Los hombres que encontraron la cabeza del contramaestre al final de aquella guardia pasaron toda la semana hablando una y otra vez a los demás de la cara del pobre señor Terry, las mandíbulas abiertas de par en par, como si se hubiesen congelado en mitad de un grito, los labios apartados de los dientes, los ojos saltones. No había ni una sola huella o herida de dientes o de garras en su rostro ni en su cabeza, sólo el desgarro en el cuello, la delgada tubería del esófago que sobresalía como si fuera el rabo gris de una rata, y el muñón blanco de columna vertebral que asomaba.
De repente, los más de cien marineros supervivientes encontraron la religión. La mayoría de los hombres del
Erebus
gruñeron durante dos años por los inacabables oficios religiosos de sir John, pero ahora, hasta aquellos que no hubieran reconocido una Biblia ni aunque se hubieran despertado al lado de una después de tres días de borrachera encontraban una enorme necesidad de alguna especie de paz espiritual. A medida que se corría la voz del descabezamiento de Thomas Terry, ya que el capitán Fitzjames había hecho colocar el paquete envuelto en lona en la propia sala de Muertos sellada del
Erebus,
bajo la cubierta de la bodega, los hombres empezaron a pedir un oficio dominical para ambas tripulaciones. Fue Cornelius Hickey, el de la cara de hurón, quien fue a ver a Crozier un viernes por la noche, muy tarde, con la petición. Hickey había estado en un destacamento de trabajo a la luz de las antorchas para reparar los mojones de hielo entre los barcos, y había hablado con los hombres del
Erebus.
—Es unánime, señor —dijo el ayudante de calafatero, de pie en la puerta del diminuto camarote del capitán Crozier—. A todos los hombres les gustaría un oficio religioso conjunto. De ambos buques, capitán.
—¿Habla por todos los hombres de ambos buques? —preguntó Crozier.
—Sí, señor, así es —dijo Hickey, ostentando una sonrisa que antiguamente fue deslumbrante, y que ahora sólo mostraba cuatro de los seis dientes que le quedaban. El menudo ayudante de calafatero no carecía de seguridad en sí mismo.
—Lo dudo —dijo Crozier—. Pero hablaré con el capitán Fitzjames y les haré saber lo del servicio. Decidamos lo que decidamos, usted puede ser nuestro correo para comunicárselo a «todos» los hombres.
Crozier había estado bebiendo cuando Hickey llamó a su puerta. Nunca le había gustado aquel hombrecillo tan untuoso. Todo buque tiene sus abogadillos de vía estrecha (como las ratas, son un hecho consumado en la vida naval), y Hickey, a pesar de su mala gramática y su carencia total de educación formal, le parecía a Crozier el tipo de marinero listillo que, en un viaje difícil, acaba por fomentar un auténtico motín.
—Uno de los motivos de que todos deseemos un oficio así es que sir John, que Dios bendiga su alma y le dé el descanso eterno, capitán, solía hacerlo para todos nosotros y...
—Eso es todo, señor Hickey.
Crozier bebió muchísimo aquella semana. La melancolía que solía rondar a su alrededor como una niebla ahora se había posado encima de él como una pesada manta. Conocía a Terry y pensaba que era un contramaestre muy capacitado, y, ciertamente, aquélla era una forma horripilante de morir, pero el Ártico, en cualquiera de sus polos, ofrecía una miríada de formas de muerte igualmente horribles. Y también la Marina Real, ya fuera en tiempos de paz o de guerra. Crozier había presenciado unas cuantas de esas horribles formas de morir durante su larga carrera, de modo que aunque la del señor Terry estaba entre las más extrañas que había vivido personalmente y la reciente epidemia de muertes violentas era más espantosa que cualquier epidemia real que hubiese vivido a bordo de ningún barco, lo que producía una melancolía más profunda a Crozier era más bien la reacción de los supervivientes de la expedición.
James Fitzjames, el héroe del Eufrates, parecía haber perdido fuelle. La prensa le convirtió en héroe antes incluso de que su primer barco hubiese abandonado Liverpool, cuando el joven Fitzjames se tiró por la borda para salvar a un agente de aduanas que se estaba ahogando, aunque el apuesto y joven oficial iba, según decía el
Times,
«entorpecido por abrigo, sombrero y un reloj muy valioso». Los comerciantes de Liverpool, conociendo el valor, como sabía bien Crozier, de un oficial de aduanas que ya estaba comprado y por el cual se había pagado, habían recompensado al joven Fitzjames con una placa de plata grabada. El Almirantazgo supo primero lo de la placa, después se enteró del heroísmo de Fitzjames, aunque según la experiencia de Crozier, que un oficial rescatase a un hombre que se ahogaba era algo que ocurría casi cada semana, ya que pocos marineros sabían nadar, y, finalmente, tomó conciencia del hecho de que Fitzjames era el «hombre más guapo de la Marina», así como un caballero joven y de buena cuna.
No había perjudicado a la creciente reputación del joven oficial que se hubiera presentado voluntario dos veces para dirigir destacamentos de castigo contra bandidos beduinos. Crozier observó en los informes oficiales que Fitzjames se había roto una pierna en una incursión semejante, y fue capturado por los bandidos en la segunda aventura, pero el hombre más guapo de la Marina consiguió escapar, cosa que convirtió a Fitzjames en un héroe todavía mayor ante la prensa de Londres y ante el Almirantazgo.
Luego llegaron las guerras del Opio, en 1841. Fitzjames demostró ser un héroe de verdad, elogiado por su capitán y por el Almirantazgo no menos de cinco veces. Aquel joven deslumbrante, de veintinueve años por entonces, había usado cohetes para echar a los chinos de las cimas de las colinas de Tzeki y Segoan, también con cohetes los había expulsado de Tzapu, había luchado en la costa en la batalla de Wusung, y volvió a su conocimiento de los cohetes durante la captura de Ching-Kiang-Fu. Gravemente herido, el teniente Fitzjames consiguió, con muletas y vendajes, asistir a la rendición china y a la firma del tratado de Nanking. Ascendido a comandante a la tierna edad de treinta años, el hombre más guapo de la Marina recibió el mando del balandro de guerra
HMS Clio;
su brillante futuro parecía asegurado.
Pero entonces, en 1844, acabó la guerra del Opio y, como ocurría siempre con las perspectivas prometedoras en la Marina Real cuando de repente se firmaba una traicionera paz, Fitzjames se encontró sin mando, en tierra y con media paga. Francis Crozier sabía que si el ofrecimiento por parte del Servicio de Descubrimientos del mando a sir John Franklin había sido un regalo del Cielo para aquel viejo desacreditado desde hacía tiempo, la oferta del mando efectivo del
HMS Erebus
fue una segunda oportunidad de oro para Fitzjames.
Sin embargo, ahora, «el hombre más guapo de la Marina» había perdido sus mejillas rosadas y su habitual humor efervescente. Mientras la mayoría de los oficiales y hombres mantenían su peso, aun con dos tercios de sus raciones, porque los miembros del Servicio del Descubrimiento recibían una dieta más rica que el noventa y nueve por ciento de los ingleses en tierra, el comandante, ahora capitán, James Fitzjames había perdido más de doce kilos. El uniforme le colgaba, suelto. Sus rizos juveniles ahora caían lacios bajo el gorro. El rostro de Fitzjames, siempre un poco demasiado rechoncho, ahora parecía demacrado, pálido y con las mejillas chupadas a la luz de las lámparas de aceite o las linternas colgadas.
La conducta pública del comandante, que siempre era una mezcla de modesto buen humor y firme autoridad, seguía siendo la misma, pero en privado, cuando sólo estaba presente Crozier, Fitzjames hablaba menos, sonreía con menos frecuencia y a menudo parecía distraído y desgraciado. Para un hombre melancólico como Crozier, los signos eran evidentes. A veces era como mirarse a un espejo, excepto por el hecho de que el melancólico rostro que veía era el de un caballero inglés con el adecuado acento ceceante en lugar de un don nadie irlandés.
El viernes 3 de diciembre, Crozier cargó una escopeta y recorrió el largo camino solitario por la fría oscuridad entre el
Terror
y el
Erebus.
Si la criatura del hielo quería cogerle, pensaba Crozier, unos cuantos hombres más con escopetas representarían poca diferencia en el resultado. A sir John no le habían servido.
Crozier llegó sano y salvo. Él y Fitzjames discutieron la situación, la moral de los hombres, las peticiones de celebrar un oficio religioso, la situación de las latas de comida y la necesidad de realizar un racionamiento estricto poco después de Navidad, y estuvieron de acuerdo en que un oficio religioso combinado al siguiente domingo podía ser buena idea. Como no había capellanes ni ministro por voluntad propia a bordo, ya que sir John había cumplido ambos papeles hasta el anterior mes de junio, ambos capitanes pronunciarían un sermón. Crozier odiaba aquella función más que ir al dentista del puerto, pero se dio cuenta de que había que hacerlo.
El estado de ánimo de los hombres era peligroso. El teniente Edward Little, oficial ejecutivo de Crozier, informaba de que algunos hombres del
Terror
habían empezado a hacerse collares y otros fetiches con las garras y dientes de algunos de los osos blancos que habían matado durante el verano. El teniente Irving informó, semanas atrás, de que
Lady Silenciosa
había ido a esconderse en el pañol de cables de proa y los hombres dejaban porciones de su ron y de su comida allí, en la bodega, como si hicieran ofrendas a una bruja o a una santa, esperando su intercesión.
—He pensado en su baile —dijo Fitzjames mientras Crozier empezaba a abrigarse para irse ya.
—¿Mi baile?
—El gran carnaval veneciano que Hoppner organizó cuando estaban invernando con Parry —continuó Fitzjames—. Cuando usted se disfrazó de lacayo negro.
—¿Qué pasa con eso? —preguntó Crozier, mientras se envolvía la cara y el cuello con el pañuelo.
—Sir John tenía tres baúles grandes llenos de máscaras, ropa y disfraces —dijo Fitzjames—. Los encontré entre sus objetos personales.
—¿Ah, sí?
Crozier estaba sorprendido. El avejentado parlanchín que habría celebrado seis oficios religiosos a la semana si se le hubiese permitido y que, a pesar de su risa frecuente, nunca parecía comprender las bromas de los demás, no parecía en absoluto el tipo de comandante de expedición que carga con baúles de frivolos disfraces como había hecho Parry, fascinado por el teatro.
—Son antiguos —confirmó Fitzjames—. Algunos de ellos puede que pertenecieran a Parry y Hoppner..., quizá fueron los mismos trajes entre los que eligió usted mientras estaban helados en la bahía de Baffin, hace veinticuatro años, pero habrá más de cien trajes hechos polvo ahí dentro.
Crozier, bien forrado, se detuvo en la puerta del antiguo camarote de sir John, donde los dos capitanes habían mantenido su reunión en voz baja. Deseó que Fitzjames fuera al grano.
—Pensaba que quizá podríamos hacer una mascarada para los hombres pronto —dijo Fitzjames—. Nada lujoso como su gran carnaval veneciano, por supuesto, con todo eso tan... desagradable en el hielo, pero una diversión, a fin de cuentas.
—Quizá —dijo Crozier, dejando que su tono transmitiese su falta de entusiasmo ante la idea—. Deberíamos discutirlo después de ese maldito oficio religioso del domingo.
—Zí,
por zupuezto
—dijo Fitzjames a toda prisa. Su ligero ceceo se hacía más pronunciado cuando se ponía nervioso—. ¿Debo enviar a algunos hombres a acompañarle de vuelta al
Terror,
capitán Crozier?
—No. Y vayase a dormir temprano esta noche, James. Parece reventado. Los dos necesitaremos toda nuestra energía si queremos sermonear adecuadamente a la tripulación reunida, el domingo.
Fitzjames sonrió diligentemente. Crozier pensó que tenía una expresión lánguida, extrañamente inquietante.
El domingo 5 de diciembre de 1847, Crozier dejó tras de sí una tripulación mínima de seis hombres al mando del primer teniente Edward Little, que, como Crozier, hubiera preferido que le quitaran las piedras del riñon con una cuchara antes que verse obligado a soportar ningún sermón, así como su ayudante de cirujano, McDonald, y el ingeniero, James Thompson. Los otros cincuenta y tantos tripulantes y oficiales supervivientes se dirigieron andando por el hielo detrás de su capitán, el segundo teniente Hodgson, el tercer teniente Irving, el primer oficial Hornby y otros oficiales, sobrecargos y suboficiales. Eran casi las diez de la mañana, pero habría estado absolutamente oscuro bajo las temblorosas estrellas de no ser por el regreso de la aurora que vibraba, bailaba y se movía encima de ellos, arrojando una larga línea de sombras en el hielo fracturado. El sargento Soloman Tozer, con la llamativa marca de nacimiento en la cara especialmente visible con aquella luz multicolor de la aurora boreal, dirigía la marcha de los marines reales con mosquetes que marchaban delante, a los flancos y detrás de la columna, pero la cosa blanca del hielo dejó en paz a los hombres aquella mañana de sabbat.
La última reunión completa de ambas tripulaciones para un oficio religioso presidida por sir John poco antes de que la criatura se llevase a su devoto líder a la oscuridad bajo el hielo, fue en la cubierta, bajo la luz del sol de junio, pero como ahora al menos estaban a cuarenta cinco grados bajo cero en el exterior, cuando no soplaba viento, Fitzjames había arreglado la cubierta inferior para el servicio. La enorme estufacocina no se podía mover, pero los hombres habían levantado las mesas de comedor de los marineros hasta su máxima altura, habían quitado las particiones de mamparos movibles que delineaban la enfermería, y el resto de las particiones que formaban el dormitorio de los suboficiales, el cubículo de los mozos de los suboficiales y los camarotes del primer y segundo oficial y del oficial de derrota. También quitaron las paredes del comedor de los suboficiales y del dormitorio del ayudante del cirujano. El espacio estaría muy atestado, pero sería adecuado.
Además, el carpintero de Fitzjames, el señor Weekes, había creado un pulpito bajo y un estrado. Estaba elevado sólo quince centímetros porque no había altura suficiente bajo los baos, las cuadernas que colgaban y la madera almacenada, pero permitiría que Crozier y Fitzjames fuesen vistos por los hombres desde la parte de atrás del amasijo de cuerpos apretujados.
—Al menos estaremos calentitos —susurró Crozier a Fitzjames, mientras Charles Hamilton Osmer, el sobrecargo calvo del
Erebus,
dirigía a los hombres en el himno inicial.