«Deberíamos ir al sur», dijo ella con los cordones entre sus dedos. «Si quieres.»
El asintió.
Al final, Inupijuk accedió a guiarlos al poblado del sudeste y Asiajuk decidió ir con ellos, cosa muy inusual, ya que el viejo chamán apenas viajaba ya en aquellos días. Asiajuk se llevó a su mejor esposa, Gaviota (la joven Nauja de los grandes pechos
amooq),
que también llevaba sus cicatrices por el encuentro letal del grupo con los
kabloona,
tres años antes. Ella y el chamán fueron los únicos supervivientes de aquella masacre, pero la joven no mostraba resentimiento hacia Taliriktug. Ella sentía curiosidad por el destino de los últimos
kabloona,
que todo el mundo sabía que se habían dirigido hacia el sur por el hielo, hacía tres veranos.
También quisieron ir seis cazadores de la gente del Dios Que Camina, sobre todo por curiosidad y por ir cazando por el camino, ya que el hielo se estaba rompiendo muy pronto en el estrecho, aquella primavera, de modo que al final partieron en varios botes, ya que los canales estaban abiertos a lo largo de la costa.
Taliriktug, Silna y sus dos niños decidieron viajar, igual que cuatro de los cazadores, en su largo
qayaq
doble, pero Asiajuk era demasiado viejo y tenía demasiada dignidad para ir remando en un
qayaq.
Se sentó con Nauja en el centro de un espacioso
umiak
abierto mientras dos de los cazadores más jóvenes remaban por él. A nadie le importaba esperar al
umiak
cuando no había viento para sus velas, ya que la embarcación de nueve metros de largo llevaba bastante comida fresca, de modo que apenas tenían que detenerse a cazar o pescar, a menos que quisieran hacerlo. De esa forma pudieron llevar también su propio trineo
kamatik,
por si necesitaban viajar por tierra. Inupijuk, el cazador del sur, iba en el
umiak,
igual que seis perros o
Qimmiq.
Aunque Asiajuk generosamente ofreció a Silna y a sus niños que viajaran en el atestado
umiak,
ella le comunicó mediante los cordones que no quería que ningún hijo suyo (y desde luego no Kanneyuk, la que tenía sólo dos meses) estuvieran tan cerca de los despiadados perros, en un espacio tan pequeño. Su hijo de dos años, Tuugaq («Cuervo») no tenía miedo alguno a los perros, pero tampoco podía elegir. Iba metido en el hueco del
qayaq
entre Taliriktug y Silna. El bebé, Kanneyuk (cuyo nombre secreto
sixam ieua
era Arnaaluk) iba en el
amoutiq
de Silna, una enorme capucha para llevar a los niños.
La mañana que salieron hacía frío pero estaba clara, y al salir de la playa de grava los quince miembros que se quedaban del grupo del Dios Que Camina entonaron su canción de despedida y de pronto regreso:
Ai yei yai ya na
Ye he ye ye yi yan e ya quana
Ai ye yi yai yana.
La segunda noche, la última antes de remar y navegar hacia el sur por los canales desde la
angilak qikiqtaq
o «isla mayor», que James Ross había llamado Tierra del Rey Guillermo hacía muchísimo tiempo, ignorando el hecho de que los nativos que le habían hablado de ella la llamaban constantemente
qikiqtaq, qikiqtaq, qikiqtaq,
acamparon a menos de un kilómetro del campamento de Rescate.
Taliriktug se acercó allí andando solo.
Ya había vuelto antes. Hacía dos veranos, sólo unas semanas antes de que naciera Cuervo, él y Silna fueron allí. Sólo fue un poco más de un año después de que el hombre que antes era Taliriktug fuese traicionado, cayese en una emboscada y le disparasen como a un perro, pero ya había pocas señales de que allí hubiese habido un campamento grande para más de sesenta ingleses. Excepto unos pocos jirones de lona congelada en la grava, las tiendas Holland fueron destrozadas y se las llevó el viento. Lo único que quedaba eran unas señales circulares donde estaban los fuegos y algunas sujeciones de piedra de las tiendas.
Y algunos huesos.
Encontró huesos largos, trozos de vértebras masticadas, una sola calavera, a la que faltaba la mandíbula inferior. Sujetando la calavera en sus manos, dos veranos antes, rogó a Dios que aquélla no fuese la calavera del doctor Goodsir.
Aquellos huesos dispersos y mordidos por los
nanuq
los había recogido y enterrado con la calavera en una sencilla tumba de piedra, colocando un tenedor que había encontrado entre las piedras encima del montón de rocas, igual que le gustaba hacer a la gente real, e incluso la gente del Dios Que Camina con la que había pasado el verano, enviando herramientas útiles y posesiones queridas por los muertos al mundo espiritual, junto con ellos.
Mientras lo hacía, se dio cuenta de que los inuit habrían pensado que era un obsceno desperdicio de preciado metal.
Entonces intentó pensar en una silenciosa oración que pronunciar.
Las plegarias en inuktitut que había oído en los tres meses anteriores no eran adecuadas. Pero en su torpe intento por aprender el lenguaje, aunque nunca sería capaz de pronunciar una sola sílaba de él en voz alta, había jugado a un juego aquel verano intentando traducir la Plegaria del Señor al inuktitut.
Aquella noche, de pie junto al mojón que contenía los huesos de sus compañeros, intentó recordar la plegaria.
Ndlegauvit kailaule. Pijornajat pinatuale nuname sorlo kilangme...
(Oh, Padre nuestro, que estás en los Cielos, bendito sea tu nombre.)
Era lo máximo que había conseguido hacía dos veranos, pero le pareció que ya bastaba.
Ahora, casi dos años después, volviendo adonde estaba su esposa desde un campamento de Rescate que todavía estaba más vacío (el tenedor había desaparecido y el mojón lo había abierto y saqueado la gente real del sur, y hasta los huesos estaban dispersos y no pudo encontrarlos), Taliriktug tuvo que sonreír al darse cuenta de que aunque le concedieran el bíblico tiempo de «siete veces siete» años, no sería capaz de dominar la lengua de esa gente.
Cada palabra (hasta el nombre más sencillo) parecía tener una infinidad de variantes, y las sutilezas de la sintaxis estaban más allá de la capacidad de un hombre de mediana edad que se había echado a la mar de niño y que nunca había aprendido ni siquiera latín. Gracias a Dios nunca tendría que hablar aquella lengua en voz alta. Esforzarse por comprender el flujo de chasquidos que producía le daba ese tipo de dolor de cabeza que solía tener cuando Silna empezó a compartir sus sueños con él.
El Gran Oso, por ejemplo. El oso blanco normal y corriente. La gente del Dios Que Camina y los demás de la gente real que había conocido en los últimos dos años lo llamaban
nanuq,
que era una palabra bastante sencilla, pero también había oído variantes que se podrían transcribir (en otros idiomas, ya que la gente real no tenía lengua escrita) como
nanoq, nauuvak, nannuraluk, takoaq, pisugtooq
y
ayualunaq.
Y ahora, por Inupijuk, aquel cazador del sur (que según sabía ahora no era tan estúpido como decía Asiajuk), había sabido que al Gran Oso muchos de los grupos del sur de la gente real también lo llamaban
Tórndrssuk.
Durante un período de unos pocos y penosos meses (entonces todavía se estaba curando y aprendiendo a comer y a tragar de nuevo), se sintió perfectamente satisfecho sin tener ningún nombre. Cuando el grupo de Asiajuk empezó a llamarle Taliriktug («Brazo Fuerte») por un incidente durante la caza de un oso aquel primer verano, al sacar él con una sola mano el cadáver de un oso del agua, cuando un equipo de perros y tres cazadores no lo habían conseguido (no fue por fuerza sobrehumana, y él lo sabía, sino sólo porque había sido el único en ver dónde se había enganchado la cuerda del arpón en un saliente del hielo), no le importó que le dieran aquel nuevo nombre, aunque era feliz sin tener ninguno. Asiajuk le dijo que ahora llevaba el recuerdo del alma de otro «Brazo Fuerte» que había muerto a manos de los
kabloona.
Meses antes, cuando él y
Lady Silenciosa
habían llegado al poblado
iglú
para que ella pudiera recibir la ayuda de las mujeres durante el nacimiento de Cuervo, él no se sorprendió nada al saber que el nombre Inuktitut de la gente real de su esposa era Silna. Veía perfectamente que ella encarnaba el espíritu tanto de Sila, diosa del aire, como de Sedna, la diosa del mar. Su nombre secreto de espíritu que gobierna
sixam ieua,
ella no quería o no podía compartirlo con él en sus conversaciones con los cordones o en sueños.
Él sabía su propio nombre secreto. Aquella primera noche de gran sufrimiento después de que el
Tuunbaq
le arrebatara la lengua y su vida anterior, él soñó con su nombre secreto. Pero nunca se lo diría a nadie, ni siquiera a Silna, a quien todavía llamaba
Silenciosa
en sus pensamientos enviados, cuando hacían el amor y en sueños.
El pueblo se llamaba Taloyoak y estaba formado por unas sesenta personas y más tiendas esparcidas que casas de nieve. Incluso había algunas casas de tierra cubiertas de nieve sobresaliendo de los acantilados que tendrían los tejados de hierba en el verano.
La gente que vivía allí se llamaban
oleekatalik
, que según creía él significaba «hombres con capa», aunque las pieles exteriores que llevaban encima de los hombros se parecían más a las pañoletas de lana inglesas que a auténticas capas. El dirigente era de la edad de Taliriktug, más o menos, y bastante guapo, aunque no le quedaba ningún diente, cosa que le hacía parecer más viejo de lo que era. El hombre se llamaba Ikpakhuak, y Asiajuk le dijo que significaba «el Sucio», aunque por lo que podía ver y oler Taliriktug, Ikpakhuak no era ni más ni menos sucio que los demás, e incluso más limpio que algunos.
La esposa más joven de Ikpakhuak se llamaba Higilak, que Asiajuk, con una sonrisita, le explicó que significaba «casa de hielo». Pero los modales de Higilak no eran fríos hacia los extranjeros, en absoluto. Ella ayudó a su marido a dar la bienvenida al grupo de Taliriktug con mucha calidez y gran despliegue de comida caliente y regalos.
El se daba cuenta de que jamás acabaría de comprender a esa gente.
Ikpakhuak, Higilak y su familia les sirvieron
umingmak,
bistec de buey almizclero, como carne principal del festín, que Taliriktug disfrutó mucho, pero que Silna, Asiajuk, Nauja y el resto de su grupo tuvieron que comer a la fuerza, porque ellos eran
netsilik,
«gente de la foca». Después de las ceremonias de bienvenida y comidas, consiguió mediante sus signos traducidos desplazar la conversación hacia los regalos de los
kabloona.
Ikpakhuak reconoció que la gente de la Capa tenía tales tesoros, pero antes de mostrárselos a sus invitados, pidió que Silna y Taliriktug mostrasen a todo el mundo en el pueblo su magia. Los
oleekatalik
nunca habían visto
sixam ieua
a lo largo de la vida de la mayoría de los habitantes, aunque Ikpakhuak sí que había conocido al padre de Silna, Aja, hacía unas décadas... Entonces Ikpakhuak pidió educadamente a Silna y Taliriktug si podían volar alrededor del pueblo un poquito, o quizá convertirse en focas, no en osos, por favor.
Silna explicó (a través del lenguaje de signos interpretado por Asiajuk) que los dos gobernadores-de-espíritus-del-aire preferían no hacer aquello, pero que ambos mostrarían a los hospitalarios olee-kataliks el lugar donde los
Tuunbaq
les habían quitado la lengua, y que su marido
kabloona sixam ieua
les concedería el raro favor de contemplar sus cicatrices, sufridas en una terrible batalla con los malos espíritus hacía años.
Esto satisfizo por completo a Ikpakhuak y a su gente.
Después de que acabó la exhibición circense de las cicatrices, Taliriktug consiguió que Asiajuk sacase de nuevo el tema de los regalos de los
kabloona.
Ikpakhuak, al instante, asintió, dio unas palmadas y envió a unos chicos a buscar los tesoros. Los pasaron de mano en mano por el círculo.
Había varias piezas de madera, una de ellas un trozo del mango de un punzón.
Había botones dorados que llevaban el motivo naval del ancla del Servicio de Descubrimientos.
Había un trozo de chaleco de hombre con un bonito bordado.
Había un reloj de oro, la cadena del cual debía de colgar y un puñado de monedas. Las iniciales en la tapa del reloj eran «CFdV»: Charles des Voeux.
Había una funda de plata para un lápiz, con las iniciales «EC» en su interior.
Había una mención a la medalla de oro regalada a sir John Franklin por el Almirantazgo.
Había tenedores y cucharas de plata que llevaban los escudos de los diversos oficiales de Franklin.
Había una bandejita de porcelana con el nombre
SIR
J
OHN
F
RANK
LIN
escrito en el esmalte de colores.
Había un bisturí de cirujano.
Había un escritorio portátil de caoba que el hombre que ahora tenía en las manos reconoció porque había sido suyo.
«¿Realmente acarreamos todas estas mierdas centenares de kilómetros en nuestros barcos? —pensó Crozier—. Y antes de eso, ¿miles de kilómetros desde Inglaterra? ¿En qué estábamos pensando?» Notó que sentía ganas de vomitar y tuvo que cerrar los ojos hasta que pasó la náusea.
Silenciosa
le tocó la muñeca. Ella había notado la vacilación y el movimiento de él. Él la miró a los ojos para asegurarle que aún seguía allí, aunque no era verdad. No del todo.
Fueron remando a lo largo de la costa hacia el oeste, hacia la boca del río Back.
Los
oleekatalik
de Ikpakhuak se habían mostrado vagos, evasivos incluso, acerca del lugar donde habían encontrado sus tesoros
kabloo
na.
Algunos decían que eran de un lugar llamado Keenuna, que parecía una serie de islotes en el estrecho al sur de la isla del Rey Guillermo, pero la mayoría de los cazadores decían que habían dado con aquellos tesoros al oeste de Taloyoak, en un lugar llamado Kugluktuk, que Asiajuk tradujo como «Lugar del Agua que Cae».
A Crozier le pareció que era la primera cascada pequeña de la que había leído algo y que Back había dicho que estaba río arriba desde la boca del río del Gran Pez de Back.
Pasaron una semana buscando por allí. Asiajuk y su mujer y tres de los cazadores se quedaron con el
umiak
en la boca del río, pero Crozier y
Silenciosa
con sus niños, el cazador Inupijuk, aún curioso, y los demás cazadores fueron remando con sus
qayaqs
río arriba los cinco kilómetros que había hasta la primera cascada.