En el último momento, el ayudante de cirujano del
Erebus,
Goodsir, había implorado a sir John que le permitiese acompañar la partida de Gore, y aunque ni el teniente Gore ni el segundo oficial Des Voeux se mostraron entusiasmados con la idea, ya que Goodsir no era popular entre los oficiales ni entre los hombres, sir John lo había permitido. El argumento del ayudante de cirujano para ir con ellos era que se requería obtener más información sobre formas de vida comestibles para combatir el escorbuto, que era el principal temor de todas las expediciones árticas. Estaba particularmente interesado por la conducta del único animal presente en aquel extraño verano ártico que no era verano, el oso blanco.
Ahora, mientras sir John veía a los hombres acabar de sujetar su equipo al pesado trineo, el cirujano, que era un hombre menudo, pálido y de aspecto débil, con la barbilla huidiza y unas absurdas patillas, y una mirada extrañamente afeminada que resultaba antipática hasta al mismo sir John, siempre afable, se acercó furtivamente para iniciar una conversación.
—Gracias de nuevo por permitirme acompañar al destacamento del teniente Gore, sir John —dijo el pequeño médico—. Esta salida podría ser de inestimable importancia para nuestra evaluación médica de las propiedades antiescorbúticas de una amplia variedad de flora y fauna, incluyendo los líquenes invariablemente presentes en la
térra firma
de la Tierra del Rey Guillermo.
Sir John, involuntariamente, puso mala cara. El cirujano podía saber que su comandante había sobrevivido una vez comiendo una magra sopa hecha con líquenes de ese tipo durante meses.
—Pues me alegro, señor Goodsir —dijo fríamente.
Sir John sabía que el presumido joven prefería el título de «doctor» al de «señor», una distinción discutible, porque, aunque era de buena familia, Goodsir había recibido instrucción como simple anatomista. Técnicamente al mismo nivel que los contramaestres a bordo de ambos barcos, el ayudante de cirujano civil sólo tenía derecho, a ojos de sir John, a recibir el título de «señor» Goodsir.
El joven cirujano se sonrojó ante la frialdad de su comandante, después de las bromas afables que había hecho con la tripulación, se dio un golpecito en el sombrero y dio tres pasos inestables hacia atrás en el hielo.
—Ah, señor Goodsir —añadió Franklin.
—¿Sí, sir John? —El joven advenedizo realmente tenía la cara muy roja, y casi tartamudeaba por el bochorno.
—Debe usted aceptar mis disculpas porque en nuestro comunicado formal que debe ser colocado en el mojón de sir James Ross, en la Tierra del Rey Guillermo, nos referíamos solamente a dos oficiales y seis «hombres» en el destacamento de Gore —dijo sir John—. Había dictado ya el mensaje antes de su petición de acompañar al grupo. Habría escrito: un oficial, un contramaestre, un ayudante de cirujano y cinco hombres, si hubiese sabido que usted estaría incluido.
Goodsir pareció confuso un momento, sin estar bien seguro de lo que intentaba comunicarle sir John; luego inclinó la cabeza, volvió a tocarse el sombrero:
—Muy bien, no hay ningún problema, lo entiendo, gracias, sir John —murmuró, y retrocedió de nuevo.
Unos minutos más tarde, mientras contemplaba al teniente Gore, Des Voeux, Goodsir, Morfin, Ferrier, Best, Hartnell y el soldado Pilkington, que iban empequeñeciendo encima del hielo, hacia el sudeste, sir John, a pesar de su aspecto sonriente y su serenidad exterior, pensaba en un posible fracaso.
Otro invierno, otro año entero en el hielo podía destrozarlos. La expedición se quedaría sin comida, sin carbón, aceite, éter pirolígneo como combustible de las lámparas y ron. La desaparición de ese último artículo podía implicar el motín.
Y más aún: si el verano de 1848 resultaba tan frío e implacable como prometía ser aquel verano de 1847, otro invierno entero u otro año en el hielo acabaría por destruir a uno de los barcos o a los dos. Como otras expediciones fracasadas antes de la suya, sir John y sus hombres tendrían que huir para salvar la vida, arrastrando chalupas, balleneras y trineos improvisados a toda prisa por encima del hielo, rezando para que hubiese canales abiertos y luego maldiciéndolos si los trineos caían a través del hielo y los vientos contrarios arrastraban las pesadas barcas de vuelta a la banquisa, e implicarían días y noches de remar sin cesar para los hombres hambrientos. Luego, eso lo sabía sir John, estaría la parte de tierra del intento de huida: mil trescientos kilómetros o más de hielo y roca sin rasgo distintivo alguno, ríos de rápidos constantes, llenos de rocas capaces de destrozar sus pequeñas embarcaciones (las barcas más grandes no se podrían llevar a los ríos del norte de Canadá, eso lo sabía por experiencia) y los nativos esquimales que serían hostiles la mayor parte de las veces, y unos ladrones y falsos, aunque parecieran amistosos.
Sir John seguía contemplando a Gore, a Des Voeux, a Goodsir y a los cinco tripulantes y el trineo solitario que desaparecían encima del hielo hacia el sudeste, y se preguntó ociosamente si no tendría que haber llevado perros en aquel viaje.
A sir John nunca le había gustado la idea de llevar perros en las expediciones árticas. Los animales a veces eran buenos para la moral de los hombres, al menos hasta el punto en que había que disparar a los animales y comérselos, pero a fin de cuentas resultaban unas criaturas sucias, chillonas y agresivas. La cubierta de un barco que llevase los perros suficientes para que sirvieran de algo, es decir, para colocarles arneses y tirar de los trineos como les gustaba hacer a los esquimales de Groenlandia, era una cubierta llena de ladridos, casetas de perro atestadas y un constante hedor a excrementos.
Meneó la cabeza y sonrió. Sólo se habían llevado un perro en aquella expedición: el chucho llamado
Neptuno,
sin mencionar a un monito llamado
Jocko,
y eso, sir John estaba seguro, ya bastaba como fauna para su arca particular.
La semana después de la partida de Gore transcurrió a paso de tortuga para sir John. Uno a uno los destacamentos de trineos fueron regresando, con los hombres exhaustos y helados, y las capas de ropa de lana empapadas de sudor por el esfuerzo de empujar el trineo por encima o alrededor de incontables crestas. Sus informes eran siempre los mismos.
Desde el este hacia la península de Boothia: nada de agua abierta. Ni la más pequeña abertura. Ni el paso más pequeño.
Desde el nordeste hacia la isla del Príncipe de Gales y el camino de su aproximación a ese desierto congelado, nada de agua abierta. Ni siquiera el más ligero atisbo de cielo oscuro más allá del horizonte, que a veces sugería algo de agua abierta. En ocho días de duro recorrido en trineo los hombres no habían sido capaces de alcanzar la isla del Príncipe de Gales, ni verla a lo lejos siquiera. El hielo estaba más torturado por crestas e icebergs de lo que jamás habían visto.
Desde el noroeste hacia el estrecho sin nombre que conducía la corriente de hielo del sur hacia ellos en torno a la costa occidental y la punta más meridional de la isla del Príncipe de Gales, nada excepto osos polares y mar helado.
Desde el sudoeste hacia la presunta masa de tierra de Victoria y el teórico pasaje entre las islas y la tierra firme, nada de agua abierta ni animales, excepto los malditos osos blancos, centenares de crestas de presión y tantos icebergs congelados y varados que el teniente Little, el oficial del
HMS Terror
a quien Franklin había puesto al mando de aquella partida de trineo en concreto, con gente del
Terror,
informaba de que era como intentar abrirse paso hacia el oeste a través de una cordillera de hielo en lugar de océano. El tiempo había sido tan malo en la última parte del viaje que tres de los ocho hombres tenían graves congelaciones en los dedos de los pies, y los ocho acabaron medio cegados por la nieve, incluso el propio teniente Little acabó completamente ciego durante los últimos cinco días y con terribles dolores de cabeza. Little, que tenía mucha experiencia en el Ártico, según sabía sir John, y había ido al sur con Crozier y James Ross ocho años antes, tuvo que ser trasladado en el trineo y llevado a cuestas por los pocos hombres que todavía veían lo suficiente para empujar.
No había agua abierta en los cuarenta kilómetros en línea recta que habían explorado, cuarenta kilómetros en línea recta ganados en quizás unos ciento cincuenta kilómetros de marcha en torno de obstáculos y por encima de ellos. No había ni zorros árticos, ni liebres, ni caribúes, ni morsas ni focas. Obviamente, tampoco ballenas. Los hombres estaban preparados para tener que llevar sus trineos en hombros y rodear las grietas y pequeños huecos en busca de agua abierta de verdad, pero la superficie del mar, según decía Little, con la piel quemada por el sol y desprendida de la nariz y las mejillas y por encima de los vendajes blancos que llevaba en los ojos, era de un blanco compacto. En el punto más alejado de su odisea hacia occidente, quizás a cuarenta y cinco kilómetros de los barcos, Little había ordenado al hombre a quien le quedaba más visión, un segundo contramaestre llamado Johnson, que trepara al iceberg más alto que había en las proximidades. Johnson tardó horas en hacerlo, tras excavar pequeños escalones para los pies con su piqueta y luego clavando los tacos que le había proporcionado el sobrecargo para las botas de cuero. Una vez en la cima, el marinero usó el catalejo del teniente Little para mirar hacia noroeste, oeste, sudoeste y sur.
El resultado fue deprimente. No había agua abierta. No había tierra. Sólo montones y montones de seracs, crestas e icebergs hasta el distante horizonte blanco. Unos cuantos osos blancos, dos de los cuales abatieron a tiros más tarde para obtener carne fresca, aunque los hígados y corazones no valían para comer, según descubrieron. La fuerza de los hombres se había agotado de verdad a fuerza de tirar del pesado trineo por encima de tantas crestas, y al final redujeron el botín a menos de cuarenta y cinco kilos de aquella carne dura y de sabor fuerte que envolvieron en lona impermeabilizada para llevarla de vuelta al barco. Despellejaron entonces al oso de mayor tamaño para llevarse la piel, dejando el resto de la carne pudriéndose en el hielo.
Cuatro de las cinco expediciones de exploración volvieron con malas noticias y los pies congelados, pero sir John esperaba con mayor ansiedad el regreso de Graham Gore. Su última y mejor esperanza siempre había estado en el sudeste, hacia la Tierra del Rey Guillermo.
Finalmente, el 3 de junio, diez días después de la partida de Gore, unos vigías subidos en los palos más altos avisaron diciendo que se aproximaba un destacamento de trineos desde el sudeste. Sir John se acabó el té, se vistió adecuadamente y se reunió a la multitud de hombres que se agolpaban en cubierta para ver lo que pudieran.
La partida de superficie era ya visible hasta para los hombres de cubierta, y cuando sir John levantó su bello catalejo de latón, un regalo de los oficiales y de los hombres de una fragata de veintiséis cañones que Franklin había capitaneado en el Mediterráneo hacía más de quince años, una sola mirada explicó la confusión audible de los vigías.
A primera vista todo parecía bien. Cinco hombres empujaban el trineo, igual que cuando partió Gore. Tres figuras corrían junto al trineo o detrás, igual que el día que partió Gore. En total ocho, pues.
Y sin embargo...
Una de las figuras que corría no parecía humana. A una distancia de más de tres kilómetros y atisbada entre los seracs y los mojones elevados de hielo que en tiempos había sido plácido mar, parecía un animal pequeño, redondo y sin cabeza, pero muy peludo, que corría detrás del trineo.
Y peor aún: sir John no distinguía la alta e inconfundible figura de Graham Gore en cabeza ni el llamativo pañuelo rojo que llevaba en la cabeza. Todas las demás figuras que tiraban, empujaban el trineo o corrían, y ciertamente el teniente no habría tirado del trineo mientras sus subordinados estuviesen sanos, parecían demasiado bajitos, demasiado encorvados..., demasiado «inferiores».
Y lo peor de todo: el trineo parecía demasiado cargado para el viaje de regreso: las raciones incluían comida extra en lata para una semana, pero ya habían pasado tres días más del tiempo máximo estimado para el viaje. Durante un minuto las esperanzas de sir John se elevaron al pensar la posibilidad de que los hombres hubiesen matado a algún caribú o a cualquier otro animal grande terrestre, y los estuviesen llevando al barco para ofrecerles carne fresca, pero la formas distantes emergieron desde detrás de la última cresta de presión grande, todavía a aproximadamente un kilómetro de distancia por encima del hielo, y el catalejo de sir John reveló algo espantoso.
No era carne de caribú lo que iba en el trineo, sino que parecían ser dos cadáveres humanos colocados por encima del equipo, un hombre colocado encima del otro de una forma tan insensible que sólo podían estar muertos. Sir John distinguió con toda claridad dos cabezas descubiertas, una a cada lado de la pila, y la cabeza del cuerpo que iba encima mostraba un cabello largo y blanco que ningún hombre a bordo de ninguno de los dos barcos poseía.
Ya estaban tendiendo unos cables por el costado del inclinado
Erebus
para ayudar al descenso de su corpulento capitán hacia el hielo elevado de aquel lado. Sir John bajó adentro sólo el tiempo suficiente para añadir su espada ceremonial al uniforme. Luego, colocandóse la ropa de hielo encima del uniforme, las medallas y la espada, subió a cubierta y bajó por el costado, jadeando y resollando, y permitió que su mozo le ayudase a bajar la pendiente con el fin de saludar a quienquiera o lo que quiera que se aproximase a su buque.
Goodsir
Lat. 69° 37' 42" — Long. 98° 41'
Tierra del Rey Guillermo, 24 de mayo-3 de junio de 1847
Un motivo por el cual el doctor Harry D. S. Goodsir había insistido en salir con aquel destacamento de exploración era para demostrar que era un hombre tan fuerte y capaz como la mayoría de sus compañeros de tripulación. Pero pronto se dio cuenta de que no era así.
El primer día había insistido, en contra de las relativas objeciones del teniente Gore y del señor Des Voeux, en hacer su turno a la hora de arrastrar el trineo, permitiendo que uno de los cinco hombres de la tripulación destinados a hacerlo se tomara un respiro y caminara a un lado tranquilamente.
Goodsir casi no lo consigue. Los arneses de cuero y algodón que los veleros y sobrecargos habían construido, ingeniosamente unidos a unos cabos con un nudo que los marineros podían atar y desatar en un segundo, y que Goodsir era incapaz de hacer aunque le fuese la vida en ello, eran demasiado grandes para sus estrechos hombros y su pecho hundido. Ni apretando la cincha delantera del arnés al máximo se ajustaba a su tamaño. Y él, a su vez, resbalaba en el hielo, caía repetidamente, obligando a los demás hombres a detener el ritmo de marcha: tirón, jadeo, tirón... El doctor Goodsir no había llevado nunca unas botas de hielo como aquéllas, y los clavos que llevaba atravesando las suelas le hacían tropezar constantemente.