La criatura empezó a trepar por el difuminado palo mayor.
Blanky notó las vibraciones cuando clavaba las garras en la madera. Oyó el chasquido, los arañazos, los gruñidos..., un gruñido bajo y espeso, mientras trepaba.
Trepaba.
La criatura probablemente llegaba a los jirones desgarrados de la primera verga sólo con levantar los brazos por encima de la cabeza. Blanky clavó la vista entre la oscuridad y creyó ver la masa peluda y musculosa que iba subiendo, con la cabeza primero, unas patas delanteras (o brazos) tan grandes como un hombre que ya subían por encima de la primera verga y se sujetaban con las garras más alto, para equilibrarse, mientras unas patas traseras con sus potentes garras encontraban apoyo en el roble astillado de las vergas.
Blanky avanzó poco a poco a lo largo de la segunda verga helada, con los brazos y las piernas envueltos en torno al grueso palo de veinticinco centímetros de diámetro agitado por el viento, en una especie de frenético abrazo amoroso. Había cinco centímetros de nieve forrando la curva exterior frente a la proa de la verga, cada vez más fina, y luego hielo bajo ésta. Usó los obenques para apoyarse en la medida de lo posible.
La enorme cosa del palo mayor había llegado ya al nivel de la verga de Blanky. El patrón del hielo veía su bulto sólo si se volvía a mirar asomándose por encima de su propio hombro y su trasero, y aunque sólo pudo observar que se trataba de una gigantesca y pálida «ausencia» donde debería estar la barra vertical del palo mayor.
Algo golpeó la verga con tanta fuerza que Blanky se elevó y saltó en el aire, cayendo más de medio metro más atrás, donde aterrizó con dureza sobre sus pelotas y su vientre, y el impacto de la verga y las aristas del obenque helado que le golpearon le dejaron sin resuello. Habría caído entonces si con ambas manos congeladas y la bota derecha no hubiese estado firmemente enredado en los obenques justo por debajo de la parte inferior y helada de la verga. Así, parecía como si un caballo de hierro frío hubiese corcoveado debajo de él, alzándose más de medio metro en el aire.
De nuevo vino otro golpe, y éste habría lanzado a Blanky afuera, a la oscuridad, a nueve metros encima de la cubierta, pero estaba preparado para aquel segundo impacto y se agarró con todas sus fuerzas. Aunque estaba listo, la vibración fue tan intensa que Blanky se deslizó y colgó indefenso «debajo» de la verga, con los dedos entumecidos y el pie que se agitaba todavía sujetos a los obenques. Consiguió subirse de nuevo a la parte superior de la verga cuando sufrió el tercero y más violento de los golpes. El patrón del hielo oyó el crujido, notó que la sólida verga empezaba a inclinarse y se dio cuenta de que sólo tenía unos segundos antes de que él, la verga, los obenques, las estachas, los flechastes y toda la jarcia que colgaba cayesen desde más de siete metros de altura sobre la cubierta y desechos que se encontraban abajo.
Blanky hizo lo imposible. En aquella verga vibrante, inclinada y congelada, se puso de rodillas, y luego de pie, agitando ambos brazos de forma cómica y absurda en busca de equilibrio entre el viento ululante, resbalando con las botas en la nieve y el hielo, y luego se arrojó hacia el espacio con los brazos y las manos extendidos, buscando uno de los invisibles cabos que debía de estar, podía estar, «tenía» que estar allí, en alguna parte, teniendo en cuenta la inclinación hacia la proa del buque, el viento intenso, el impacto de la nieve en los delgados cabos y los posibles efectos de la vibración que provocaba la criatura en sus sacudidas al palo mayor en el segundo nivel de vergas.
Sus manos no consiguieron asirse al único cabo que colgaba en la oscuridad. Su rostro congelado dio en él, y mientras caía, Thomas Blanky agarró el cabo con ambas manos, se deslizó sólo unos dos metros más abajo a lo largo de su helada longitud y luego empezó a subir frenéticamente hacia la altura tercera y final de las vergas en el acortado palo mayor, a menos de quince metros por encima de la cubierta.
La cosa rugió debajo de él. Luego se produjo otro rugido cuando la segunda verga, con sus obenques, aparejos y jarcias, se soltó e impactó en la cubierta. El más bajo de ambos rugidos procedía del monstruo que trepaba por el palo mayor.
Su cabo era una simple soga que normalmente colgaba a unos ocho metros del palo mayor. Estaba destinada a bajar rápidamente desde las crucetas o los masteleros, no era para subir. Pero Blanky subió por ella. A pesar de que la soga estaba cubierta de hielo y el viento llevaba nieve, y a pesar de que Thomas Blanky ya no sentía los dedos de la mano derecha, trepó por el cabo como un guardiamarina de catorce años haciendo el tonto en la arboladura con los demás muchachos de a bordo, después de cenar, una noche tropical.
No podía alzarse hasta la verga superior, porque, sencillamente, tenía una capa demasiado gruesa de hielo, pero encontró allí los obenques y cambió del cabo al obenque suelto y doblado debajo de la verga. El hielo se rompió y cayó abajo, a la cubierta. Blanky imaginó o deseó oír un ruido de golpes y desgarros abajo, como si Crozier y la tripulación estuvieran abriéndose camino por la clausurada escotilla de proa con unas hachas.
Agarrándose como una araña a los obenques helados, Blanky miró hacia abajo, a su izquierda. O bien la nieve que caía había cesado, o bien había mejorado su visión nocturna, o ambas cosas. Pudo ver al monstruo. Trepaba sin parar hacia el tercer nivel, el final. La forma era tan enorme en el palo mayor que Blanky pensó que parecía un enorme gato que trepase por un árbol muy fino. Excepto, por supuesto, pensó Blanky, que no se parecía en nada a un gato, salvo por el hecho de que trepaba clavando las garras muy hondas en el hielo, en el roble de la marina real y las bandas de hierro en las que no podía penetrar una bala de cañón de tamaño medio.
Blanky continuó dirigiéndose hacia fuera a lo largo de los obenques, soltando el hielo mientras avanzaba y haciendo que los helados flechastes y la lona crujiesen como una muselina demasiado almidonada.
La forma gigante que iba tras él había llegado al nivel de la tercera verga. Blanky notó que verga y obenques vibraban y luego quedaban flojos, mientras una parte de aquel enorme peso del palo se movía a las vergas que había a cada lado. Imaginando las enormes patas delanteras colocadas por encima de las vergas, imaginando una garra del tamaño de su pecho liberándose para poder atacar la verga de arriba, más delgada, Blanky trepó mucho más rápido aún, casi a doce metros hacia fuera del palo, y más allá del borde de la cubierta, a quince metros por debajo. Un marinero que cayese desde aquella altura en la verga o los obenques cuando estaba trabajando en las velas caería al mar. Si Blanky caía lo haría sobre el hielo, a unos veinte metros por debajo.
Algo se enganchó en la cara y los hombros de Blanky, una red, una telaraña; estaba atrapado; durante un segundo estuvo a punto de chillar. Luego se dio cuenta de que eran simplemente los obenques principales, los cuadros entretejidos de soga para trepar desde el pasamanos hasta las segundas crucetas, aparejados de nuevo para el invierno en la parte superior del muñón de palo mayor, para que los grupos de trabajo pudieran quitar el hielo que se acumulaba allí. Era el aparejo de estribor, que había quedado suelto de sus múltiples amarras a lo largo de la borda y la cubierta a causa de dos golpes de las garras gigantescas de la criatura. Lo bastante cubierto de grueso hielo para que los cuadros de sogas entrelazadas actuasen como pequeñas velas, los cabos sueltos se habían alejado mucho del costado de estribor del buque.
Una vez más, Blanky actuó antes de tener tiempo siquiera para pensar en sus actos. Pensar en su siguiente movimiento, a veinte metros o más encima del hielo, era decidir no hacerlo.
Se arrojó desde los obenques que crujían hacia el aparejo oscilante de la obencadura principal.
Tal y como era de prever, su súbito peso hizo que oscilasen los cabos hacia el palo mayor. Pasó sólo a escasos treinta centímetros de la enorme y peluda masa situada en el cruce de las vergas. Estaba demasiado oscuro para ver algo que no fuera su silueta general, pero la cabeza triangular, que era tan grande como todo el torso de Thomas Blanky, se agitó encima de un cuello demasiado largo y serpenteante para ser de este mundo, y se oyó un chasquido monstruoso cuando unos dientes más largos que los dedos congelados de Blanky se cerraron en el aire por el que acababa de pasar. El patrón del hielo aspiró el aliento de la cosa, una exhalación carnívora y depredadora a carne podrida, no el hedor a pescado que había notado que procedía de las mandíbulas abiertas de los osos polares que habían matado y desollado en la nieve. Era el hedor caliente de la carne humana podrida mezclado con azufre, tan cálido como la llamarada de una caldera de vapor abierta.
En aquel instante, Thomas Blanky se dio cuenta de que los marineros a los que silenciosamente había despreciado por sus tonterías supersticiosas tenían razón; aquella criatura del hielo era demoniaca o divina, tanto como carne animal y pelaje blanco. Era una fuerza que había que «aplacar» o adorar, o, sencillamente, había que huir de ella.
Había temido vagamente que las jarcias que oscilaban debajo de él se engancharan en el muñón de los palos que quedaban debajo, o que se enredase a la vergas o los obenques de babor mientras él oscilaba más allá de los cabos centrales, y entonces la criatura sólo habría tenido que recogerlo como un pez en una red, pero el impulso de su peso y sus movimientos de torsión le llevaron más allá, a cinco metros o más de distancia y hacia el costado de babor del palo mayor.
Ahora, las jarcias del palo mayor se disponían a oscilar y hacerle volver hacia el enorme antebrazo izquierdo que ya veía extendiéndose entre la nieve que caía y la oscuridad.
Blanky se retorció, arrojó todo su peso hacia delante, hacia la proa, notó que las jarcias torpemente desgarradas seguían su inercia y luego se quedó colgando con ambos pies libres, pataleando en busca del tercer nivel de vergas a su lado.
Su bota izquierda lo encontró al pasar por encima de él. Las suelas resbalaron sobre el hielo y la bota pasó de largo, pero cuando la jarcia volvió a pasar hacia la popa, ambas botas tropezaron con la verga cubierta de hielo y él la empujó con toda la energía de sus piernas.
La masa enmarañada de jarcias volvió a girar más allá del palo mayor, pero ahora en un arco curvado hacia la popa. Las piernas de Blanky colgaban sueltas, aún pataleando en el vacío a quince metros por encima de la tienda caída y de las mercancías que había abajo; arqueó la espalda cerca de los cabos oscilando hacia el palo mayor, donde ya le esperaba la criatura.
Las garras cortaron el aire a menos de, aproximadamente, doce centímetros de su espalda. A pesar de su terror, Blanky se maravilló porque sabía que el arco descrito tras su patada había puesto tres metros de aire entre él y el palo mayor, mientras oscilaba. La criatura tenía que haber hundido las uñas de su garra derecha (o mano o diabólica zarpa o lo que fuera) en el mismo palo y quedar colgando casi libre y balancear casi dos metros de su enorme brazo izquierdo hacia él.
Pero había fallado.
No volvería a fallar cuando Blanky oscilara de nuevo hacia el centro.
Blanky agarró el borde de las jarcias fijas y se deslizó por ellas hacia abajo con tanta rapidez como si hubiera sido un cabo suelto o un flechaste, con los entumecidos dedos desgarrados contra los cabos, cada impacto amenazando con arrojarle fuera de las jarcias, hacia la oscuridad.
Las jarcias habían llegado a su apogeo en el arco exterior, en algún lugar más allá del pasamanos de estribor, y empezaban a volver hacia dentro.,
«Todavía demasiado alto», pensó Blanky, mientras el lío de cabos por encima de él volvía a oscilar hacia el palo mayor.
La criatura cogió los cabos con facilidad al llegar a la parte media del barco, pero Blanky estaba a seis metros por debajo de aquel nivel en aquel momento, usando sus manos heladas sobre los flechastes para bajar más aún.
La cosa empezó a arrastrar toda la enorme masa de obencadura hacia arriba, hacia él.
«Esto es espantosamente horrible», tuvo tiempo para pensar Thomas Blanky mientras la tonelada o tonelada y media de jarcias de pasamanos llenas de hielo con el ser humano que colgaba de él eran llevados hacia arriba con la misma facilidad y seguridad que un pescador que saca la red del agua después de su captura.
El patrón del hielo hizo lo que había planeado en los últimos diez segundos de balanceo hacia dentro, se deslizó más abajo aún en las jarcias y al mismo tiempo se desplazó su cuerpo hacia abajo y hacia delante, como si fuera un niño que se columpia en una cuerda, aumentando su arco lateral mientras la cosa tiraba de él hacia arriba. Tan rápido como él bajaba mientras describía un arco, la criatura le subía y le acercaba una distancia igual. Alcanzaría el extremo de las jarcias que actuaban como pasamanos justo en el momento en que la criatura le alzase y todavía estaría a quince metros de altura en el aire.
Pero estaba lo suficientemente flácido para poder formar un arco de seis metros a estribor, con ambas manos en los cabos verticales y las piernas estirándose contra los cabos horizontales. Cerró los ojos y volvió a pensar en la imagen del niño en un columpio de cuerda.
Se oyó una especie de tos de anticipación a menos de seis metros por encima de él. Luego vino un fuerte tirón y toda la obencadura se elevó otro metro y medio, con Blanky enganchado a ella.
Sin saber si estaba a seis metros por encima de la cubierta ahora o a cuarenta y cinco, preocupándose sólo del momento exacto de su balanceo hacia fuera, Blanky retorció los cabos a su alrededor mientras se columpiaba hacia fuera, por encima de la oscuridad de estribor, se soltó ambos pies y se lanzó por el aire.
La caída parecía interminable.
Su primera preocupación era darse la vuelta de nuevo en el aire para no aterrizar de cabeza, de espaldas o de vientre. Aun así, el hielo no tendría más elasticidad, y menos aún si daba en el pasamanos o la cubierta, pero ya no podía hacer nada al respecto. El patrón del hielo sabía, mientras caía, que su vida ahora dependía de la simple aritmética newtoniana; Thomas Blanky se había convertido en un pequeño problema de balística.
Notó que el pasamanos de estribor pasaba a algo menos de dos metros de su cabeza y sólo tuvo el tiempo justo de retorcerse y preparar piernas y brazos extendidos antes de que la parte inferior de su cuerpo diese en el promontorio de nieve y hielo que bajaba desde el
Terror,
levantado por la presión, como una rampa. El patrón del hielo había hecho el mejor cálculo que había podido en su desesperado impulso hacia fuera, intentando colocar el final de su arco de caída justo delante del camino de hielo, duro como el cemento, que usaban los hombres para subir y bajar del buque, pero también para que su punto de impacto estuviese justo a popa de los promontorios nevados donde se hallaban las balleneras envueltas y atadas bajo unas lonas congeladas y casi un metro de nieve.