El Terror (73 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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El capitán llamó a Thomas Blanky. La pierna y el pie de madera del hombre le eximían de tirar de los trineos, aunque el pie había sido cuidadosamente provisto de clavos y listones para el hielo. La prótesis, sencillamente, no le daba a Blanky la fuerza y el equilibrio necesarios para aquel esfuerzo. Pero los hombres sabían que el patrón del hielo muy pronto, de manera figurada al menos, si no literal, llevaría la carga que le correspondía, o más aún. El conocimiento de las condiciones del hielo sería crucial si encontraban canales, y tenían que botar sus chalupas desde el campamento
Terror
en las semanas o meses que se avecinaban.

Entonces, Crozier usó a Blanky como mensajero.

—Señor Blanky, ¿sería usted tan amable de ir hacia delante y pasar la voz a los hombres que no estén tirando de los arneses de que no nos detendremos para cenar? Deben sacar el buey frío y las galletas de las cajas de los trineos y pasárselos a los marines. También a los hombres que tiran, junto con la orden de que todo el mundo coma en marcha y beba de las botellas de agua que llevan debajo de la ropa de abrigo. Y por favor, pida a nuestros guardias que se aseguren de que sus armas están listas. Quizá tengan que quitarse los guantes exteriores.

—Sí, capitán —dijo Blanky, y desapareció por delante, en la oscuridad.

Crozier oía el crujido de su pie de madera, erizado de clavos.

El capitán sabía que al cabo de diez minutos todos los hombres en marcha comprenderían que la criatura del hielo los estaba siguiendo y que estaba disminuyendo la ventaja.

35

Irving

Lat. 69° 37' 42" N — Long. 98° 40' 58" O

24 de abril de 1848

Excepto por el hecho de que John Irving estaba enfermo y medio muerto de hambre, que le sangraban las encías y temía que dos dientes de un lado se le estuviesen soltando, y que estaba tan cansado que temía desmayarse en cualquier momento, era uno de los días más felices de su vida.

Todo aquel día y el día anterior, él y George Henry Hodgson, antiguos amigos del buque de entrenamiento de la artillería
Excellent
antes de su expedición, habían estado a cargo de equipos de hombres que se dedicaron a cazar y explorar como Dios manda. Por primera vez en los tres años que llevaban sentados y congelados en aquella maldita expedición, el tercer teniente John Irving era un «explorador» de verdad.

Cierto es que la isla que exploraba hacia el este, la misma Tierra del Rey Guillermo a la que había venido con el teniente Gore hacía un poco más de once meses, no valía ni una gota de orina de chino, porque era todo grava congelada y lomas bajas, ninguna de las cuales subía más de seis metros por encima del nivel del mar, habitada sólo por vientos aullantes y huecos profundos llenos de nieve y más y más grava, pero, aun así, Irving estaba explorando. Aquella mañana ya había visto cosas que ningún otro hombre blanco, y quizá ningún otro ser humano en todo el planeta, había visto jamás. Por supuesto, sólo eran lomas bajas de grava helada y más huecos llenos de nieve y hielo, y ni una sola huella de zorro ártico o de foca, pero, aun así, era «él» quien lo había descubierto: sir James Ross pasó en trineo en torno a la costa norte y llegó al cabo Victoria dos décadas atrás, pero fue John Irving, originario de Bristol y joven caballero habitante de Londres, el primer explorador del interior de la Tierra del Rey Guillermo. Irving tenía medio pensado llamar al interior «Tierra de Irving». ¿Por qué no? Aquel cabo que no estaba lejos del campamento
Terror
llevaba el nombre de la esposa de sir John, lady Jane Franklin, ¿y qué había hecho ella para merecer el honor, excepto casarse con un tipo viejo, gordo y calvo?

Los distintos equipos de arneses empezaban a pensar en sí mismos como grupos diferentes. El día anterior, Irving dirigió al mismo grupo de seis hombres a una partida de caza, mientras George Hodgson llevaba a los suyos a reconocer la isla, siguiendo las instrucciones del capitán Crozier. Los cazadores de Irving no habían encontrado ninguna huella de animal en la nieve.

El teniente tuvo que admitir que, como todos sus hombres iban armados con escopetas o mosquetes el día anterior (el propio Irving llevaba una pistola metida en el bolsillo del abrigo, como hoy), hubo momentos en que sintió cierta preocupación por el hecho de que el ayudante de calafatero, Hickey, estuviera detrás de él llevando un arma. Pero no ocurrió nada, claro está. Con Magnus Manson a más de cuarenta kilómetros, en el barco, Hickey se mostraba no sólo cortés, sino realmente deferente con Hickey, Hodgson y los demás oficiales.

Esto le recordó a John Irving cómo solía separar su tutor a sus hermanos y a él durante las clases en su hogar de Bristol, cuando los chicos se ponían demasiado alborotadores durante los largos y aburridos días de clases. El tutor colocaba a los chicos en habitaciones distintas en la vieja mansión y les hacía dar las lecciones separados durante horas, y él se desplazaba desde una parte del segundo piso del ala vieja a la siguiente, con sus zapatos de hebillas y altos tacones resonando en los antiguos suelos de roble. John y sus hermanos, David y William, que armaban tanto alboroto alrededor del señor Candrieu cuando estaban juntos, se volvían casi tímidos frente a aquel tutor larguirucho, de cara pálida y rodillas huesudas, cuando estaban solos con él. Aunque al principio se resistió a pedirle al capitán Crozier que dejase aparte a Manson, Irving ahora se alegraba de habérselo dicho. Y se alegró mucho más aún de que el capitán no le obligara a darle un motivo. Irving no le había contado nunca al capitán lo que había visto entre el ayudante del calafatero y el enorme marinero aquella noche en la bodega, y no pensaba hacerlo.

Sin embargo, aquel día no había tensión por Hickey ni por ninguna otra cosa. El único miembro de su grupo de exploración que llevaba un arma, aparte de él mismo su pistola, era Edwin Lawrence, que iba armado con un mosquete. Las prácticas de tiro junto a la línea de botes montados sobre trineos, en el campamento
Terror
, había demostrado que Lawrence era el único hombre de su grupo capaz de disparar un mosquete con cierta efectividad, de modo que era su guardia y protector aquel día. El resto sólo llevaban bolsas de lona colgadas al hombro, como improvisados macutos que colgaban de un asa. Reuben Male, capitán del castillo de proa, que era un hombre ingenioso, había trabajado con el viejo Murray, el velero, e hicieron esas bolsas para todos los hombres, de modo que los hombres las llamaban bolsas Male. En las bolsas Male llevaban sus botellas para el agua de peltre o de plomo, algunas galletas y cerdo seco, una lata de comida enlatada de emergencia Goldner, algunas capas de ropa extra, las gafas de alambre que Crozier había ordenado que se hicieran para proteger los ojos de la ceguera del sol, algo más de pólvora y munición para cuando iban de caza y un saco de dormir con mantas, por si algo les impedía volver al campamento y tenían que hacer vivac por la noche.

Aquella mañana habían caminado tierra adentro durante más de cinco horas. El grupo permanecía en las ligeras elevaciones de grava cuando podía; el viento era más fuerte y frío allí, pero era más fácil andar que en las cañadas llenas de hielo y nieve. No habían visto nada que pudiera mejorar las posibilidades de supervivencia de todo el grupo: ni siquiera líquenes verdes o musgo anaranjado del que crece en las rocas. Irving sabía por los libros de la biblioteca de la sala Grande del
Terror,
incluyendo dos libros del propio sir John Franklin, que los hombres hambrientos pueden hacer una especie de sopa rascando mohos y líquenes. Hombres «muy» hambrientos.

Cuando su equipo de reconocimiento se detuvo a comer su almuerzo frío y a beber agua y a descansar adecuadamente, resguardados del viento, Irving cedió el mando temporal al capitán de la cofa de gavia, Thomas Farr, y se fue solo. Se dijo que los hombres estaban extenuados por los fatigosos recorridos tirando del trineo de las semanas pasadas, y que precisaban descanso; pero la verdad era que necesitaba soledad.

Irving le había dicho a Farr que volvería al cabo de una hora, y para asegurarse de no perderse, frecuentemente pasaba por trozos nevados y resguardados del viento para dejar huellas de botas para sí mismo y para que los demás le pudieran encontrar, si se le hacía tarde. Mientras caminaba hacia el este, maravillosamente solo, comió un poco de galleta dura, notando que los dos dientes estaban muy sueltos. Al apartar la galleta de la boca estaba manchada de sangre.

Aunque tuviera hambre, Irving comía poco aquellos días.

Se dirigió hacia otro fragmento de nieve sobre la grava congelada, y subió por la pendiente hasta otra loma baja barrida por los vientos, y luego se detuvo súbitamente.

Unas manchitas negras se movían en el amplio valle barrido por la nieve, ante él.

Irving se quitó los guantes con los dientes y trasteó en su bolsa Male buscando su preciada posesión, el bello catalejo de latón que le había regalado su tío al ingresar en la Marina. El artefacto metálico se le quedaría congelado y pegado a la mejilla y la frente si dejaba que le tocara, de modo que resultaba difícil obtener una imagen fija mientras lo sujetaba apartado de la cara, aunque lo hiciera con ambas manos. Le temblaban los brazos y las manos.

Lo que había pensado que era un pequeño rebaño de animales lanudos, en realidad, resultaron ser seres humanos.

«La partida de caza de Hodgson.»

No. Aquellas formas iban vestidas con gruesas parkas de piel como las que llevaba
Lady Silenciosa
. Y había diez figuras cruzando laboriosamente el valle nevado, caminando cerca, pero no en una sola fila. George sólo llevaba seis hombres. Y Hodgson había llevado a su partida de caza al sur a lo largo de la costa aquel día, y no tierra adentro.

Aquel grupo llevaba un pequeño trineo. La partida de caza de Hodgson no llevaba trineo. Y no había ningún trineo tan pequeño en el campamento
Terror
.

Irving intentó enfocar su amado catalejo y contuvo el aliento para evitar que el instrumento se moviera.

«Este trineo va tirado por un equipo de al menos seis perros.»

O bien eran rescatadores blancos con trajes esquimales, o bien esquimales.

Irving tuvo que bajar el catalejo; luego apoyó una rodilla en la grava congelada y bajó la cabeza un momento. El horizonte parecía dar vueltas. La debilidad física que había estado conteniendo durante semanas por pura fuerza de voluntad le inundó como círculos concéntricos de náuseas.

«Esto lo cambia todo», pensó.

Las figuras de abajo, que no parecían haberle visto aún, probablemente porque él había subido a la elevación y no sería muy visible allí, con su oscuro abrigo confundido con la oscura roca, podían ser cazadores que habían partido de algún desconocido poblado esquimal mucho más al norte, que no estuviera demasiado lejos. Si era así, los ciento cinco supervivientes del
Erebus
y del
Terror
casi con toda seguridad estaban salvados. Los nativos podrían alimentarlos o enseñarles cómo alimentarse allí, en aquella tierra sin vida.

O bien también existía la posibilidad de que los esquimales fueran una partida de guerra, y que las rústicas lanzas que Irving había captado en el catalejo estuvieran destinadas a los hombres blancos que sabían que estaban invadiendo su tierra.

De cualquier modo, el tercer teniente John Irving sabía que su trabajo consistía en bajar, reunirse con ellos y averiguarlo.

Cerró el catalejo, lo guardó cuidadosamente entre los jerséis extra que llevaba en la mochila y, levantando un brazo en lo que esperaba que los salvajes viesen como una señal de saludo y de paz, empezó a bajar la loma hacia los diez humanos que se habían detenido de repente.

36

Crozier

Latitud 69° 37' 42" N — Longitud 98° 41' O

24 de abril de 1848

El tercer y último día en el hielo fue, de lejos, el más duro.

Crozier había hecho aquella travesía al menos dos veces antes en las últimas seis semanas, con algunas de las partidas más grandes y tempranas de trineos, pero aunque el camino estaba menos estabilizado, había sido mucho más fácil entonces. El estaba más sano e infinitamente menos cansado.

Francis Crozier no era plenamente consciente de ello, pero desde la recuperación de su enfermedad casi fatal en enero, su grave melancolía le había convertido en insomne. Como marinero y luego capitán, Crozier siempre se había enorgullecido, como les ocurría a la mayoría de los capitanes, de necesitar muy poco sueño y despertarse del sueño más profundo ante cualquier modificación en la situación del barco: un ligero cambio de dirección, el viento que arreciaba en las velas, el sonido de demasiados pies corriendo por la cubierta de arriba, durante una guardia determinada, cualquier alteración en el sonido del agua moviéndose contra el casco del buque..., cualquier cosa.

Pero en las semanas recientes, Crozier dormía menos cada noche, hasta caer en el hábito de dormitar sólo una hora o dos en la parte media de la noche, y quizá dar una cabezada de treinta minutos o menos durante el día. Se decía a sí mismo que era el resultado de tener que supervisar tantos detalles y dar tantas órdenes aquellos últimos días y semanas antes de ponerse en camino en el hielo, pero la verdad es que la melancolía intentaba destruirle de nuevo.

Su mente estaba embotada la mayor parte del tiempo. Era un hombre inteligente cuya mente se hallaba estupidizada por los subproductos químicos de una fatiga constante.

Dormir en los campamentos marítimos, tanto en el Uno como en el Dos, había resultado casi imposible para ninguno de los hombres, las dos noches pasadas, por muy cansados que estuvieran. No había necesidad de erigir tiendas en ningún campamento, ya que se habían dejado permanentemente ocho tiendas Holland en las anteriores semanas, y los daños producidos por el viento o la nieve los podía reparar la siguiente partida que llegase.

Los sacos de dormir para tres de piel de reno eran mucho más cálidos que los sacos de mantas de la bahía de Hudson cosidas entre sí, y estos buenos sacos se habían adjudicado a suertes. Crozier ni siquiera había tomado parte en el sorteo, pero cuando, la primera vez que estuvo en el hielo, entró en la tienda que compartía con otros dos oficiales, encontró que su mozo, Jopson, había colocado un saco de piel de reno especialmente preparado para él. Ni el enfermo Jopson ni los hombres pensaban que fuera correcto que su capitán tuviera que compartir un saco con otros dos hombres que roncaban, daban patadas y se tiraban pedos, y Crozier se sentía demasiado cansado y agradecido para discutirlo.

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