—Saquen a ese... salvaje de encima del... teniente Gore —ordenó sir John—. ¡Inmediatamente!
Varios hombres corrieron a obedecer, y levantaron al hombre esquimal por los hombros y los pies. El viejo se quejó y el doctor Goodsir exclamó:
—¡Con cuidado! ¡Tengan cuidado con él! Tiene una bala de mosquete cerca del corazón. Llévenlo a la enfermería, por favor.
La capucha de la parka del otro esquimal estaba ahora echada hacia atrás y sir John observó con asombro que se trataba de una mujer joven. Ella se acercó al viejo herido.
—¡Esperen! —gritó sir John, agitando la mano hacia el ayudante de cirujano—. ¿A la enfermería? ¿Está sugiriendo usted en serio que permitamos que... una persona nativa... entre en la enfermería de nuestro buque?
—Este hombre es mi paciente —dijo Goodsir con una tozudez y una osadía que sir John Franklin jamás habría pensado que pudiera residir en el bajito cirujano—. Tengo que llevarle a un lugar donde le pueda operar, quitarle la bala del cuerpo, si es posible. Al menos parar la hemorragia, si no. Llévenle adentro, por favor, caballeros.
Los tripulantes que sujetaban al esquimal miraron al comandante de su expedición en busca de una decisión. Sir John estaba tan desconcertado que no podía hablar.
—Vamos, corran —ordenó Goodsir, con voz confiada.
Tomando el silencio de sir John como tácito asentimiento, los hombres llevaron al esquimal de cabello gris hacia arriba por la rampa de nieve, y lo introdujeron en el barco. Goodsir, la chica esquimal y varios hombres de la tripulación fueron después, algunos ayudando al joven Hartnell.
Franklin, casi incapaz de ocultar su conmoción y su horror, se quedó de pie donde estaba, mirando todavía el cadáver del teniente Gore. El soldado Pilkington y el marinero Morfin estaban desatando los cabos que sujetaban a Gore al trineo.
—Por el amor de Dios —dijo Franklin—, tápenle la cara.
—Sí, señor —dijo Morfin.
El marinero subió la manta de la Compañía de la Bahía de Hudson que se había deslizado de la cara del teniente durante el rudo día y medio de recorrido por el hielo y las crestas de presión.
Sir John veía todavía el hueco de la boca abierta del guapo teniente a través de la combadura de la manta roja.
—Señor Des Voeux —exclamó Franklin.
—Sí, señor. —El segundo oficial Des Voeux, que había supervisado el proceso de desatar el cuerpo del teniente, se acercó y se tocó la frente. Franklin veía que aquel hombre barbudo, con la cara roja y quemada por el sol y estragada por el viento, estaba tan cansado que apenas podía levantar el brazo para saludar.
—Que lleven el cuerpo del teniente Gore a sus aposentos, donde usted y el señor Sergeant procurarán que lo preparen para su entierro, bajo la supervisión del teniente Fairholm.
—Sí, señor —dijeron Des Voeux y Fairholme a la vez.
Ferrier y Pilkington, aunque estaban exhaustos, rechazaron todo ofrecimiento de ayuda y levantaron el cuerpo de su teniente muerto. El cadáver parecía tan tieso como un leño. Uno de los brazos de Gore estaba doblado, y su mano desnuda, que se había puesto negra por el sol o por la descomposición, estaba levantada en un helado gesto como una garra.
—Esperen —dijo Franklin. Se dio cuenta de que si enviaba al señor Des Voeux a hacer aquel recado, pasarían horas antes de que pudiera recibir un informe oficial del hombre que era el segundo al mando de aquella partida. Hasta el maldito cirujano estaba fuera de la vista, llevándose con él a los dos esquimales—. Señor Des Voeux —dijo Franklin—, después de disponer los preparativos para el señor Gore, venga a mi camarote a informar.
—Sí, capitán —dijo el oficial, cansadamente.
—Mientras tanto, ¿quién estaba con el teniente Gore al final?
—Todos nosotros, señor —dijo Des Voeux—. Pero el marinero Best estuvo con él, los dos solos, durante la mayor parte de los dos días que estuvimos en la Tierra del Rey Guillermo. Charlie vio todo lo que hizo el teniente Gore.
—Muy bien —dijo sir John—. Vaya a cumplir sus obligaciones, señor Des Voeux. Enseguida escucharé su informe. Best, venga ahora conmigo y con el comandante Fitzjames.
—Sí, señor —respondió el marinero, cortando el último trozo de su arnés de cuero, pues estaba demasiado exhausto para desatar los nudos. No tenía la fuerza suficiente para levantar el brazo y saludar.
Las tres claraboyas patentadas Preston tenían un aspecto lechoso allá en lo alto, con aquel sol que nunca se ponía, mientras el marinero Charles Best estaba de pie haciendo su informe a sir John Franklin, el comandante Fitzjames y el capitán Crozier, sentados. El capitán del
HMS Terror
había llegado de visita casualmente, muy oportuno, justo minutos antes de que la partida del trineo llegase a bordo. Edmund Hoar, el mozo y a veces secretario de sir John, estaba sentado detrás de los oficiales tomando notas. Best, por supuesto, permanecía de pie, pero Crozier había sugerido que el hombre exhausto tomase un poquito de brandy medicinal, y aunque la expresión de sir John demostró su desaprobación, accedió a pedirle al comandante Fitzjames que le proporcionara un poco de su reserva privada. El licor pareció revivir un poco a Best.
Los tres oficiales interrumpían de vez en cuando con preguntas mientras el tambaleante Best realizaba su informe. Cuando su descripción del laborioso viaje con el trineo por la Tierra del Rey Guillermo amenazaba con extenderse demasiado, sir John apremió al hombre para que hablase de los acontecimientos de los dos últimos días.
—Sí, señor. Bueno, después de la primera noche de rayos y truenos en el mojón, y de encontrar luego... huellas, marcas... en la nieve, intentamos dormir un par de horas, pero no lo conseguimos, realmente; luego el teniente Gore y yo salimos hacia el sur con raciones ligeras, mientras el señor Des Voeux cogía el trineo y lo que quedaba de la tienda y del pobre Hartnell, que todavía estaba ahí fuera en el frío; y nos despedimos entonces y el teniente y yo nos dirigimos hacia el sur, y el señor Des Voeux y su gente se dirigieron de nuevo al mar de hielo.
—Ustedes iban armados —dijo sir John.
—Sí, sir John —dijo Best—. El teniente Gore tenía una pistola. Yo llevaba una de las dos escopetas. El señor Des Voeux se quedó la otra escopeta con su partida, y el soldado Pilkington llevaba el mosquete.
—Díganos por qué dividió el teniente Gore la partida —pidió sir John.
Best pareció confuso por la pregunta durante un momento, pero luego se iluminó.
—Ah, él nos dijo que seguía sus órdenes, señor. Con toda la comida en el campamento del mojón destruida por los rayos y las tiendas estropeadas, la mayoría de los hombres necesitaban volver al campamento del mar. El teniente Gore y yo entonces fuimos a colocar el segundo contenedor con el mensaje en algún lugar del sur, a lo largo de la costa, y a ver si había agua abierta. Pero no la había, señor. Agua abierta, quiero decir. Ni rastro. Ni una pu..., ni un pequeño reflejo de cielo oscuro que sugiriese agua.
—¿Hasta dónde llegaron ustedes dos, Best? —preguntó Fitzjames.
—El teniente Gore creía que habíamos recorrido unos seis kilómetros hacia el sur, por encima de la nieve y la grava helada, cuando llegamos a una gran ensenada, señor..., más bien como la bahía de Beechey, donde invernamos hace un año. Pero ya sabe usted lo que son seis kilómetros en la niebla y el viento y con el hielo blanco, señores, aun en tierra, por aquí alrededor. Probablemente recorrimos quince kilómetros o más para cubrir los seis. La ensenada estaba bien helada, sólida. Como la banquisa de aquí. Ni siquiera ese habitual trocito de agua abierta que hay entre la costa y el hielo en cualquier ensenada durante el verano, por aquí. Así que cruzamos la boca, y luego seguimos otro medio kilómetro o así a lo largo de un promontorio allí, donde el teniente Gore y yo construimos otro mojón, no tan alto ni tan bonito como el del capitán Ross, claro, pero sólido y lo bastante alto para que cualquiera lo viera desde cualquier sitio. Esa tierra es tan plana que un hombre siempre es lo más alto que hay. De modo que apilamos las rocas a la altura de los ojos, más o menos, y metimos allí el segundo mensaje, igual que el primero que me dio el teniente, con aquel bonito cilindro de latón.
—¿Y entonces volvieron ustedes? —preguntó el capitán Crozier.
—No, señor —dijo Best—. Admito que yo estaba muy cansado. También lo estaba en teniente Gore. La caminata había sido muy dura aquel día, y hasta los sastrugi eran difíciles de atravesar, pero había niebla, de modo que sólo veíamos de vez en cuando la costa cuando se elevaba la niebla, así que aunque ya era por la tarde cuando acabamos de construir el mojón y dejar el mensaje, el teniente Gore nos hizo caminar unos nueve, diez u once kilómetros más hacia el sur a lo largo de la costa. A veces veíamos algo, pero la mayor parte del tiempo no. Pero sí que «oíamos» cosas.
—¿Qué es lo que oían, buen hombre? —preguntó Franklin.
—Algo que nos seguía, sir John. Algo grande. Y respiraba... y a veces parecía que engullía un poco..., ya saben, señores, como hacen los osos blancos, algo así como si tosiera...
—¿Lo identificaron como un oso? —preguntó Fitzjames—. Decía que eran ustedes las cosas de mayor tamaño visibles en tierra. Ciertamente, si los seguía un oso, habrían podido verlo cuando la niebla se levantase.
—Sí, señor —dijo Best, frunciendo el ceño tan intensamente que parecía que se iba a echar a llorar—. Quiero decir que no, señor. No pudimos identificarlo como un oso, señor. Podríamos haberlo hecho si fuese normal. Tendríamos que haberlo hecho. Pero no lo hicimos, no pudimos hacerlo. A veces le oíamos toser justo detrás de nosotros, a cuatro metros y medio de distancia entre la niebla, y yo levantaba la escopeta y el teniente Gore amartillaba la pistola, y esperábamos, conteniendo el aliento, pero cuando la niebla se despejaba, veíamos a treinta metros de distancia y allí no había nada.
—Debía de ser algún fenómeno auditivo —dijo sir John.
—Sí, señor —accedió Best, sugiriendo con su tono que no entendía el comentario de sir John.
—El hielo de la costa, que hacía ruido —dijo sir John—. O a lo mejor el viento.
—Ah, sí, sí, señor, sir John —dijo Best—. Sólo que no había viento. Pero el hielo..., sí, pudo ser eso, señor. Siempre puede ser. —Su tono dejaba bien claro que no podía ser.
Moviéndose como si se sintiera irritado, sir John dijo:
—Ha dicho usted al llegar que el teniente Gore murió..., fue asesinado..., después de que se uniesen a los otros seis hombres en el hielo. Por favor, explíquenos ese punto de la narración.
—Sí, señor. Bueno, debía de ser cerca de la medianoche cuando decidimos que ya no podíamos ir más hacia el sur. El sol había desaparecido del cielo delante de nosotros, pero el cielo tenía aquella luz de oro..., ya sabe cómo es la medianoche por aquí, sir John. La niebla se había levantado lo suficiente durante un ratito, y entonces trepamos por una pequeña colina rocosa..., bueno, en realidad no era una colina, sino una punta que estaba a unos cinco metros por encima del resto de la grava helada y llana que hay allí..., veíamos la costa que se alejaba dando vueltas y revueltas hacia el sur, hacia el horizonte borroso, y asomaban algunos icebergs del horizonte, del lugar donde se habían ido amontonando a lo largo de la costa. No había agua. Todo estaba congelado y sólido. De modo que nos dimos la vuelta y echamos a andar. No teníamos tienda ni sacos de dormir, y sólo comida fría. Me rompí un diente bueno masticando aquello. También teníamos mucha sed, sir John. No teníamos estufa para fundir nieve o hielo, y habíamos empezado con sólo un poquito de agua en una botella que el teniente Gore guardaba debajo de su ropa y su sobretodo.
»De modo que fuimos andando, de noche, bueno, la hora o dos de penumbra que aquí llaman noche, señores, y luego, más horas..., y yo me quedé dormido andando una docena de veces, y habría ido caminando en círculos hasta caer muerto, pero el teniente Gore me cogía y me sacudía un poco y me obligaba a seguir un poco más. Pasamos junto al nuevo mojón y cruzamos la ensenada, y en algún momento, sobre las seis, cuando el sol estaba de nuevo bien alto en el cielo, llegamos al sitio donde habíamos acampado la noche antes, junto al primer mojón, el de sir James Ross, quiero decir..., en realidad había sido hacía dos noches, durante la primera tormenta eléctrica..., y seguimos andando, siguiendo las huellas del trineo hasta los icebergs acumulados en la costa, y luego hacia el mar de hielo.
—Ha dicho usted «durante la primera tormenta eléctrica» —interrumpió Crozier—. ¿Es que hubo más? Tuvimos varias aquí mientras ustedes andaban fuera, pero lo peor parecía ser hacia el sur.
—Ah, sí, señor —dijo Best—. Cada pocas horas, aunque la niebla era muy espesa, los truenos empezaban a retumbar de nuevo y luego el pelo se nos ponía tieso otra vez, como si se quisiera escapar de nuestras cabezas, y todas las cosas de metal que teníamos (las hebillas de los cinturones, la escopeta, la pistola del teniente Gore) se ponían brillantes y azules, y buscábamos un lugar donde agacharnos en la grava y echarnos allí sencillamente, intentando desaparecer pegados al suelo, mientras el mundo explotaba a nuestro alrededor como el fuego de cañón en Trafalgar, señores.
—¿Estuvo usted acaso en Trafalgar, marinero Best? —preguntó sir John, gélidamente.
Best parpadeó.
—No, señor. Por supuesto que no, señor. Sólo tengo veinticinco años, milord.
—Yo sí que estuve en Trafalgar, marinero Best —dijo sir John, muy tieso—. Como oficial de señales del
HMS Bellerophon,
donde murieron treinta y tres de los cuarenta oficiales sólo en esa batalla. Por favor, evite usar metáforas o símiles que están fuera de su experiencia durante el resto de su informe.
—Sssssí, se..., señor —tartamudeó Best, tambaleándose no sólo por el cansancio y la pena, sino por el terror de haber dado un paso en falso semejante—. Le pido disculpas, sir John. Yo no quería..., yo... no debí..., o sea...
—Continúe con su narración, marinero —dijo sir John—. Pero cuéntenos las últimas horas del teniente Gore.
—Sí, señor. Bueno... Yo no podría haber trepado la barrera de icebergs sin que me ayudase el teniente Gore, que Dios le bendiga, pero al final lo conseguimos, y luego salimos al hielo mismo, hasta el lugar que estaba a, aproximadamente, un par de kilómetros del campamento marino, donde el señor Des Voeux y los demás nos esperaban, pero entonces nos perdimos.