»Bueno, los hombres se reían como locos. Pero Hoppner, a quien le gustaba aquella fantasía mucho más aún que a Parry, creo yo, vino al baile disfrazado de dama noble, con la última moda de París de aquel año: un generoso escote, un vestido con una enorme crinolina encima del culo, todo, y como yo en aquella época era un alborotador y un inconsciente, y además era demasiado tonto para pensármelo mejor; en otras palabras, no tenía más que veintitantos años, me vestí de lacayo negro de Hoppner, con una librea de lacayo de verdad que el viejo Henry Parkyns Hoppner había comprado en alguna tienda de Londres y que había llevado sólo para que yo me la pusiera.
—¿Y se rieron los hombres? —preguntó Fitzjames.
—Ah, sí, los hombres se murieron de risa otra vez... Parry y su pata de palo quedaron en nada después de que el viejo Henry apareciera vestido de mujer, y yo detrás llevándole la cola. ¿Por qué no se iban a reír? Un montón de deshollinadores, niñas con cintitas, bailarinas turcas, putitas de Londres... ¡Mirad! Ahí va el joven Crozier, un guardiamarina ya mayorcito que aún no es ni teniente y que cree que algún día llegará a almirante, y se olvida de que no es más que un insignificante negro irlandés...
Fitzjames no dice nada durante un minuto entero. Crozier oye los ronquidos y las ventosidades de los coys que oscilan hacia la proa del oscuro barco. En algún lugar de la cubierta, justo encima de ellos, un vigía golpea con los pies en el suelo para evitar que se le congelen. Crozier siente haber terminado la historia de ese modo, no habla nunca de ese modo cuando está sobrio, pero también desea que Fitzjames vuelva a sacar el brandy. O el whisky.
—¿Y cuándo escaparon el
Fury
y el
Hecla
del hielo? —pregunta Fitzjames.
—El 20 de julio del verano siguiente —dice Crozier—. Pero probablemente ya conocerá el resto de la historia.
—Sé que se perdió el
Fury.
—Sí —afirma Crozier—. Cinco días después de que cediese el hielo, íbamos arrastrándonos junto a la costa de la isla de Somerset, intentando mantenernos lejos de la banquisa, intentando evitar esa maldita piedra caliza que cae siempre de los acantilados, y otra borrasca mandó al
Fury
a un cabo de grava. Los hombres consiguieron soltarlo, usando palancas para el hielo y derrochando mucho sudor, pero luego los dos barcos se quedaron atrapados en el hielo, y un maldito iceberg, casi tan grande como ese hijo de puta que está entre el
Erebus
y el
Terror,
empujó al
Fury
contra la costa de hielo, destrozó el timón, hizo astillas las cuadernas, las placas de la cubierta, y la tripulación fue trabajando en las bombas en turno día y noche sólo para intentar mantenerlo a flote.
—Y lo hicieron durante un tiempo —exclamó Fitzjames.
—Quince días. Incluso intentamos remolcarlo hasta un iceberg, pero el puto cable se soltó. Luego Hoppner intentó levantar el buque para llegar hasta la quilla, igual que quería hacer sir John con el
Ere
bus,
pero la tormenta acabó con esa idea y ambos buques estuvieron en peligro de verse forzados hacia la costa del cabo. Finalmente, los hombres simplemente cayeron allí donde estaban bombeando, porque estaban demasiado cansados para entender nuestras órdenes, y el 21 de agosto, Parry ordenó que todo el mundo subiese a bordo del
Hecla
y soltó amarras para evitar que embarrancase y el pobre
Fury
quedó encallado allí, en la playa, entre un puñado de icebergs que lo aplastaron contra la costa y le impidieron el camino de salida. No hubo ni siquiera la oportunidad de remolcarlo. El hielo lo hizo pedazos mientras mirábamos. Conseguimos a duras penas liberar el
He
cla;
los hombres tuvieron que trabajar en las bombas día y noche sin parar y el carpintero trabajó veinticuatro horas al día para ponerlo a flote.
»Así que en realidad nunca llegamos ni a acercarnos al paso, ni siquiera avistamos nuevas tierras, y perdimos un buque, y Hoppner fue sometido a un consejo de guerra, y Parry consideró que era también suyo el consejo de guerra, porque Hoppner estuvo bajo su mando todo el tiempo.
—Todo el mundo fue absuelto —dice Fitzjames—, al final incluso los felicitaron, creo recordar.
—Sí, recibieron felicitaciones, pero no los ascendieron —dice Crozier.
—Pero todos ustedes sobrevivieron.
—Sí.
—Yo quiero sobrevivir a esta expedición, Francis —dice Fitzjames. Su tono es tranquilo, pero muy decidido.
Crozier asiente.
—Deberíamos haber hecho lo que hizo Parry y meter ambas tripulaciones a bordo del
Terror
hace un año, y navegar hacia el este en torno a la Tierra del Rey Guillermo —dice Fitzjames.
Ahora le toca a Crozier levantar las cejas; no por el hecho de que Fitzjames esté de acuerdo en que es una isla, ya que su reconocimiento mediante un trineo a finales del verano ya lo había establecido, sino en mostrarse de acuerdo en que tenían que haber huido el último verano, abandonando el barco de sir John. Crozier sabe que no existe nada más duro para un capitán de cualquier marina del mundo que abandonar su buque, y especialmente en la Marina Real. Y aunque el
Erebus
estaba bajo el mando conjunto de sir John Franklin, el comandante James Fitzjames era su verdadero capitán.
—Ahora ya es demasiado tarde. —Crozier siente dolor.
Como la sala Común comparte varios mamparos exteriores y tiene tres claraboyas patentadas Preston, hace frío; los dos hombres ven su aliento como nubecillas en el aire, pero aun así, hay treinta y cinco o cuarenta grados más que en el hielo, y los pies de Crozier, especialmente los dedos gordos de cada pie, se están derritiendo entre una avalancha de crueles pinchazos y aguijonazos al rojo vivo.
—Sí —asiente Fitzjames—, pero fue usted muy listo al hacer que llevasen en trineo materiales y provisiones a la Tierra del Rey Guillermo, en agosto.
—No era ni una fracción de lo que necesitaríamos llevar hasta allí, si tiene que ser nuestro campamento de supervivencia —dice Crozier bruscamente.
Ha ordenado que unas dos toneladas de ropa, tiendas, equipo de supervivencia y comida enlatada se lleve desde los barcos y se almacene en la costa noroccidental de la isla, por si tienen que abandonar rápidamente los barcos durante el invierno, pero el transporte ha sido absurdamente lento y extremadamente peligroso. Semanas de acarreo laborioso han conseguido dejar allí solamente una tonelada de materiales, tiendas, ropa extra, herramientas y comida en lata para unas pocas semanas. Nada más.
—Esa cosa no nos dejará estar allí —añade, bajito—. Podíamos habernos trasladado todos a unas tiendas en septiembre, yo hice que prepararan dos docenas de las tiendas grandes, como recordará, pero el campamento no hubiese sido tan defendible como los barcos.
—No —dice Fitzjames.
—Si los barcos aguantan el invierno.
—Sí —dice Fitzjames—. ¿Ha oído, Francis, que algunos de los hombres, de ambos buques, llaman a esa criatura «el
Terror
»?
—¡No! —Crozier se siente ofendido. No quiere que el nombre de su barco sea usado para cosas tan malignas como ésa, aunque los hombres estén bromeando. Pero mira los ojos color avellana del comandante James Fitzjames y se da cuenta de que el otro capitán habla en serio, y que los otros hombres seguramente también.
—El
Terror
... —dice Crozier, y traga una saliva amarga.
—Creen que no es un animal —interviene Fitzjames—. Creen que es más astuto que nada en el mundo, que no es natural, que es... sobrenatural..., que hay un demonio ahí fuera en el hielo y en la oscuridad.
Crozier casi escupe, tan disgustado está.
—Un demonio —dice, con desdén—. Esos son los marineros que creen en fantasmas, hadas, espíritus malignos, sirenas, maldiciones y monstruos marinos.
—Yo le he visto a usted rascar la vela para convocar el viento —dice Fitzjames con una sonrisa.
Crozier no dice nada.
—Ha vivido usted lo suficiente y ha viajado también lo bastante para ver cosas que ningún hombre sabía que existían —añade Fitzjames, obviamente intentando suavizar las cosas.
—Sí—dice Crozier, con una carcajada—. ¡Pingüinos! Me habría gustado que fuesen los animales más grandes por aquí, como parece que ocurre en el sur.
—¿No hay osos blancos en el Ártico Sur?
—Ninguno, que nosotros viéramos. Ninguno, que haya visto ningún ballenero o explorador en setenta años de navegación hacia esa tierra blanca, volcánica y helada.
—Y usted y James Ross fueron los primeros hombres en ver ese continente. Y los volcanes.
—Sí, fuimos nosotros. Y a sir James le fue muy bien. Está casado con una jovencita muy guapa, le han hecho caballero, es feliz, se ha retirado del frío. Pero yo... estoy aquí.
Fitzjames se aclara la garganta como para cambiar de tema.
—¿Sabe, Francis?, antes de este viaje, yo creía sinceramente en el mar Polar Abierto. Estaba bastante seguro de que el Parlamento estaba en lo cierto cuando escuchaba las predicciones de los llamados expertos polares. El invierno anterior al de nuestra partida, ¿recuerda? Fue en el
Times.
Todo aquello de la barrera termobárica, de la corriente del Golfo que fluía hacia arriba, bajo el hielo, y calentaba el mar Polar Abierto, y el invisible continente que debía de haber allá arriba. Estaban tan convencidos de que existía que proponían y aprobaban leyes para enviar a los presos de Southgate y de otras prisiones allí a extraer el carbón que debía de haber en enormes cantidades sólo a unos pocos centenares de kilómetros de aquí, en el continente Polar del Norte.
Crozier se echa a reír, esta vez con ganas.
—Sí, a extraer carbón para calentar los hoteles y suministrar a las estaciones para los barcos de vapor que harían viajes regulares a través del mar Polar Abierto hacia 1860 y posteriormente. Ah, Dios mío, ojalá fuese yo uno de esos prisioneros de Southgate. Sus celdas, según requiere la ley y la humanidad, tienen el doble de tamaño que nuestros camarotes, James, y nuestro futuro sería cálido y seguro si no tuviésemos otra cosa que hacer que sentarnos en medio de todo ese lujo y esperar a que llegasen las noticias de que se había descubierto y colonizado el continente del Polo Norte.
Ambos hombres se echan a reír.
Se oye un golpe procedente de la cubierta, encima de ellos, pies que corren en lugar de patalear, y luego voces y una ráfaga de aire helado en torno a sus pies cuando alguien abre la escotilla principal por encima del extremo más alejado de la escalera de cámara y el sonido de varios pares de pies que bajan por las escaleras.
Ambos capitanes se quedan silenciosos y esperan a que llegue el suave golpecito en la puerta de la sala Común.
—Entre —dice el comandante Fitzjames.
Un tripulante del
Erebus
hace entrar a dos del
Terror,
el tercer teniente John Irving y un marinero llamado Shanks.
—Siento molestarlos, comandante Fitzjames, capitán Crozier —dice Irving, a través de los dientes que sólo le castañetean ligeramente. Su larga nariz está blanca por el frío. Shanks todavía lleva el mosquete.
—El teniente Little me envía para que informe al capitán Crozier lo antes posible.
—Adelante, John —dice Crozier—. No estarán buscando todavía a
Lady Silenciosa
, ¿no?
Irving se queda desconcertado un segundo. Luego dice:
—La vimos afuera en el hielo cuando llegaron las últimas partidas de búsqueda del hielo. No, señor, el teniente Little me pide que le haga venir cuanto antes, porque... —El joven teniente hace una pausa como si hubiese olvidado el motivo por el cual le ha enviado Little.
—Señor Couch —dice Fitzjames al oficial del
Erebus
que estaba de guardia y que ha traído a los dos hombres del
Terror
a la sala Común—, por favor, sea tan amable de salir afuera, al corredor, y cerrar la puerta, gracias.
También Crozier ha notado el extraño silencio: han cesado los crujidos de los coys y los ronquidos. Demasiados oídos del alojamiento de la tripulación están despiertos y escuchando.
Cuando se ha cerrado la puerta, Irving dice:
—Son William Strong y Tommy Evans. Han vuelto.
Crozier parpadea.
—¿Qué demonios quiere decir con que han vuelto? ¿Vivos? —Nota el primer brote de esperanza desde hace meses.
—Oh, no, señor —dice Irving—. Sólo... un cadáver, en realidad. Pero estaba apoyado contra el pasamanos de popa cuando alguien lo vio, cuando las partidas de búsqueda volvían ya..., hace una hora. Los que estaban de guardia no habían visto nada. Pero estaba ahí, señor. Siguiendo las órdenes del teniente Little, Shanks y yo hemos venido lo más rápido que hemos podido a informarle, capitán. Shanks viene tal como estaba.
—Pero ¿cómo que uno? —explota Crozier—. ¿Un cuerpo? ¿De vuelta en el barco? —El capitán del
Terror
no entiende nada—. Pensaba que había dicho que habían vuelto ambos, Strong y Evans.
Toda la cara del teniente Irving está tan blanca como si se le hubiese congelado.
—Y están los dos, capitán. O al menos, la mitad de cada uno. Cuando fuimos a mirar el cuerpo que estaba allí apoyado en la popa, se cayó y..., bueno..., se separó. Parece ser, señor, que es Billy Strong de cintura para arriba. Y Tommy Evans de cintura para abajo.
Crozier y Fitzjames sólo pueden mirarse entre ellos.
Goodsir
Lat 69° 37' 42" — Long. 98° 41'
Tierra del Rey Guillermo, 24 de mayo-3 de junio de 1847
La partida del teniente Gore llegó al mojón de sir James Ross en la Tierra del Rey Guillermo muy tarde, la noche del 28 de mayo, después de cinco durísimos días de travesía por el hielo.
La buena noticia, a medida que se aproximaban a la isla, invisible para ellos hasta los últimos minutos, era que había charcos de agua sin sal aptos para beber a medida que se acercaban a la costa. La mala noticia es que la mayoría de esos charcos se habían filtrado desde la base de una serie de icebergs prácticamente ininterrumpida, algunos de ellos de treinta metros de alto o más, y que estaban amontonados contra los bajíos y la costa y ahora se extendían como un castillo blanco lleno de parapetos hasta donde alcanzaba la vista, en torno a la curva de tierra. A los hombres les costó un día entero cruzar aquella barrera, y aun así tuvieron que dejar parte de las ropas, combustible y provisiones ocultos en el hielo del mar para aligerar la carga del trineo. Para añadir más dificultades e incomodidades todavía, varias de las latas de sopa y de cerdo que abrieron en el hielo estaban podridas y tuvieron que tirarlas, dejándoles con menos de cinco días de raciones para el regreso, asumiendo que no hubiese más latas estropeadas. Y por si todo eso fuese poco, encontraron que allí, en lo que tenía que ser el borde del mar, el hielo tenía todavía más de dos metros de grosor.