—¡Informe! —gritó Gore a uno de los dos centinelas, Charlie Best.
—Han sido los osos, teniente —dijo Best—. Había dos. Unos hijos de puta enormes. Han estado remoloneando por aquí toda la noche, no sé si recuerda que los vimos a un kilómetro antes de detenernos a montar el campamento, pero seguían acercándose cada vez más y más, como rodeándonos, hasta que finalmente John y yo hemos tenido que dispararles para asustarlos.
«John» era John Morfin, de veintisiete años de edad, el otro centinela de aquella noche.
—¿Ambos habéis disparado? —preguntó Gore. El teniente había trepado al punto más elevado de nieve acumulada más cerca y buscaba la zona con su catalejo de latón. Goodsir se preguntaba por qué las manos desnudas del hombre no se habrían quedado ya congeladas y pegadas al metal.
—Sí, señor —dijo Morfin. Estaba recargando la recámara de su escopeta, metiendo torpemente la munición con sus guantes de lana.
—¿Les habéis dado? —preguntó Des Voeux.
—Sí —dijo Best.
—Pero no ha servido de nada —dijo Morfin—. Con sólo unas escopetas a más de treinta pasos. Esos osos tienen el pellejo muy duro, y las cabezotas más duras aún. Pero les hemos dado lo suficiente para que se alejaran.
—No los veo —dijo el teniente Gore desde tres metros, en su colina de hielo por encima de la tienda.
—Creemos que han salido de esos agujeros pequeños en el hielo —dijo Best—. El mayor iba corriendo cuando John le disparó. Pensábamos que había caído, pero hemos salido hacia el hielo lo suficiente para ver que no había ningún cuerpo ahí. Se ha largado.
El equipo del trineo había observado aquellas zonas blandas en el hielo, no redondas del todo, de metro y veinte de diámetro, demasiado grandes para ser pequeños respiraderos como los que hacen las focas, y demasiado pequeños también al parecer y demasiado separados para los osos blancos, y siempre tapados con varios centímetros de hielo blando. Al principio los agujeros habían despertado la ilusión de encontrar agua abierta, pero al final eran tan pocos y estaban tan lejos entre ellos que sólo resultaban traicioneros. El marinero Ferrier, adelantándose al trineo por la tarde, casi se cae en uno, metió la pierna hasta la rodilla y tuvieron que pararse para que el tembloroso marinero se cambiase las botas, calcetines y pantalones.
—Es el turno de guardia de Ferrier y Pilkington, de todos modos —dijo el teniente Gore—. Bobby, coge el mosquete de mi tienda.
—Se me da mejor la escopeta, señor —dijo Ferrier.
—A mí me va bien el mosquete, teniente —dijo el fornido marine.
—Pues coge tú el mosquete, Pilkington. Hacerles unos picotazos a esos bichos con postas de escopeta habrá servido para ponerlos furiosos.
—Sí, señor.
Best y Morfin, obviamente temblando por sus dos frías horas de guardia y no por los efectos de la tensión, se quitaron las botas, soñolientos, y se metieron en sus sacos. El soldado Pilkington y Bobby Ferrier metieron los pies hinchados en sus botas retiradas de los sacos y fueron caminando lentamente hacia las crestas cercanas para hacer guardia.
Temblando más que nunca, con la nariz y las mejillas ahora entumecidas también, igual que los dedos de pies y manos, Goodsir se enroscó más metido aún en su saco y rezó para que llegase el sueño.
Pero no llegó. Un poco más de dos horas después, el segundo contramaestre Des Voeux empezó a ordenar a todo el mundo que se levantara y saliera de los sacos.
—Tenemos un largo día por delante, chicos —gritó el contramaestre, con tono jovial.
Todavía les faltaban más de treinta y cinco kilómetros hasta la costa de la Tierra del Rey Guillermo.
Crozier
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
9 de noviembre de 1847
—Está completamente helado, Francis —dice el comandante Fitzjames—. Venga a popa, a la sala Común, para tomar un brandy.
Crozier hubiese preferido whisky, pero tendrá que conformarse con el brandy. Precede al capitán del
Erebus
a lo largo del estrecho corredor de la cámara hacia lo que antes era el camarote personal de sir John Franklin, y que ahora es el equivalente a la sala Grande del
Terror,
un lugar con biblioteca y para el esparcimiento de los oficiales fuera de servicio, y sala de reuniones cuando es necesario. Crozier cree que dice mucho a favor de Fitzjames que el comandante haya mantenido su diminuto cubículo después de la muerte de sir John, transformando el espacioso camarote de popa en una zona común, que a veces se utiliza como enfermería.
El corredor está totalmente oscuro, excepto el resplandor que procede de la sala Común, y la cubierta está inclinada más agudamente aún en la dirección opuesta al
Terror,
hacia babor en lugar de hacia estribor, y hacia la popa en lugar de hacia la proa. Y aunque los buques son casi idénticos en su diseño, Crozier siempre observa también otras diferencias. El
HMS Erebus
«huele» diferente; de alguna manera, aparte del hedor idéntico a aceite de lámpara, hombres sucios, ropa asquerosa, meses de cocinar, carbonilla, cubos con orina y aliento humano que queda flotando en el aire húmedo y frío, huele también a algo más. No sabe por qué motivo el
Erebus
apesta mucho más a miedo y a desesperanza.
Hay dos oficiales fumando sus pipas en la sala Común, el teniente Le Vesconte y el teniente Fairholme, pero ambos se ponen en pie, inclinan la cabeza hacia los dos capitanes y se retiran al momento, dejando la puerta deslizante cerrada tras ellos.
Fitzjames abre un pesado armario y saca de él una botella de brandy, y sirve una generosa cantidad de uno de los vasos de agua de cristal de sir John para Crozier, y un poco menos para sí mismo. A pesar de toda la porcelana y el cristal que el difunto líder de la expedición subió a bordo para uso propio y de sus oficiales, no hay copas de brandy. Franklin era completamente abstemio.
Crozier no huele el brandy. Se lo bebe en tres tragos y deja que Fitzjames le vuelva a servir más.
—Gracias por responder tan rápido —dice Fitzjames—. Esperaba un mensaje como respuesta, no que viniera usted mismo en persona.
Crozier frunce el ceño.
—¿Mensaje? No he recibido ningún mensaje suyo desde hace más de una semana, James.
Fitzjames le mira atónito un momento.
—¿No ha recibido un mensaje esta tarde? He enviado al soldado Reed a su barco con uno hace unas cinco horas. Suponía que se había quedado allí a pasar la noche.
Crozier menea la cabeza lentamente.
—Ah..., maldita sea... —exclama Fitzjames.
Crozier se saca el calcetín de lana del bolsillo y lo coloca encima de la mesa. A la brillante luz de la lámpara del mamparo, no se ven en él signos de violencia.
—Lo he encontrado cuando venía hacia aquí. Más cerca de su buque que del mío.
Fitzjames coge el calcetín y lo estudia, tristemente.
—Les preguntaré a los hombres si lo reconocen —dice.
—Podría pertenecer a uno de los míos —dice Crozier, también bajo. Le cuenta a Fitzjames sucintamente lo del ataque, la herida mortal del soldado Heather y la desaparición de William Strong y del joven Tom Evans.
—Cuatro en un día —dice Fitzjames, y sirve más brandy para los dos.
—Sí. ¿Qué es eso de que me enviaba un mensaje?
Fitzjames le explica que han avistado algo bastante grande moviéndose entre los montones de hielo, más allá de las linternas, todo el día. Los hombres han disparado repetidamente, pero las partidas enviadas al hielo no han encontrado ni sangre ni señal alguna de nada.
—De modo que mis disculpas, Francis, por haberle disparado ese idiota de Bobby Johns hace unos minutos. Los hombres tienen los nervios a flor de piel.
—No tanto como para pensar que esa criatura sea capaz de gritarles en inglés, espero —dice Crozier, jocoso. Toma otro sorbo de brandy.
—No, no. Claro que no. Ha sido una pura idiotez. Johns se quedará sin su ración de ron durante dos semanas. Me disculpo de nuevo.
Crozier suspira.
—No, no lo haga. Ábrale un agujero nuevo en el culo, si quiere, pero no le quite el ron. Este barco ya huele demasiado a miedo.
Lady Silenciosa
iba conmigo y llevaba esa maldita parka suya peluda. Igual Johns la ha visto. Si me hubiese volado la cabeza me habría estado bien empleado.
—¿
Silenciosa
iba con usted? —Fitzjames levanta las cejas, interrogante.
—No sé qué demonios estaba haciendo en el hielo —grazna Crozier. Tiene la garganta muy irritada por el frío del día y por los gritos—. Yo mismo casi le pego un tiro a medio kilómetro de su barco cuando ha aparecido. El joven Irving probablemente esté poniendo patas arriba todo el
Terror
mientras hablamos usted y yo. Cometí un error enorme cuando puse a ese chico a cargo de la vigilancia de esa zorra esquimal.
—Los hombres piensan que es gafe. —La voz de Fitzjames suena muy, muy baja. Los sonidos viajan con mucha facilidad a través de las particiones en una cubierta inferior tan atestada.
—Bueno, ¿y por qué demonios no iban a pensarlo? —Crozier ya nota los efectos del alcohol. No ha bebido nada desde la noche anterior. Nota una sensación agradable en el estómago y en su cerebro cansado—. Esa mujer aparece el día que empezó este horror con ese brujo de padre o marido suyo. Algo o alguien se le ha comido la lengua entera. ¿Por qué no iban a pensar los hombres que ella es la causa de todos sus problemas?
—Pero usted la tiene a bordo del
Terror
desde hace cinco meses —dice Fitzjames. No hay reproche alguno en la voz del capitán más joven, sólo curiosidad.
Crozier se encoge de hombros.
—No creo en brujas, James. Ni tampoco en gafes, por cierto. Pero sí que creo que si la dejamos en el hielo, esa cosa se la comerá igual que se ha comido a Evans y a Strong ahora mismo. Y quizás a su soldado Reed, también. ¿No era Billy Reed el marine pelirrojo que siempre quería hablar de ese escritor, Dickens...?
—Sí, William Reed —dice Fitzjames—. Era muy rápido cuando los hombres hicieron carreras a pie en la isla de Disko, hace dos años.
Yo pensaba que quizás un hombre rápido... —Se detiene y se muerde el labio—. Tenía que haber esperado a la mañana.
—¿Por qué? —dice Crozier—. Tampoco hay luz. Ni al mediodía tampoco hay mucha luz, que digamos. Día o noche ya no significan nada, y será así durante cuatro meses más. Y no es que esa maldita cosa de ahí fuera sólo cace de noche... o sólo en la oscuridad, tampoco. Quizá su Reed aparezca al final. Nuestros mensajeros se han perdido antes por ahí fuera en el hielo y han llegado al final al cabo de cinco o seis horas, temblando y echando pestes.
—Quizá. —El tono de Fitzjames revela su incredulidad—. Enviaré unas partidas de búsqueda por la mañana.
—Eso es justo lo que la cosa quiere que hagamos. —La voz de Crozier suena muy cansada.
—Quizá —dice Fitzjames de nuevo—, pero me acaba de decir que ha tenido unos hombres fuera en el hielo la noche pasada y todo el día de hoy buscando a Strong y Evans.
—Si no hubiese llevado a Evans conmigo cuando buscaba a Strong, el chico todavía estaría vivo.
—Thomas Evans —dice Fitzjames—. Ya lo recuerdo. Un tipo grandote. En realidad ya no era un chico, ¿no, Francis? Debía de tener..., ¿cuánto...? ¿Veintidós, veintitrés años?
—Tommy cumplió veinte este mayo —dice Crozier—. Su primer cumpleaños a bordo fue el día después de nuestra partida. Los hombres estaban de buen humor y celebraron su décimo octavo cumpleaños afeitándole la cabeza. A él no pareció importarle. Los que le conocían dicen que siempre fue muy robusto para su edad. Sirvió en el
HMS Lynx
y antes en un barco mercante de las Indias Orientales. Se hizo a la mar por primera vez con trece años.
—Supongo que igual que usted.
Crozier se ríe, un poco compungido.
—Sí, igual que yo. Para lo que me ha servido...
Fitzjames mete de nuevo el brandy en el armario y vuelve a la mesa larga.
Crozier se ríe de nuevo, esta vez con más soltura.
—Dígame, Francis, ¿es verdad que se disfrazó de lacayo negro para la damisela del viejo Hoppner cuando se quedaron aquí encallados en el hielo en..., cuándo fue, en el 24?
—Sí, es verdad. Yo era guardiamarina en el
Hecla,
con Parry, cuando nos dirigíamos hacia el norte con el
Fury
de Hoppner, intentando encontrar el mismo endemoniado paso. El plan de Parry era navegar a vela con los dos barcos por el estrecho de Lancaster y luego bajar por la ensenada del Príncipe Regente..., entonces no sabíamos, no lo supimos hasta lo de John y James Ross en el 33, que Boothia era una península. Parry pensaba que podía pasar por el sur alrededor de Boothia y luego como alma que lleva el diablo hasta llegar a la costa que Franklin había explorado desde tierra seis o siete años antes. Pero Parry salió demasiado tarde..., ¿por qué será que esos malditos comandantes de expediciones siempre salen demasiado tarde?, y tuvimos suerte de llegar al estrecho de Lancaster el 10 de septiembre, un mes después. Pero el hielo nos alcanzó el 13 de septiembre, y no hubo oportunidad de atravesar el estrecho, de modo que Parry en nuestra
Hecla
y el teniente Hoppner en el
Fury
corrieron hacia el sur con el rabo entre las piernas.
»Una tempestad nos devolvió a la bahía de Baffin, y fuimos unos cabrones muy afortunados al encontrar fondeadero en la diminuta bahía de la ensenada del Príncipe Regente. Estuvimos allí diez meses. Se te hielan hasta las tetillas.
—Pero —dice Fitzjames, sonriendo ligeramente—, ¿usted de negrito...?
Crozier asiente y bebe un poco más.
—Tanto Parry como Hoppner eran fanáticos de las fiestas de disfraces durante los inviernos en el hielo. Fue Hoppner quien planeó la fiesta que llamó Gran Carnaval Veneciano, que debía celebrarse el primer día de noviembre, justo cuando la moral está más baja y el sol desaparece durante meses. Parry bajó por el costado del
Hecla
con su enorme manto, que no se quitó ni siquiera cuando todos los hombres estuvieron reunidos, la mayoría disfrazados, ya que llevaba un enorme baúl lleno de disfraces en cada barco, y cuando se quitó el manto, vimos a Parry disfrazado de viejo marinero..., ¿recuerda a aquel que llevaba la pata de palo y que tocaba el violín a cambio de unas monedas junto a Chatham? No, claro, no puede acordarse, es demasiado joven.
»Pero Parry..., creo que ese viejo bastardo siempre quiso ser actor en lugar de capitán de barco, de modo que hizo toda la representación, se puso a tocar el violín, saltaba por ahí con su falsa pata de palo y gritaba: «¡Dele una monedita al pobre Joe, señoría, que ha perdido una viga en defensa de su rey y su país!».