El Terror (76 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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La anciana que estaba de pie junto a ellos emitió una especie de sonido quejumbroso.


Kaaktunga!
—gritó. Y como ninguno de los hombres le prestaba atención, volvió a gritar—:
Kaaktunga!

El hizo una mueca en dirección a Irving, como hace un hombre a otro cuando una mujer le pide algo en su presencia, y dijo:


Orssunguvoq!
—Pero le cortó a la mujer una tira de grasa de foca y se la arrojó como haría uno con un perro.

La vieja desdentada se echó a reír y empezó a masticar la grasa.

Inmediatamente el grupo se reunió en torno al trineo, los hombres con los cuchillos desenvainados, y todos empezaron a cortar y comer.


Aipalingiagpoq
—dijo el señor Tikerqat, señalando a la mujer vieja y riendo.

Los demás cazadores, el viejo y el niño, todos excepto el hombre mayor con la tira en el pelo y la bolsita, se unieron a las risas.

Irving sonrió ampliamente, aunque no tenía ni idea de cuál era la broma.

El hombre mayor con la cinta señaló hacia Irving y dijo:

—Qavac... suingne! Kangunartuliorpoq!

El teniente no necesitaba intérprete para saber que lo que había dicho el hombre no era ni laudatorio ni amable. El señor Tikerqat y varios de los demás cazadores menearon la cabeza mientras comían.

Todo el mundo, hasta la mujer joven, usaba el cuchillo de la misma forma que
Lady Silenciosa
en la casa de nieve, más de dos meses antes: cortaban la piel, carne y grasa hacia la boca, de modo que las agudas hojas quedaban apenas al grosor de un pelo de distancia de sus grasientos labios y de sus lenguas.

Irving lo cortó también de la misma forma, lo mejor que pudo, pero su cuchillo estaba más embotado y lo hizo con mucha mayor torpeza. Pero al menos no se cortó la nariz, como había hecho la primera vez con
Lady Silenciosa
. El grupo comió en amigable silencio, interrumpido sólo por educados eructos y ocasionales pedos. Los hombres bebían de vez en cuando de una especie de bolsa u odre de piel, pero Irving ya había sacado la botella que mantenía junto a su cuerpo para que el agua no se helase.


Keenah-oo-veet?
—dijo Tikerqat súbitamente. Se golpeó el pecho—. Tikerqat. —De nuevo el joven se quitó el guante y mostró los dedos que le quedaban.

—Irving —dijo el teniente, golpeándose su propio pecho.


Eh-vunq
—intervino el esquimal.

Irving sonrió por encima de la grasa. Señaló a su nuevo amigo.

—Inuk Tikerqat,
ee?

El esquimal meneó la cabeza.


Ah-ka.
—El hombre hizo un gesto amplio con los brazos y manos, incluyendo a todos los demás esquimales, así como él mismo—.
Inuk
—dijo firmemente. Levantando su mano mutilada y agitando los dos dedos que le quedaban mientras escondía el pulgar, dijo de nuevo—: Tikerqat.

Irving interpretó que todo aquello significaba que «Inuk» no era el nombre del hombre, sino la descripción de los diez esquimales que estaban allí, quizá su nombre tribal, racial o de clan. Supuso que «Tikerqat» no era un apellido, sino el nombre completo de su interlocutor, y probablemente significaba «Dos Dedos».

—Tikerqat —dijo Irving, intentando pronunciarlo correctamente mientras todavía cortaba y comía grasa. El hecho de que la carne y la grasa estuviesen rancias, hediondas y crudas no significaba nada. Era como si su cuerpo ansiase aquella grasa por encima de todas las demás cosas—. Tikerqat —dijo de nuevo.

Allí siguió una presentación general, mientras cortaban y masticaban, todos en cuclillas.

Tikerqat empezó con las presentaciones y explicaciones representando las cosas para explicar el sentido del nombre, si es que los nombres tenían sentido, pero luego los otros hombres tomaron la vez y representaron sus propios nombres. El momento producía la misma sensación que un alegre juego infantil.


Taliriktug
—dijo Tikerqat lentamente, empujando hacia delante al joven de pecho amplio que tenía junto a él.

Dos Dedos cogió la parte superior del brazo de su compañero y lo apretó, haciendo un ruido como
«ah-yeh-I»,
y luego flexionando sus propios músculos y comparándolos con los bíceps más gruesos del otro hombre.


Taliriktug
—repitió Irving, preguntándose si significaría «Musculitos», «Brazo Fuerte» o algo parecido.

El siguiente hombre, más bajito, tenía el nombre de
Tuluqag.
Tikerqat echó atrás la capucha de la parka del hombre, señaló hacia su pelo negro e hizo ruidos de chasqueo con la mano, imitando a un ave en pleno vuelo.


Tuluqag
—repitió Irving, afirmando educadamente hacia el hombre, mientras masticaba. Se preguntó si aquella palabra significaría «Cuervo».

El cuarto hombre se dio un golpe en el pecho, gruñó
«Amaruq»
y echó atrás la cabeza y aulló.


Amaruq
—repitió Irving, y asintió—. «Lobo» —dijo en voz alta.

El quinto cazador se llamaba
Mamarut,
y representó una pantomima que implicaba agitar los brazos y bailar. Irving repitió el nombre y asintió, pero no tenía ni idea de lo que podía significar.

El sexto cazador, un hombre joven de aspecto muy serio, fue presentado por Tikerqat como
Ituksuk.
Aquel hombre miró a Irving con unos ojos muy negros y profundos, pero no dijo ni representó nada. Irving asintió educadamente y siguió masticando su grasa.

El hombre mayor con la tira en el pelo y la bolsita fue presentado por Tikerqat como
Asiajuk,
pero el hombre tampoco parpadeó ni reconoció de ningún modo la presentación. Era obvio que no le gustaba el tercer teniente John Irving y que no confiaba en él.

—Encantado de conocerle, señor Asiajuk —dijo Irving.


Afatkuq
—dijo bajito Tikerqat, señalando ligeramente en dirección al hombre mayor que no sonreía, con la tira en el pelo.

«¿Será una especie de hombre-medicina?», se preguntaba Irving. Mientras la hostilidad de Asiajuk siguiera sólo en el nivel de la sospecha silenciosa, el teniente pensó que las cosas irían bien.

El anciano del trineo fue presentado como
Kringmuluardjuk
al joven teniente. Tikerqat señaló hacia los perros que todavía gruñían, unió las manos como una especie de gesto minúsculo y se echó a reír.

Luego, el interlocutor de Irving, riendo aún, señaló al muchacho tímido, que parecía tener unos diez u once años, se señaló de nuevo hacia su propio pecho y dijo:


Irniq.
—Y a continuación—.
Qajordnguaq.

Irving supuso que
Irniq
querría decir hijo o hermano. Probablemente lo primero, pensó. O quizás el nombre del muchacho fuese
Irniq,
y
Qajoránguaq
significase hijo o hermano. El teniente saludó respetuosamente, igual que había hecho con los cazadores mayores.

Tikerqat empujó a la vieja hacia delante. Su nombre parecía ser
Nauja,
y Tikerqat volvió a hacer el movimiento de un ave en vuelo. Irving repitió el nombre lo mejor que pudo, porque había un determinado sonido oclusivo que producían los esquimales y al cual él no podía aproximarse, y afirmó, respetuosamente. Se preguntaba si
Nauja
sería una golondrina de mar o gaviota, o algo más exótico aún.

La anciana lanzó una risita y se metió más grasa en la boca.

Tikerqat puso su brazo en torno a la mujer joven, que en realidad era apenas más que una niña, y dijo:
«Qaumaniq».
Luego el cazador sonrió ampliamente y dijo:
«¡Amooql».

La chica se retorcía en su abrazo, sonriendo, y todos los hombres excepto el posible hombre-medicina se rieron ruidosamente.


Amooq?
—preguntó Irving, y las risas subieron de volumen.

Tuluqag y Amaruq escupieron la grasa que se estaban comiendo, tan fuerte se reían.


Qaumaniq... amooq
—dijo Tikerqat, e hizo un gesto con las dos manos y los dedos abiertos ante su propio pecho que era universal.

Pero para asegurarse de que entendía la cosa, el cazador cogió a su mujer, que se retorcía (porque Irving supuso que sería su mujer) y rápidamente le levantó la corta y oscura parka.

La chica iba desnuda bajo la piel del animal, y sus pechos, realmente, eran grandes..., muy grandes para una mujer tan joven.

John Irving notó que se ruborizaba desde la raíz del rubio pelo hasta el pecho. Bajó la mirada a la grasa que se estaba comiendo. Y en aquel momento habría apostado cincuenta a que
Amooq
era el equivalente en lengua esquimal a «Tetas Gordas».

Los hombres a su alrededor aullaban de risa. Los
Qimmiq,
los perros de trineo como lobos en torno al
kamatik
de madera, aullaban y saltaban tirando de sus cadenas. El viejo que estaba detrás del trineo, Kringmuluarjuk, se cayó en la nieve y el hielo, tan fuerte se reía.

De repente, Amaruq (¿Lobo?), que había estado jugando con el catalejo, señaló hacia el risco por el cual había descendido Irving hacia el valle y dijo lo que sonaba como:

—¡Takuvaa... kabloona qukiuttina!

El grupo se quedó callado inmediatamente.

Los perros como lobos empezaron a ladrar salvajemente.

Irving se puso en pie en el lugar donde había permanecido agachado y se tapó los ojos del sol. No quería pedir que le devolvieran el catalejo. Se veía el movimiento rápido de una forma humana con abrigo silueteada ante la parte superior del risco.

«¡Maravilloso!», pensó Irving. Mientras duraba el festín con la grasa y las presentaciones, había pensado cómo conseguir que Tikerqat y los demás fueran al campamento
Terror
con él. Temía no ser capaz de comunicarse lo bastante bien sólo con manos y gestos para persuadir a los ocho esquimales varones y las dos mujeres con sus perros y el trineo para que hicieran el viaje de tres horas de vuelta a la costa con él, de modo que intentó pensar en una forma de conseguir que sólo Tikerqat volviese con él.

Era cierto que el teniente no podía dejar que esos nativos simplemente se echaran a andar y volvieran al lugar de donde habían venido. El capitán Crozier estaría en el campamento al día siguiente, e Irving sabía por diversas conversaciones con el capitán que el contacto con los pueblos locales era precisamente lo que el exhausto y atribulado capitán más esperaba que pudiese ocurrir. «Las tribus del norte, lo que Ross llamaba tribus de las tierras altas del norte, raramente son guerreros», le había dicho Crozier a su tercer teniente una noche. «Si damos con un poblado de los suyos en nuestro camino hacia el sur, pueden alimentarnos lo suficientemente bien para que nos aprovisionemos adecuadamente para el largo trayecto río arriba hacia el lago Gran Esclavo. Al menos, podrían enseñarnos cómo vivir de la tierra.»

Y ahora, Thomas Farr y los demás habían venido a buscarle, siguiendo sus huellas por la nieve de aquel valle. La figura en el risco había vuelto a esconderse detrás y estaba fuera de la vista, ¿por la conmoción al ver a diez extraños en el valle o por la preocupación de espantarlos? Pero Irving había captado la silueta con el abrigo hinchado por el viento y la gorra y la pañoleta, y sabía que uno de sus problemas estaba resuelto.

Si podía persuadir a Tikerqat y a los demás para que volvieran con ellos, aunque podía ser un problema convencer al viejo Asiajuk, el chamán, Irving y unos pocos de su partida se quedarían con los esquimales allí en el valle, los convencerían de que se quedasen allí mediante conversación y otros regalos de algunas de las mochilas de los demás hombres, y, mientras, él enviaría al marinero más rápido corriendo de vuelta a la costa para traer al capitán Fitzjames y a muchos más hombres hasta aquel lugar.

«No puedo dejar que se vayan. Estos esquimales pueden ser la respuesta a nuestros problemas. Pueden ser nuestra salvación.»

Irving notaba que el corazón le golpeaba fuerte en las costillas.

—Está bien —dijo a Tikerqat y a los demás, hablando con el tono más tranquilo y confiado que pudo—. Son mis amigos. Pocos amigos. Buenos hombres. Nos os harán daño. Sólo tenemos un rifle, y no lo traeremos hasta aquí. Está bien. Sólo amigos míos, os gustará conocerlos.

Irving sabía que ellos no iban a entender una sola palabra de lo que les decía, pero siguió hablando con el mismo tono de voz tranquilizador que había usado en los establos de Bristol para calmar a un potro asustadizo.

Varios cazadores habían cogido sus venablos o arpones de la nieve y los tenían cogidos como al descuido, pero Amaruq, Tulugaq, Taliriktug, Ituksuk, el chico Qajoránguaq, el anciano Kringmuluardjuk y hasta el chamán desconfiado Asiajuk miraban a Tikerqat buscando guía. Las dos mujeres dejaron de comer grasa y silenciosamente fueron a refugiarse detrás de la fila de hombres.

Tikerqat miró a Irving. Los ojos del esquimal de repente le parecieron muy oscuros y extraños al joven teniente. El hombre parecía esperar alguna explicación.


Khat-seet?
—dijo, bajito.

Irving mostró las palmas abiertas con un gesto de calma y sonrió con la mayor tranquilidad que pudo.

—Sólo amigos —dijo, con el mismo tono suave que Tikerqat—. Unos amigos.

El teniente levantó la vista hacia el risco. Todavía seguía vacío, recortado contra el cielo azul. Temía que quienquiera que hubiese venido a buscarle se hubiese sentido alarmado por la congregación en el valle y pudiese retirarse. Irving no estaba seguro del tiempo que podría esperar allí..., de cuánto tiempo podría retener a Tikerqat y a su gente antes de que decidiesen huir.

Tomó aliento y se dio cuenta de que tendría que ir a buscar a aquel hombre, llamarle, contarle lo que había ocurrido y enviarle de vuelta a buscar a Farr y a los demás cuanto antes. Irving no podía esperar.

—Por favor, quedaos aquí —dijo Irving. Colocó su bolsa de cuero en la nieve junto a Tikerqat intentando demostrarle que iba a volver—. Por favor, esperad. Será un momento. No me apartaré de la vista. Por favor, quedaos.

Se dio cuenta de que estaba haciendo gestos con las manos como pidiéndoles a los esquimales que se sentaran, igual que hablaría a un perro. Tikerqat no se sentó, ni tampoco respondió, sino que se quedó donde estaba, de pie, mientras Irving retrocedía lentamente.

—Volveré enseguida —dijo el teniente.

Se volvió y echó a correr rápidamente por el empinado pedregal cubierto de hielo hasta la oscura grava y la cima del risco.

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