Aterrizó en la inclinación nevada justo delante de la rampa de hielo, y justo detrás de los botes ahora cubiertos de nieve. El impacto le dejó sin fuelle. Algo chasqueó en su pierna izquierda, un músculo o un hueso, y Blanky tuvo tiempo para rezar a cualquier dios que estuviese despierto aquella noche para que fuese un músculo, y no un hueso, y luego cayó rodando por la larga y empinada rampa, maldiciendo y exclamando, levantando su pequeña tormenta particular de nieve y de imprecaciones dentro de la tormenta mayor que soplaba en torno al barco.
Nueve metros más allá del barco, en algún lugar en el mar de hielo cubierto de nieve, Blanky se detuvo de espaldas.
Se examinó tan rápidamente como pudo. No tenía los brazos rotos, aunque le dolía la muñeca derecha. La cabeza parecía intacta. Le dolían las costillas y le costaba respirar, pero pensó que probablemente era resultado más del miedo y la alteración que de tener las costillas rotas. Pero la pierna izquierda le dolía como el demonio.
Blanky sabía que tenía que ponerse de pie y correr, ¡ya! Pero no podía obedecer sus propias órdenes. Estaba completamente satisfecho allí echado de espaldas, despatarrado en la nieve oscura, desparramando su calor en el hielo que tenía debajo y el aire que tenía por encima, intentando que volvieran a él su aliento y su pensamiento.
Ahora se oían claros gritos humanos en la cubierta de proa. Esferas de luz de las linternas, ninguna de una amplitud mayor a tres metros, aproximadamente, aparecieron junto a la proa, iluminando las veloces líneas horizontales de la nieve arrastrada por el viento. Luego Blanky oyó el pesado golpe y el estrépito cuando el demonio bajó del palo mayor a la cubierta. Sonaron más gritos de hombres, alarmados ahora, aunque no podían ver con claridad a la criatura, ya que estaba mucho más a popa del revoltijo de palos rotos, jarcias caídas y barriles amontonados en mitad del buque. Rugió una escopeta.
Dolorido, destrozado, Thomas Blanky se puso a cuatro patas en el hielo. Ya habían desaparecido hasta sus guantes finos. Llevaba las dos manos desnudas; también la cabeza, y su largo pelo veteado de gris flotaba al viento, ya que se le había desatado la coleta durante sus contorsiones. No notaba ni los dedos, ni la cara ni las extremidades, pero todo lo que quedaba en medio le producía un dolor u otro.
La criatura venía corriendo por encima del pasamanos de estribor hacia él, y su enorme masa estaba iluminada por el resplandor de las linternas. Saltó la baja barrera con las cuatro enormes patas en el aire.
En un instante, Blanky estaba de pie y corría hacia el mar y la oscuridad de los seracs.
Sólo cuando hubo recorrido unos cuarenta y cinco metros, más o menos, desde el buque, resbalando y cayendo, levantándose de nuevo y volviendo a correr, se dio cuenta de que posiblemente acababa de firmar su sentencia de muerte.
Tendría que haberse quedado cerca del barco. Tendría que haber corrido hacia los botes cubiertos de nieve que había a lo largo de la parte de estribor y a proa del casco, trepar al bauprés que ahora estaba hondamente metido en el hielo y dirigirse hacia el costado de babor, gritando a los hombres de arriba para que le ayudasen.
No se dio cuenta de que habría muerto mucho antes de llegar al amasijo de jarcias de proa. La cosa le habría capturado al cabo de diez segundos.
«¿Por qué corro en esta dirección?»
Antes de la deliberada caída desde los obenques tenía un plan. ¿Cuál era, demonios?
Blanky podía oír los roces y golpes en el mar helado detrás de él.
Alguien, quizás el ayudante de cirujano del
Erebus,
Goodsir, le había dicho una vez, a él y a algún otro marinero, con qué rapidez puede correr un oso blanco por encima del hielo hacia su presa... ¿Cuarenta kilómetros por hora? Sí, al menos. Blanky nunca había corrido demasiado rápido. Y ahora además tenía que sortear unos seracs y crestas y grietas en el hielo que no podía ver hasta que se encontraba a poca distancia de ellos.
«Por eso he corrido en esta dirección. Este era el plan.»
La criatura iba corriendo a paso largo tras él, esquivando los mismos escarpados seracs y crestas de presión que Blanky iba sorteando torpemente en la oscuridad. Pero el patrón del hielo iba jadeando y resoplando como un fuelle, mientras que la enorme forma que corría tras él sólo gruñía ligeramente con... ¿diversión?, ¿anticipación?, mientras sus patas delanteras golpeaban el hielo con cada paso que equivalía a cuatro o cinco de los de Blanky.
Blanky estaba ahora en el campo de hielo, a unos doscientos metros del buque. Saltando hacia una roca de hielo que no había visto hasta que fue demasiado tarde para esquivarla, y al recibir el impacto en su hombro derecho y notar al instante aquel hombro dolorido, uniéndose así a las otras muchas partes de su cuerpo doloridas, el patrón del hielo se dio cuenta de que mientras corría para salvar su vida iba tan a ciegas como un murciélago. Las linternas de la cubierta del
Terror
estaban lejos, muy lejos tras él ahora mismo, a una distancia imposible, y no tenía tiempo ni motivo alguno para volverse y buscarlas. No podían iluminarle tan lejos del barco; sólo podían distraerle de lo que estaba haciendo.
Y lo que estaba haciendo, se dio cuenta Blanky, era correr, esquivar y virar bruscamente a través de su mapa mental de los campos, grietas y pequeños icebergs que rodeaban el
HMS Terror
hasta el horizonte. Blanky había pasado más de un año mirando aquel mar helado con todas sus alteraciones, crestas, témpanos y elevaciones, y durante unos pocos meses de aquel tiempo tuvo la menguada luz ártica del día para verlos. Incluso en invierno, había horas de guardia a la luz de la luna, de las estrellas y al resplandor de la danzante aurora boreal en que estudiaba aquel círculo de hielo en torno al buque atrapado con los ojos profesionales de un patrón del hielo.
A unos doscientas metros de allí en el amasijo de hielo, más allá de una última cresta de presión con la que había tropezado y a la que había trepado luego (oía a la cosa saltar tras él a menos de diez metros de distancia), recordó un laberinto de antiguos fragmentos de iceberg, pequeños icebergs separados de sus hermanos mayores, colocados en vertical en una diminuta cordillera montañosa de bloques de hielo del tamaño de casitas.
Como si se diera cuenta del lugar adonde se encaminaba su presa sentenciada, la forma invisible que iba tras él gruñó y adquirió más velocidad.
Demasiado tarde. Esquivando el último de los altos seracs, Blanky se introdujo en el laberinto de icebergs. Allí su mapa mental le falló, porque sólo había visto el campo de icebergs en miniatura desde lejos y a través de un catalejo, y chocó con una pared de hielo en la oscuridad, cayó de culo y corrió a cuatro patas sobre la nieve, mientras la criatura se acercaba a unas pocos metros de distancia antes de que Blanky recuperase su aliento y su presencia de ánimo. La grieta entre los dos icebergs del tamaño de carruajes era de menos de noventa centímetros de anchura. Blanky se introdujo en ella, todavía a cuatro patas, con las manos desnudas tan insensibles y remotas como el hielo negro que quedaba debajo de ellas, justo mientras la cosa llegaba a la rendija y le atacaba con una zarpa gigante.
El patrón del hielo rechazó todas las imágenes de gatos y ratones mientras aquellas garras de un tamaño imposible levantaban astillas en el hielo a menos de veinticinco centímetros de las suelas de sus botas. Se quedó de pie en el estrecho hueco, se cayó, se levantó de nuevo y se tambaleó hacia delante, entre la negrura más absoluta.
No iba bien. El callejón entre el hielo era demasiado corto, menos de dos metros y medio, y arrojó a Blanky a un agujero abierto que había al otro lado. Ya podía oír a la cosa corriendo y abriéndose camino en torno al bloque de hielo a su derecha. Lo mismo daba quedarse en un campo de criquet despejado que allí, y hasta la grieta, con las paredes más de nieve que de hielo, sería sólo un escondite temporal. Era un lugar para esperar sólo un minuto o así en la oscuridad hasta que la cosa ensanchase la abertura y se abriese camino hacia él. Sólo era un lugar en el que morir.
Los pequeños icebergs esculpidos por el hielo que recordaba al haber mirado por su catalejo estaban... ¿hacia dónde? A la izquierda, pensó.
Se dirigió hacia la izquierda, saltó por encima de pináculos y seracs que no le servían para nada, fue dando tumbos por una grieta que caía sólo medio metro, aproximadamente, trepó por una cresta pequeña de hielo aserrado, resbaló, volvió a trepar a gatas de nuevo, y oyó que la cosa trasteaba alrededor del bloque de hielo y se deslizaba hasta detenerse a menos de tres metros tras él.
Los icebergs de mayor tamaño empezaban justo más allá de aquel bloque de hielo. El que tenía un agujero y que había observado con el catalejo estaría...
... Esas cosas se mueven cada día, cada noche, cada día...
... Se derrumban, vuelven a crecer y cogen nuevas formas cuando la presión las empuja de cualquier manera...
... La cosa se está abriendo camino con las garras por el promontorio de hielo detrás de él, hasta aquella plana meseta sin salida donde Blanky se tambalea ahora...
Sombras. Grietas. Hendiduras. Callejones de hielo sin salida. Ninguno lo bastante grande para meterse dentro. Esperar.
Había un solo agujero de algo más de un metro de alto frente a un pequeño iceberg erguido a su derecha. Las nubes se separaron ligeramente y cinco segundos de luz de las estrellas dieron a Blanky la iluminación suficiente para ver el círculo irregular en el muro de hielo oscuro.
Se echó hacia delante y se arrojó hacia allí, sin saber si el túnel de hielo tenía diez metros o veinticinco centímetros de profundidad. No cabía.
Las capas externas de ropa, abrigo y ropa contra el frío hacían que abultase demasiado.
Blanky se arrancó la ropa. La criatura había ido subiendo hasta el promontorio y estaba detrás de él, alzándose sobre las patas traseras. El patrón del hielo no podía verla, ni siquiera perdió un momento para volverse a mirar, pero «notaba» que se estaba poniendo de pie.
Sin volverse, el patrón del hielo arrojó su abrigo y demás capas exteriores de lana hacia atrás a la cosa, despojándose de las gruesas prendas con tanta rapidez como pudo.
Sonó un «buf» de sorpresa, una ráfaga de hedor sulfuroso y luego el ruido de la ropa de Blanky al rasgarla y arrojarla lejos, hacia el laberinto de hielo. Pero la distracción le había conseguido cinco segundos o más.
De nuevo se arrojó hacia delante en el agujero del hielo.
Los hombros cabían muy ajustados. Las punteras de las botas rozaron, se deslizaron y finalmente encontraron agarre. Sus rodillas y dedos lucharon por hacer presa.
Blanky estaba sólo metido algo más de un metro en el agujero cuando la cosa llegó tras él. Primero le desgarró la bota derecha y parte del pie. El patrón del hielo notó el impacto de las garras en su carne y pensó, esperó, que sólo fuera el talón lo que le habían desgarrado. No tenía modo alguno de saberlo. Jadeando, luchando contra una puñalada de súbito dolor que penetró incluso el entumecimiento de su pierna herida, se agarró, luchó por avanzar y se metió mucho más hondo en el agujero.
El túnel de hielo se estrechaba, se hacía más reducido.
Las garras arañaron el hielo y le desgarraron la pierna izquierda, entrando en la carne justo en el mismo sitio en que Blanky ya se había herido en la caída desde las jarcias. Olió su propia sangre y la cosa también debió de olería, porque dejó de arañar durante un segundo. Luego rugió.
El rugido sonó de forma ensordecedora en el túnel de hielo. Los hombros de Blanky estaban atascados, no podía seguir hacia delante y sabía que la mitad posterior de su cuerpo todavía estaba al alcance del monstruo. Este volvió a rugir.
El corazón de Blanky y sus testículos se quedaron helados al oír aquel sonido, pero eso no le dejó inmovilizado. Usando aquellos pocos segundos de tregua, el patrón del hielo se retorció y retrocedió en el espacio menos restrictivo por el que acababa de trepar, forzó sus brazos hacia delante y pateó y dio con las rodillas en el hielo con las últimas fuerzas que le quedaban, desgarrando la ropa y la piel de sus hombros y sus costados mientras penetraba en la abertura del hielo que no estaba pensada para un hombre, aunque fuera para uno como él, de tamaño reducido.
Al otro lado de ese punto más estrecho, el túnel de hielo se ampliaba y caía hacia abajo. Blanky se dejó deslizar sobre el vientre, lubricando el deslizamiento con su propia sangre. La ropa que le quedaba estaba hecha jirones. Notaba el creciente frío del hielo contra los músculos agarrotados de su vientre y su apretado escroto.
La cosa rugió por tercera vez, pero el horrible sonido pareció estar ya a poca distancia.
En el último instante, antes de caer por encima del borde del túnel hacia un espacio abierto, Blanky estuvo seguro de que todo aquello había sido para nada. El túnel, probablemente creado por el deshielo muchos meses atrás, había cortado el borde del pequeño iceberg, pero ahora había vuelto a depositarle fuera otra vez. De pronto estaba echado de espaldas bajo las estrellas. Notaba el olor de su propia sangre y notaba cómo ésta empapaba la nieve recién caída. También podía oír a la cosa que corría en torno al iceberg, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha, ansioso por atraparle, confiado, seguro ahora que podía seguir el enloquecedor olor de la sangre humana hasta su presa. El patrón del hielo estaba demasiado herido y demasiado exhausto para seguir avanzando. Que lo que tuviera que ocurrir le ocurriera ya, y que el dios de los marineros se llevase al Infierno a esa jodida cosa que iba a comerle. La última oración de Blanky fue para rogar que uno de sus huesos se le atravesase en la garganta a aquella criatura.
Pasó un minuto entero y media docena de rugidos más, cada uno creciendo en volumen y frustración, cada uno viniendo de un punto distinto de la oscura rosa de los vientos de la noche, a su alrededor, antes de que Blanky se diese cuenta de que la cosa no podía alcanzarle.
Estaba echado en un espacio abierto y bajo las estrellas, pero en una caja de hielo no mayor de metro y medio por dos metros y medio, un hueco creado entre al menos tres de los gruesos icebergs que habían quedado unidos y apoyados unos en otros por la presión del hielo marino. Uno de los icebergs, que estaba inclinado, se cernía sobre él como un muro caído, pero Blanky podía ver las estrellas, aun así. También podía ver la luz de las estrellas que entraba por dos aberturas verticales en los lados opuestos de su ataúd de hielo... «Veía» la enorme masa del predador, que bloqueaba la luz de las estrellas al final de aquellas grietas, a menos de cinco metros de donde él estaba, pero los huecos entre los icebergs no tenían más de quince centímetros de ancho. El túnel fundido que él había ampliado a través del hielo era el único camino por el que se podía llegar hasta su espacio.