La idea no asustó al joven Francis Rawdon Moira Crozier. A él le encantaba la oscuridad y el misterio de la misa católica, ese alto sacerdote que se pavoneaba como un cuervo y pronunciaba conjuros mágicos en un lenguaje muerto, la magia inmediata de la eucaristía, que devolvía los muertos a la vida de modo que los creyentes podían devorar a Jesús y convertirse en Él, el olor del incienso y los cánticos místicos. Una vez, cuando tenía doce años, poco antes de huir al mar, le dijo a Memo que quería hacerse sacerdote, y la anciana se echó a reír con aquella salvaje y ronca risa suya y le dijo que se quitara esa locura de la cabeza.
—Ser sacerdote es tan corriente e inútil como ser un borracho irlandés. No lo hagas y usa tu don, joven Francis —le había dicho—. Usa la clarividencia que lleva en mi familia muchas generaciones. Te ayudará a ir a muchos sitios y a ver cosas que ninguna otra persona en este triste mundo ha visto jamás.
El joven Francis no creía en la clarividencia. Fue más o menos al mismo tiempo cuando se dio cuenta de que tampoco creía en Dios. Se fue al mar. Creía en todo lo que vio y aprendió allí, y algunas de esas imágenes y lecciones eran muy extrañas, realmente.
Crozier sube por una pendiente de dolor, envuelto en oleadas de náusea. Se despierta sólo para vomitar en el cubo que Jopson, su mozo, ha dejado allí y va cambiando cada hora. A Crozier le duele hasta la cavidad en el centro de su ser donde está seguro de que su alma ha resistido flotando en un mar de whisky a lo largo de las décadas. Durante días y noches de sudor frío en unas sábanas congeladas, sabe que cambiaría su rango, su honor, a su madre, a sus hermanas, el nombre de su padre y el recuerdo de la propia Memo Moira por un simple vaso de whisky.
El buque se queja, mientras continúa estrujado inexorablemente por aquel hielo incesante que se propone reducirlo a añicos. Crozier se queja mientras sus demonios continúan estrujándolo inexorablemente hasta reducirlo a añicos entre escalofríos, fiebre, dolor, náusea y arrepentimiento. Ha cortado una tira de unos quince centímetros de un cinturón viejo, y para evitar quejarse en voz alta la muerde en la oscuridad, pero, aun así, se queja.
Se lo imagina todo. Lo ve todo.
Lady Jane Franklin está en su elemento. Ahora, tras dos años y medio sin noticias de su marido, ella está en su elemento. Lady Franklin, la Indomable. Lady Franklin, la Viuda que se Niega a Ser una Viuda. Lady Franklin, la Santa Patrona del Ártico, que ha matado a su marido... Lady Franklin, que nunca aceptará un hecho semejante.
Crozier puede verla con tanta claridad como si tuviera clarividencia. Lady Franklin nunca ha parecido más hermosa que entonces, con toda su resolución, negándose a llorar, empecinada en que su marido está vivo y que hay que encontrar y rescatar a la expedición de sir John.
Han pasado más de dos años y medio. La Marina sabe que sir John había aprovisionado el
Erebus
y el
Terror
para tres años con raciones normales, pero esperaba salir al otro lado de Alaska el verano de 1846, y ciertamente, no más tarde de agosto de 1847.
Por aquel entonces, lady Jane habrá acosado a la letárgica Marina y al Parlamento para que emprendan acciones. Crozier la ve escribiendo cartas al Almirantazgo, cartas al Consejo Ártico, cartas a sus amigos y antiguos pretendientes del Parlamento, cartas a la Reina y, por supuesto, cartas a su amado esposo cada día, con su letra perfecta y sensata, contándole al difunto sir John que ella sabe que su amado todavía está vivo y que espera su inevitable reunión con él. La ve diciéndole al mundo lo que hace. La ve enviando fajos, pliegos de cartas para que salgan con los primeros buques de rescate, ya... Buques navales, por supuesto, pero también probablemente privados, contratados o con el dinero menguante de la fortuna privada de lady Jane, o bien mediante suscripciones de sus amigos ricos y preocupados.
Crozier, alejándose de sus visiones, intenta sentarse en el coy y sonreír. Los escalofríos hacen que se agite como un juanete en una borrasca. Vomita en el cubo ya casi lleno. Cae hacia atrás en su almohada empapada de sudor, oliendo a bilis, y cierra los ojos para cabalgar en las olas de su visión.
¿A quién podrían enviar para salvar el
Erebus
y el
Terror? ¿A
quién habrían enviado ya?
Crozier sabía que sir John Ross estaría impaciente por dirigir cualquier expedición de rescate al hielo, pero también ve que lady Jane Franklin ignorará al viejo (cree que es vulgar) y elegirá a cambio a su sobrino, James Clark Ross, con quien Crozier había explorado los mares en torno a la Antártida.
El joven Ross había prometido a su novia que nunca volvería a salir en una expedición marítima, pero Crozier ve que él no podrá negarse a esta petición de lady Franklin. Ross decidiría ir con dos buques. Crozier los ve navegando el próximo verano de 1848. Crozier ve los dos buques navegando hacia el norte de la isla de Baffin, al oeste por el estrecho de Lancaster, donde sir John había navegado con el
Terror
y el
Erebus
hacía tres años (casi podía leer en la proa los nombres de los buques de Ross), pero sir James encontrará la misma banquisa impenetrable más allá de la ensenada del Príncipe Regente, quizá más allá de la isla de Devon, que mantiene ahora a los buques de Crozier en sus garras. El verano que viene no habrá deshielo pleno de los estrechos y de las ensenadas por los que los patrones del hielo Reid y Blanky los habían conducido hacia el sur. Sir James Clark Ross nunca llegará a menos de quinientos kilómetros del
Terror
y del
Erebus.
Crozier los ve volviendo a Inglaterra en el gélido inicio del otoño de 1848.
Llora y se queja y muerde fuerte su tira de cuero. Sus huesos se están congelando. Su carne arde. Las hormigas se pasean por todas partes, por encima y por debajo de su piel.
Con su clarividencia ve que enviarán otros barcos, otras expediciones de rescate ese año del Señor de 1848, algunas, con toda probabilidad, partidas al mismo tiempo o incluso antes que la expedición de búsqueda de Ross. La Marina Real reacciona despacio, es como un oso perezoso marítimo, pero una vez puesta en movimiento, como bien sabe Crozier, tiende a exagerar en todo lo que hace. El procedimiento habitual para la Marina, que Francis Crozier conoce desde hace cuatro décadas, son desdichados excesos después de un estancamiento interminable.
En su mente dolorida, Crozier ve al menos otra expedición naval más dirigiéndose hacia la bahía de Baffin en busca de los hombres perdidos de Franklin al verano siguiente, y probablemente incluso un tercer escuadrón naval enviado en torno al cabo de Hornos para reunirse, teóricamente, con los otros buques de las expediciones de búsqueda junto al estrecho de Bering, buscándolos en el Ártico occidental, al cual ni el
Erebus
ni el
Terror
se habían acercado ni a 1.500 kilómetros. Estas lentas y pesadas operaciones se extenderían hasta 1849 e incluso más.
Y están sólo al principio de la segunda semana de 1848. Crozier duda de que sus hombres vivan hasta el verano.
¿Habrá una expedición por tierra enviada desde Canadá, siguiendo el río Mackenzie hacia la costa ártica, y luego al este a la tierra de Wollaston y de Victoria en busca de sus barcos perdidos en algún lugar a lo largo del elusivo paso del Noroeste? Crozier está seguro de que sí. Las oportunidades de que tal expedición terrestre los encuentre, a unos cuarenta kilómetros en mar abierto hacia el noroeste de la isla del Rey Guillermo, son nulas. Tal expedición ni siquiera sabría que la isla del Rey Guillermo es, en efecto, una isla.
¿Anunciará el primer lord del Almirantazgo en la Cámara de los Comunes una recompensa por el rescate de sir John y sus hombres? Crozier cree que lo hará. Pero ¿de cuánto será? ¿Mil libras? ¿Cinco mil libras? ¿Diez mil? Crozier cierra los ojos con fuerza y ve, como si estuviera escrito en un pergamino que colgase ante él, la suma de 25.000 libras ofrecida a cualquiera «que pueda ayudar de una forma efectiva a salvar las vidas de sir John Franklin y su escuadrón».
Crozier se echa a reír de nuevo, y eso le lleva a vomitar otra vez. Tirita de frío y de dolor y ante las imágenes absurdas que tiene en la cabeza. Todo a su alrededor en el buque se queja y gime, cuando el hielo lo aplasta. El capitán ya no distingue los gemidos del buque de los suyos propios.
Ve una imagen de ocho buques (seis británicos, dos americanos) apelotonados a unos pocos kilómetros unos de otros en sus fondeaderos casi helados del todo y que a Crozier le recuerdan la isla de Devon, junto a Beechey, o quizá la isla de Cornwallis. Obviamente, se trata de un día a finales del verano ártico, quizás a finales de agosto, sólo unos días antes de que el súbito congelamiento pueda atraparlos a todos. Crozier tiene la sensación de que esa imagen se encuentra a dos o tres años en el futuro de su terrible realidad de ese momento, en 1848. Por qué ocho buques enviados para su rescate acaban amontonados así en un lugar, en lugar de peinar la zona en abanico a lo largo de miles de kilómetros de hielo ártico, para buscar señales del paso de Franklin es algo que no tiene ningún sentido para Crozier. Son los delirios de la locura tóxica.
Las embarcaciones oscilan en tamaño desde una pequeña goleta y una especie de yate demasiado endebles para los duros hielos árticos hasta dos buques americanos de 144 y 81 toneladas extraños a los ojos de Crozier y una pequeña lancha inglesa para el práctico de 90 toneladas, rudimentariamente preparado para la navegación ártica. Hay también varios barcos normales de la Marina Británica y unos vapores. En su mente dolorida, sus ojos ven los nombres de los buques:
Advance
y
Rescue,
éstos bajo bandera americana, y
Prince Albert
para la antigua lancha del práctico, así como el
Lady Franklin
a la cabeza del escuadrón británico anclado. También hay dos buques que Crozier asocia con el viejo John Ross, la pequeña goleta
Felix
y el diminuto yate
Mary,
completamente inadecuado. Finalmente, también hay dos buques auténticos de la marina Real, el
Assistance
y el
Intrepid.
Como si los viera a través de los ojos de una golondrina ártica que planease muy alto, Crozier ve que los ocho buques están juntos a una distancia de unos sesenta y cinco kilómetros uno de otro, cuatro de las embarcaciones pequeñas británicas en la isla de Griffith, por encima del estrecho de Barrow, y cuatro de los restantes buques ingleses en la bahía de la Asistencia, en el extremo sur de Cornwallis, y los dos americanos mucho más al norte, en torno a la curva más oriental de la isla de Cornwallis, al otro lado del canal de Wellington del primer fondeadero invernal de sir John en la isla de Beechey. Ninguno está a menos de unos cuatrocientos kilómetros del lugar, mucho más al sudoeste, donde se encuentran atrapados el
Erebus
y el
Terror.
Un minuto después, una niebla o nube se aclara, y Crozier ve seis de esos barcos anclados a menos de medio kilómetro unos de otros justo por fuera de la curva de la costa de una pequeña isla.
Crozier ve hombres que corren por la grava helada bajo un muro negro y vertical. Los hombres están alterados. Casi puede oír sus voces en el aire helado.
Están en la isla de Beechey, seguro. Han encontrado las lápidas de madera congeladas y las tumbas del fogonero John Torrington, del marinero John Hartnell y del soldado William Braine.
Se encuentre en el momento del futuro en el que se encuentre ese descubrimiento entrevisto en su sueño febril, Crozier lo sabe, no les servirá ni a él ni a los demás hombres del
Erebus
y el
Terror
absolutamente de nada. Sir John había dejado la isla de Beechey con una precipitación absurda, navegando a vela y a vapor el primer día que el hielo cedió lo suficiente para permitir que los barcos abandonaran su fondeadero. Después de nueve meses helados allí, la expedición Franklin no había dejado una sola nota diciendo en qué dirección navegaban.
Crozier había comprendido en aquel momento que sir John no creía necesario informar al Almirantazgo de que estaba obedeciendo sus órdenes de navegar hacia el sur. Sir John Franklin siempre obedecía las órdenes. Sir John suponía que el Almirantazgo confiaría en que había vuelto a hacerlo. Pero después de nueve meses en la isla, y después de construir un mojón adecuado e incluso dejar un hito con latas de comida Goldner llenas de guijarros como una especie de broma, el hecho era que el mojón de la isla de Beechey había quedado sin mensaje alguno, contrariamente a las órdenes de Franklin.
El Almirantazgo y el Servicio de Descubrimientos habían equipado la expedición Franklin con doscientos cilindros de latón estancos con el objetivo expreso de dejar mensajes de su paradero y destino a lo largo de todo el curso de su búsqueda del pasaje del Norte, y sir John había usado... uno, el cilindro inútil enviado a la Tierra del Rey Guillermo, unos cuarenta kilómetros al sudeste de su posición presente, escondido unos días antes de que sir John fuera asesinado en 1847.
En la isla de Beechey, nada.
En la isla de Devon, por la que habían pasado y explorado, nada.
En la isla de Griffith, donde habían buscado bahías, nada.
En la isla de Cornwallis, que habían circunnavegado, nada.
A lo largo de toda la extensión de la isla de Somerset y la isla del Príncipe de Gales y la isla Victoria, junto a la cual habían pasado navegando hacia el sur durante todo el verano de 1846, nada.
Y ahora; en su sueño, los rescatadores de los seis buques, ahora todos ellos a punto de verse atrapados por el hielo a su vez, buscaban al norte, por el mar abierto que quedaba en el canal de Wellington hacia el Polo Norte. La isla de Beechey tampoco revelaba pista alguna. Y Crozier podía ver desde su mágico punto de vista de gaviota ártica que el estrecho de Peel, hacia el sur, por el cual el
Erebus
y el
Terror
se habían abierto camino un año y medio antes, durante aquel breve deshielo veraniego, era entonces, en aquel verano futuro, una sábana de blancura sólida hasta la distancia que veían los hombres desde la isla de Beechey y navegando por el estrecho de Barrow.
Nunca se les ocurriría siquiera que Franklin pudiera haber seguido ese camino..., que pudiera haber obedecido las órdenes. Su intención durante los años venideros, ya que Crozier ve que se quedan ahora congelados en el estrecho de Lancaster, es buscar hacia el norte. Las órdenes secundarias de sir John eran que si no podía continuar su camino hacia el sur para encontrar el paso, debía encaminarse hacia el norte y navegar por el teórico aro de hielo que flotaba en el mar Polar Abierto, más teórico aún.