El Terror (89 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
6.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los hombres estaban ansiosos por botar la embarcación. Se oyó un coro que decía: «Uno, dos, tres», y varios gritos de «¡Ahora!», y la pesada ballenera se deslizó por el hielo con la punta levantada, y cayó medio metro en el agua fría; los remos hendieron el hielo cercano mientras el señor Reid y el teniente Little se agachaban y se agarraban a las bordas, y los hombres en el hielo tiraron de nuevo y los remos mordieron en el agua, y ya empezaron a moverse entre la niebla: el primer bote del
Erebus
o del
Terror
que sentía el agua líquida bajo su casco desde hacía casi dos años y once meses.

Un grito de ánimo espontáneo surgió entonces, seguido por los tradicionales hurras.

Peglar dirigió el bote hacia el centro del estrecho canal, que nunca tenía más de seis metros de ancho, a veces con apenas espacio para que los remos acortados encontraran agua a ambos lados, y cuando miró por encima del hombro, todos los hombres en el hielo se habían perdido entre la niebla, a popa.

Las dos horas siguientes transcurrieron como un sueño. Peglar ya había conducido antes el timón de un bote pequeño entre los témpanos, porque había costado más de una semana ir avanzando entre las bahías y ensenadas cubiertas de icebergs antes de encontrar el lugar adecuado para echar el ancla los dos buques en la isla de Beechey, hacía dos otoños, y Peglar estuvo al mando de uno de aquellos pequeños botes durante días, pero esto no se parecía en nada a aquello. El canal seguía siendo estrecho, nunca más de nueve metros de ancho, y a veces tanto que impulsaban la ballenera mediante pértigas en el hielo que raspaba los costados, en lugar de remando, y el estrecho canal de agua abierta se iba curvando a la izquierda y a la derecha, pero nunca tanto que el bote no pudiera seguir aquella curva. Crestas de presión caídas ocultaban la vista a ambos lados, y la niebla continuaba cerrándose sobre ellos, luego se abrió un poco, luego se cerró más estrechamente aún. Los sonidos parecían ahogados y amplificados al mismo tiempo, y el efecto era inquietante: los hombres susurraban cuando tenían que comunicarse.

Dos veces encontraron trechos en los que el hielo flotante bloqueaba el camino, o el canal mismo estaba helado hasta el punto de que la mayoría de los hombres tenían que salir y empujar el hielo flotante hacia delante con las picas o cortar la helada superficie con las piquetas. Algunos de los hombres entonces se quedaban en el hielo, a ambos lados, tirando de unas sogas atadas a la proa y en las bancadas o cogiendo las bordas y empujando y tirando de la chirriante ballenera a través de aquella estrecha grieta. Cada vez el canal se ampliaba lo suficiente para que los hombres pudiesen subir de nuevo a bordo y empujar, remar y seguir adelante.

Fueron avanzando lentamente de ese modo casi durante casi las dos horas que tenían, cuando de repente el serpenteante canal se estrechó. El hielo rozaba ambos lados, pero usaron los remos para empujar mientras Peglar permanecía en la proa, con el timón completamente inútil. Entonces, de repente, salieron a lo que era, de lejos, el trecho más ancho de agua abierta que habían visto. Como para confirmar que sus problemas se habían terminado, la niebla se levantó, de modo que pudieron ver centenares de metros.

O bien habían alcanzado una auténtica agua abierta, o bien un enorme lago en el hielo. La luz del sol caía a raudales por un agujero entre las nubes, y teñía de azul el agua del mar. Unos pocos icebergs planos, del tamaño de un campo de criquet respetable, flotaban ante ellos, en el mar azul. Los icebergs reflejaban la luz como prismas y los hombres cansados tuvieron que protegerse los ojos con las manos de aquella maravilla de luz que dolía y resplandecía sobre nieve, hielo y agua.

Los seis hombres de los remos lanzaron un vítor espontáneo y estentóreo.

—Todavía no, hombres —dijo el teniente Little. Miraba por su catalejo de latón, con el pie apoyado en la proa de la ballenera—. No sabemos si esto sigue..., si hay una salida de este lago aparte de aquella por la que hemos venido. Asegurémonos de eso antes de volver atrás.

—Ah, sí, esto sigue —gritó el marinero llamado Berry desde su lugar en los remos—. Lo siento en los huesos. Es agua abierta y buenos vientos de aquí al río Back, claro que sí. Vamos a buscar a los otros, abramos las velas y estaremos allí mañana antes de cenar.

—Rezo para que tenga razón, Alex —dijo el teniente Little—. Pero debemos perder algo más de tiempo y sudar un poco más para estar seguros. No quiero llevar más que buenas noticias de vuelta al resto de los hombres.

El señor Reid, su patrón del hielo, señaló hacia atrás, al canal del cual acababan de salir.

—Hay una docena de ensenadas ahí. Quizá tengamos problemas para encontrar el canal bueno cuando volvamos, a menos que lo marquemos ahora. Hombres, volvamos a la abertura de ahí. Señor Peglar, ¿por qué no coge esa pica que sobra y la mete en la nieve y el hielo, ahí, en el borde, para que la veamos bien cuando volvamos? Así sabremos hacia dónde remar.

—Sí —dijo Peglar.

Con la vuelta ya marcada, remaron hacia el agua abierta. El enorme y plano iceberg estaba sólo a un centenar de metros de la abertura hacia la ensenada. Remaron cerca de él de camino hacia el agua abierta.

—Podríamos acampar encima y aún nos quedaría mucho sitio de sobra —dijo Henry Sait, uno de los marineros del
Terror
que iban a los remos.

—No queremos acampar —dijo el teniente Little desde la proa—. Ya hemos acampado lo suficiente para toda la puta vida. Lo que queremos es volver a casa.

Los hombres lanzaron vítores y se pusieron a remar con fuerza. Peglar, en el timón, empezó a canturrear un son cadencioso y todos los hombres le acompañaron. Era la primera vez que cantaban desde hacía meses.

Les costó tres horas, una hora entera más del tiempo que tenían marcado para volver, pero tenían que estar seguros.

El «agua abierta» era una ilusión: un lago en el hielo de un poco más de dos kilómetros de largo, y un poco más de un kilómetro de ancho. Docenas de supuestos «canales» se abrían desde los bordes irregulares del hielo al sur, al este y al norte del lago, pero eran falsas salidas, simples ensenadas.

En el extremo más meridional del lago ataron el bote a la superficie de hielo, metiendo una piqueta en el hielo, que tenía dos metros de espesor, y atándolo luego, y recortando después unos escalones en un lado, como si fuese un embarcadero. Todos los hombres bajaron del bote y miraron en la dirección en que esperaban que continuase el agua abierta.

Una superficie blanca, sólida y plana. Hielo, nieve y seracs. Y las nubes volvían de nuevo, arremolinándose, convertidas en niebla baja. Empezaba a nevar.

Después de que el teniente Little mirase en todas direcciones, subieron al hombre más menudo, Berry, a los hombros del hombre más grandote, Billy Wentzall, de treinta y seis años, e hicieron que Berry mirase por el catalejo. Recorrió todos los puntos cardinales, diciéndole a Wentzall cuándo debía volverse.

—No hay ni un puñetero pingüino —dijo. Era una antigua broma que hacía referencia al viaje del capitán Crozier al otro polo. Nadie se rio.

—¿Ves el cielo oscuro por alguna parte? —preguntó el teniente Little—. ¿Como cuando está por encima del agua abierta? ¿O la punta de algún iceberg más grande?

—No, señor. Y las nubes se acercan.

Little asintió.

—Volvamos, muchachos. Harry, ¿puede bajar el primero al bote y estabilizarlo, por favor?

Nadie dijo una sola palabra en el trayecto de noventa minutos en el que atravesaron el lago. La luz del sol desapareció y la niebla fue emborronando de nuevo el paisaje, pero antes de que pasara mucho rato, el iceberg del tamaño de un campo de criquet apareció entre la niebla y les demostró que estaban yendo en la dirección correcta.

—Casi estamos de vuelta en el canal —dijo Little, desde la proa. A veces la niebla era tan espesa que a Peglar, en la popa, le costaba ver al teniente—. Señor Peglar, un poco a babor, por favor.

—Sí, señor.

Los hombres de los remos ni siquiera levantaban la vista. Hasta el último de ellos parecía sumido en la amargura de sus pensamientos. La nieve caía de nuevo espesa sobre ellos, pero ahora desde el noroeste. Al menos los hombres de los remos le daban la espalda.

Cuando la niebla se aclaró un poco, estaban a menos de noventa metros de la ensenada.

—Ya veo la pica —dijo el señor Reid, con voz inexpresiva—. Un poco a estribor y lo habrá alineado a la perfección, Harry.

—Hay algo que no cuadra —dijo Peglar.

—¿Qué quiere decir? —exclamó el teniente.

Algunos de los marineros levantaron la vista desde los remos y miraron a Peglar ceñudos. De espaldas a la proa, no podían ver hacia delante.

—¿Ve ese serac o esa roca grande junto a la pica que dejé en la boca del canal?

—Sí —respondió el teniente Little—. ¿Qué pasa?

—Pues que no estaba ahí cuando hemos pasado antes —dijo Peglar.

—¡Remad ciando! —ordenó Little, innecesariamente, porque los hombres ya habían dejado de remar hacia delante y habían invertido el movimiento con presteza, pero el impulso de la pesada ballenera seguía conduciéndola hacia el hielo.

La roca de hielo se volvió.

48

Goodsir

Tierra del Rey Guillermo, lat. desconocida, long. desconocida

18 de julio de 1848

Del diario privado del doctor Harry D. S. Goodsir:

Martes, 18 de julio de 1848

Hace nueve días, cuando nuestro Capitán envió al Teniente Little y a ocho Hombres hacia delante en una Ballenera por el Canal en el Hielo, con órdenes de Volver al cabo de 4 Horas, el resto de nosotros Dormimos lo mejor que pudimos durante los Miserables Restos de aquellas cuatro Horas. Pasamos más de dos Horas cargando los Trineos en los Botes y luego, como no teníamos Tiempo para desempaquetar las Tiendas, intentamos dormir en nuestras Pieles de Reno y sacos de Mantas encima de unas lonas impermeables colocadas en el Hielo junto a los mismos Botes. Los días del Sol de Medianoche ya habían pasado a principios de Julio, y dormimos (o Intentamos Dormir) durante las pocas Horas de casi total Oscuridad. Estábamos muy cansados.

Después de que se acabasen las cuatro Horas Acordadas, el Primer Oficial Des Voeux despertó a los hombres, pero no había Señal alguna del Teniente Little. El Capitán permitió a la mayoría que se volvieran a Dormir.

Dos horas después, nos Despertaron a Todos y yo intenté echar una Mano lo mejor que pude, siguiendo las órdenes del Segundo Oficial Couch mientras los Botes se preparaban para Zarpar. (Como Cirujano, por supuesto, siempre siento cierto Temor de herirme en las Manos, aunque es Cierto que hasta el momento en este Viaje han Sufrido todo tipo de Agresiones excepto Congelaciones Graves y Amputaciones.)

Así sucedió que siete Horas después de que el Teniente Little, James Reid, Harry Peglar y los seis marineros hubiesen partido en su Reconocimiento, 80 de los que estábamos en el hielo preparamos nuestros botes para seguirlos. Debido al movimiento en el Hielo y a las temperaturas más bajas, el Canal se había estrechado algo durante las pocas horas de Oscuridad y pocas horas de Sueño, y hacer que los nueve Botes se colocasen adecuadamente y hacerlos zarpar correctamente costó algo de Habilidad. Finalmente, todos los botes (las tres balleneras con el Capitán Crozier a la cabeza, el Segundo Oficial Couch en segunda posición, conmigo a bordo) y luego los cuatro cúteres (comandados, respectivamente, por el Segundo Oficial Robert Thomas, el Contramaestre John Lane, el Segundo Contramaestre Thomas Johnson, y el Segundo Teniente George Hodgson), seguidas por las dos pinazas al mando del Segundo Contramaestre, Samuel Brown, y el Primer Oficial, Charles des Voeux (Des Voeux era el tercero al mando de nuestra Expedición conjunta, ahora por detrás del Capitán Crozier y del Teniente Little, y por tanto se le asignó la Responsabilidad de llevar la retaguardia).

El tiempo se había vuelto más frío y caía Algo de Nieve ligera, pero la Niebla se había levantado en gran medida y se había convertido en una Capa de Nubes que colgaban muy Bajas y se movían sólo a nueve metros o así por encima del hielo. Aunque esto nos permitía ver mucho más lejos que la niebla del Día anterior, el efecto era opresivo, como si todos nuestros Movimientos estuviesen teniendo lugar en una sala de Baile situada en una desierta Mansión Ártica con un Suelo de Mármol Blanco resquebrajado bajo los pies y un Techo Bajo y Gris con nubes de trampantojo encima de nuestras cabezas. En el momento en que la novena y Ultima de las Chalupas fue botada al agua y su Tripulación se subió a ella, hubo un débil y Triste Intento de lanzar un hurra por parte de los hombres, ya que era la primera vez que la mayoría de aquellos Marineros de Alta Mar estaban a flote desde hacía casi 2 Años, pero los Vítores murieron antes de nacer. La preocupación por el Destino de la Tripulación del Teniente Little era demasiado grande para permitir lanzar unos hurras Sinceros.

Durante la primera Hora y media, los únicos sonidos eran los Quejidos del Hielo que se Movía en torno a nosotros y los ocasionales Gruñidos de Respuesta de los Hombres que iban a los remos. Pero sentado junto a la proa del segundo bote como iba yo, en la Bancada de remo detrás de la cual se encontraba el señor Couch de pie en la proa, sabiendo que yo era Superfluo a todos los Efectos de Locomoción, un Peso Muerto similar al pobre y comatoso pero todavía vivo David Leys (a quien los hombres arrastraban en una de las pinazas sin Queja alguna desde hacía más de tres Meses, y a quien mi nuevo ayudante, el antiguo mozo John Bridgens, alimentaba y limpiaba su propia Inmundicia debidamente cada Noche en la tienda médica que compartíamos, como si estuviese cuidando a un Amado Abuelo Paralítico, irónico, ya que Bridgens tenía más de 60 años y en cambio el comatoso Leys sólo 40), mi posición así situado me permitía oír la Conversación Susurrada entre los Hombres que Remaban.

—Little y los Demás deben de haberse Perdido —susurraba un marinero llamado Coombs.

—No es posible que el Teniente Edward Little se haya Perdido —le respondía Charles Best—. Debe de estar Atrapado, no Perdido.

—¿Atrapado dónde? —susurró Robert Ferrier, en un Remo cercano—. Este Canal está abierto Ahora. Estaba abierto Ayer.

—Quizás el Teniente Little y el Señor Reid encontraron el camino de Salida hasta el Río Back y simplemente izaron la Vela y siguieron adelante —susurró Tom McConvey, desde la Fila posterior—. Creo que ya están ahí..., comiendo Salmones que le saltarán al bote y Cambiando cuentas a los nativos por Grasa.

Other books

Fair Is the Rose by Meagan McKinney
Red Glass by Laura Resau
The Assistant by Bernard Malamud
The Quality of the Informant by Gerald Petievich
A Taste of Trouble by Gordon, Gina
The Spacetime Pool by Catherine Asaro
From the Indie Side by Indie Side Publishing
Supplice by T. Zachary Cotler