le encantaban todos esos tipos: Robert Ludlum, Frederick Forsyth… A veces hasta leía dos al mismo tiempo —bajó la vista—. Verás, sé que hoy me he excedido. Lo siento. Pero es que esa mujer de Dot, esa historia, me sacan de quicio. Pero ese es mi problema, lo sé.
—¿Quieres acompañarme hasta el coche? —Amy estaba mostrándole comprensión e incluso sentía curiosidad, pero por encima de todo estaba exhausta. Caminaron juntas, despacio, bajaron por la rampa del edificio modular y subieron por el largo sendero curvo hacia la calle que las conduciría hasta el aparcamiento donde Amy y casi todos los demás se habían visto obligados a aparcar de forma casual. Era una noche fresca y fragante, y la brisa traía un regusto a sal. Las dos mujeres tenían toda la noche para ellas.
Tiffany le habló a Amy acerca de sus padres, le contó que su madre había muerto hacía cuatro años y cómo, con un máster en feminismo, aún no había sido capaz de conseguir un puesto a tiempo completo como oficinista. Todavía vivía en casa con su padre y su hermana pequeña, y era correctora a tiempo parcial en el
North Country Times
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