Tenía problemas para ver el exterior a través de las gruesas gafas de tela metálica, pero cuando se las quitaba y se las ponía en la frente, el resplandor del sol ártico en el hielo le dejaba medio ciego en cuestión de minutos. Se había puesto demasiadas capas de ropa, y ahora varias de aquellas capas de lana iban tan empapadas con su propio sudor que temblaba al mismo tiempo que se sentía horriblemente acalorado por el extraordinario esfuerzo. El arnés le pinzaba los nervios y le cortaba la circulación de los delgados brazos y las frías manos. Se le caían los guantes exteriores. Sus jadeos y resuellos se hacían tan elevados y constantes que le daba vergüenza.
Al cabo de una hora de aquel absurdo, Bobby Ferrier, Tommy Hartnell, John Morfin y el soldado Bill Pilkington, los otros hombres que llevaban el arnés, ya que Charles Best iba caminando a un lado, hicieron una pausa para quitarse la nieve de los anoraks, se miraron unos a otros sin decir nada de que él hubiese sido incapaz de encontrar el ritmo para trabajar literalmente uncido a los demás, aceptó la oferta de sustitución de Best y, durante una de las breves paradas, se quitó el arnés y dejó que los hombres de verdad tirasen del pesado y cargado trineo con sus patines de madera; ese trineo que constantemente quería quedarse clavado en el hielo.
Goodsir estaba agotado. Era todavía por la mañana del primer día en el hielo y estaba tan cansado por la hora tirando del trineo que de buen grado habría desenrollado el saco de dormir, se habría echado entre las pieles de lobo y las mantas y habría dormido hasta el día siguiente.
Y eso fue antes de que llegaran a la primera cresta de presión de verdad.
Las crestas hacia el sudeste del buque eran las más bajas a la vista durante los tres primeros kilómetros, aproximadamente, casi como si el propio
Terror,
acosado, hubiese mantenido de alguna manera el hielo más suave a sotavento del buque, obligando a las crestas a alejarse. Pero a última hora de la tarde del primer día se elevaron las auténticas crestas y empezaron a bloquearles el camino. Eran mucho más altas que aquellas que separaban los dos buques durante el invierno que habían pasado allí en el hielo, como si las presiones bajo el hielo cerca de la Tierra del Rey Guillermo fuesen más terribles.
Durante las tres primeras crestas, Gore los dirigió hacia el sudoeste para encontrar algunos lugares más bajos, huecos entre las crestas por donde pudiesen pasar con menos dificultad. Eso fue añadiendo kilómetros y horas a su viaje, pero al menos era una solución más fácil que desempaquetar todo su trineo. Pero en la cuarta cresta no se pudo dar un rodeo.
Cada pausa de más de unos pocos minutos significaba que uno de los hombres (normalmente el joven Hartnell) tenía que quitar una de las muchas botellas de combustible pirolígneo de la masa del trineo cuidadosamente ligada, encender una pequeña estufa y fundir algo de nieve en un recipiente para convertirla en agua caliente, no para beber, porque para apagar su sed tenían recipientes que habían guardado debajo de sus ropas exteriores para evitar que se congelasen, sino para verter el agua caliente a lo largo de los patines de madera y liberarlos así de los surcos que se iban congelando y que ellos mismos excavaban en la línea de contacto de la nieve heladiza.
Tampoco aquel trineo se movía sobre el hielo como los que Goodsir había conocido en su niñez moderadamente privilegiada. Había descubierto en sus primeras incursiones en el hielo, casi dos años antes, que no se podía, ni aun llevando buenas botas, correr por el hielo ni deslizarse como se hacía en casa, en la superficie de un río o lago helado. Alguna extraña propiedad del mar helado, casi con toda certeza su contenido de sal, aumentaba la fricción y reducía la capacidad de deslizamiento hasta eliminarla casi del todo. Una vaga decepción para un hombre que hubiese deseado deslizarse como un niño, pero un enorme esfuerzo para un equipo de hombres que intentaban tirar, empujar o transportar a base de fuerza bruta centenares de kilos de equipo apilado encima de más centenares de kilos de trineo por un hielo semejante.
Era como tirar de un montón enorme y pesado de trastos de madera por una superficie de roca moderadamente rugosa. Y las crestas de presión podían consistir en montones de losas de cuatro pisos de alto y grava, por la dificultad con la que se recorrían.
Aquélla, que era la primera más importante, sólo una de las muchas que se extendían en su camino hacia el sudeste, por lo que podían ver, debía de tener al menos veinte metros de altura.
Desatando la comida, las cajas de botellas de combustible, las ropas, los sacos de dormir y la pesada tienda que iban encima y cuidadosamente aseguradas, consiguieron aligerar la carga, acabando con unos paquetes y cajas de setenta kilos que tuvieron que subir por la empinada y escarpada cresta antes de intentar siquiera mover el trineo.
Goodsir se dio cuenta rápidamente de que si las crestas de presión hubieran sido algo discreto, es decir, simples relieves que sobresalían de un mar de hielo relativamente liso, trepar por ellas no habría causado un cansancio tan destructivo como el que causaban. Nada en aquel espantoso mar helado era discreto, sino que de unos cincuenta a cien metros en torno a cada cresta de presión el mar se convertía en un laberinto insensato de nieve áspera, seracs escarpados y gigantescos bloques de hielo, un laberinto que debía ser atravesado antes de empezar a trepar de verdad.
El hecho de trepar en sí no era lineal, sino un recorrido tortuoso lleno de avances y retrocesos, una búsqueda constante de apoyo para los pies en un hielo traicionero o de lugares donde agarrarse en un bloque que podía disgregarse en cualquier momento. Los ocho hombres iban avanzando en zigzag, en ridiculas diagonales mientras trepaban, pasándose las pesadas cargas unos a otros, atacando grandes masas de hielo con sus piquetas para crear escalones y huecos, y en general intentando no caerse o que se les cayese algo encima. Los paquetes resbalaban de los dedos enguantados y se aplastaban abajo, levantando cortas pero impresionantes nubes de palabrotas de los cinco marineros de abajo antes de que Gore o Des Voeux les gritasen para hacerles callar. Todo debía ser desempaquetado y vuelto a empaquetar decenas de veces.
Finalmente el pesado trineo en sí mismo, quizá con la mitad de la carga todavía sujeta a él, tuvo que ser izado, empujado, transportado a peso, liberado de seracs donde quedaba atrapado, colocado en ángulo, levantado de nuevo y colocado en la cumbre de cada cresta irregular. No había descanso para los hombres ni siquiera en la cima de aquellas crestas, ya que relajarse durante un minuto implicaba que ocho capas de ropas interiores y exteriores de ropa empapadas de sudor empezarían a congelarse.
Después de atar nuevos cabos de los postes verticales y las barras posteriores del trineo, algunos de los hombres se ponían delante para preparar el descenso, normalmente el corpulento marine, Pilkington, y Morfin y Ferrier cumplían este cometido, mientras otros clavaban los tacos de su calzado y lo iban bajando entre un coro sincopado de jadeos, gritos, advertencias y más insultos.
Entonces volvían a cargar cuidadosamente el trineo, comprobaban dos veces todas las ataduras, hervían algo de nieve para verter en los patines helados, y de nuevo volvían adelante, abriéndose camino entre el laberinto de hielo de aquel lado de la cresta.
Treinta minutos después llegaban a la cresta siguiente.
Su primera noche fuera, en el hielo, fue espantosamente memorable para Harry D. S. Goodsir.
El cirujano no había acampado en toda su vida, pero sabía que Graham Gore decía la verdad cuando el teniente aseguraba, riendo, que todo cuesta cinco veces más en el hielo: desempaquetar las cosas, encender las lámparas y las estufas, colocar la tienda Holland de color marrón con sus clavos de seguridad y las estaquillas en el hielo, desenrollar los muchos líos de mantas y los sacos de dormir, y especialmente calentar la sopa y el cerdo que habían llevado para comer.
Y mientras tanto había que moverse sin cesar, agitar los brazos y las piernas y dar patadas con los pies, o si no las extremidades se congelaban.
En un verano ártico normal, le recordó el señor Des Voeux a Goodsir, mencionando su verano previo rompiendo hielo hacia el sur desde la isla de Beechey como ejemplo, las temperaturas en esa latitud en un soleado día de junio sin viento subirían hasta un grado bajo cero. Pero no aquel verano. El teniente Gore había tomado medidas de la temperatura del aire a las 22.00, en el momento en que se detuvieron para montar el campamento, con el sol todavía en el horizonte del sur y el cielo bastante luminoso, y el termómetro marcaba sólo dieciocho grados bajo cero. La temperatura del mediodía cuando pararon a tomar té y galletas era de catorce bajo cero.
La tienda holandesa era pequeña. En una tormenta les salvaría la vida, pero aquella primera noche en el hielo estaba clara, casi sin viento, de modo que Des Voeux y los cinco marineros decidieron dormir fuera, con sus pieles de lobo y sus lonas impermeables y el único cobijo de sus sacos de dormir hechos con mantas de la Compañía de la Bahía de Hudson. Ya se retirarían a la atestada tienda si soplaba mal tiempo. Después de debatir consigo mismo durante un momento, Goodsir decidió dormir fuera con los hombres en lugar de hacerlo dentro con el teniente Gore, aunque Gore era un hombre muy capaz y muy agradable.
La luz del día resultaba enloquecedora. Menguaba un poco hacia medianoche, pero el cielo estaba tan iluminado como si fueran las ocho de una noche de verano en Londres, y Goodsir no podía dormir ni por asomo. Estaba más cansado físicamente que nunca en toda su vida, y sin embargo no podía dormir. Los dolores, debidos a los esfuerzos realizados durante el día, también le impedían el sueño. Deseó haberse llevado un poco de láudano. Una pequeña dosis le habría aliviado de las incomodidades y le habría permitido dormir. A diferencia de algunos cirujanos con certificado médico para expender drogas, Goodsir no era adicto, y sólo usaba los distintos opiáceos para poder dormir o concentrarse cuando tenía que hacerlo. No más de una o dos veces a la semana.
Hacía muchísimo frío. Después de comerse la sopa caliente y el buey de las latas y caminar por el hielo para encontrar un lugar donde aliviarse, algo que por primera vez en su vida hacía también al aire libre, y una actividad que, según se daba cuenta, había que realizar con la mayor rapidez para evitar la congelación de zonas importantes. Luego Goodsir se colocó encima de uno de los sacos de dormir grandes, de metro ochenta por metro y medio, con mantas y pieles de lobo, desenrolló su saco de dormir propio y se acurrucó dentro de él.
Pero no lo suficiente para estar caliente. Des Voeux le había explicado que tenía que quitarse las botas y meterlas dentro del saco para que la piel no se quedase completamente congelada y dura, y en un momento dado Goodsir se pinchó el pie con los clavos que llevaba metidos en la suela de una de las botas, pero todos los demás hombres se dejaron toda la ropa puesta. La lana, toda la lana, se dio cuenta Goodsir, y no por primera vez aquel día, estaba completamente empapada de sudor y de exhalaciones por aquel día tan largo. Un día inacabable.
Durante un rato, alrededor de medianoche, la luz se convirtió en cierto crepúsculo, de modo que algunas estrellas, planetas, según sabía ahora Goodsir por una charla privada en el observatorio de la cima del iceberg, dos años atrás, se hicieron visibles. Pero la luz nunca desaparecía.
Ni tampoco el frío. Sin moverse ni ejercitarse ya, el delgado cuerpo de Goodsir estaba indefenso contra el frío que penetraba a través de la abertura del saco, demasiado grande, y que se introducía desde el hielo a través del forro de piel de lobo que tenía debajo, y traspasaba las gruesas mantas de la Compañía de la Bahía de Hudson como si fuesen las garras heladas de algún depredador. Goodsir empezó a tiritar. Le castañeteaban los dientes.
En torno a él, los cuatro hombres dormidos, ya que había dos de guardia, roncaban con tanta fuerza que el cirujano se preguntaba si los hombres de ambos buques, a kilómetros hacia el noroeste del lugar donde ellos se encontraban en el hielo, más allá de las incontables crestas de presión («Dios mío, tenemos que cruzar todo ese espacio de nuevo para volver...») no oirían los ronquidos y bufidos.
Goodsir seguía tiritando. A ese paso estaba seguro de que no sobreviviría hasta la mañana. Intentarían despertarlo en su saco y sus mantas y sólo encontrarían un cadáver congelado y acurrucado.
Se metió en el saco, completamente hecho con mantas cosidas, todo lo que pudo, dejando la abertura bordeada de nieve cerrada por encima de él e inhalando su propio olor acre a sudor y respiración en lugar de verse expuesto de nuevo al aire congelado.
Además de la luz insidiosa y el frío aún más insidioso, del frío de la muerte, se dio cuenta Goodsir, del frío de la tumba y del acantilado negro por encima de las losas de la isla de Beechey, estaba el ruido; el cirujano había pensado que estaba acostumbrado al gemido de las cuadernas del buque, a los chasquidos y crujidos ocasionales del frío metal en la oscuridad de dos inviernos, y al ruido constante del hielo que sujetaba al buque en sus tenazas, pero allí fuera, sin nada que separase a su cuerpo del hielo excepto unas pocas capas de lana y pieles de lobo, los quejidos y movimiento del hielo debajo de él eran terribles. Era como intentar dormir en el vientre de una bestia viva. La sensación del hielo moviéndose debajo de él, por muy exagerada que pareciese, era lo suficientemente real para darle vértigo, más acurrucado aún en posición fetal.
En algún momento, hacia las dos de la mañana, ya que en realidad había comprobado la hora con su reloj a la luz que se filtraba por la abertura del saco, Harry D. S. Goodsir había empezado a derivar hacia un estado de semiinconsciencia vagamente parecido al sueño cuando le despertaron de golpe dos ensordecedoras explosiones.
Luchando con su saco lleno de sudor helado, como si fuese un recién nacido que intenta abrirse paso a bocados en el saco amniótico, Goodsir consiguió liberar la cabeza y los hombros. El aire de la noche, completamente helado, le golpeó el rostro con tal fuerza que su corazón vaciló. El cielo ya estaba iluminado con la luz del sol.
—¿Qué es eso? —gritó—. ¿Qué ha pasado?
El segundo contramaestre Des Voeux y tres de los marineros estaban de pie en sus sacos de dormir, con los largos cuchillos con los cuales seguramente habían dormido en las manos enguantadas. El teniente Gore había salido de la tienda holandesa. Iba completamente vestido y con una pistola en la mano desnuda..., ¡desnuda!