—Sí, capitán. No la he visto aún, pero allí es donde está el cadáver de la cosa, según el señor Des Voeux y Wilson,
el Gordo,
que estaba con él y tiraba de la manta como si fuese un trineo, señor. La
Silenciosa
estaba en la manta, toda destrozada y muerta. El señor Des Voeux dice que los lleve a usted, al doctor y a nadie más, y que yo tampoco se lo cuente a nadie más, si no hará que el señor Johnson me azote cuando vuelva.
—¿Y por qué el doctor? —dijo Crozier—. ¿Está herido alguno de los suyos?
—Pues es posible, capitán. No estoy seguro. Están todavía allí fuera en la..., en el agujero en el hielo; el señor Pocock y Greater se fueron con el señor Des Voeux y Alex Wilson,
el Gordo,
como dijo el señor Des Voeux que hicieran, pero él me ha enviado aquí y me ha dicho que los lleve a usted y al doctor, y a nadie más. Y que no se lo diga a nadie más, tampoco. Ah..., y que el cirujano lleve todo su equipo con cuchillos y cosas de ésas y a lo mejor unos cuchillos más grandes para cortar la carne de la cosa. ¿No ha oído los disparos de escopeta esta mañana, capitán? Pocock, Greater y yo los hemos oído, y estábamos a más o menos dos kilómetros de distancia de la polaina.
—No. No podemos oír aquí ningún disparo de escopeta desde esa distancia, con los crujidos y ruidos constantes del hielo aquí —dijo Crozier—. Piénsalo bien, Golding. ¿Por qué ha dicho el señor Des Voeux exactamente que debíamos ir solamente el doctor Goodsir y yo a ver... lo que sea?
—Ha dicho que es casi seguro que la cosa está muerta, pero el señor Des Voeux ha dicho que no era lo que pensábamos que era, capitán. Ha dicho que es..., se me han olvidado las palabras que ha usado. Pero el señor Des Voeux dice que esto lo cambia todo, señor. Quiere que usted y el doctor vayan a verlo y sepan lo que ha ocurrido allí antes de que nadie más del campamento lo sepa.
—Pero ¿qué ha ocurrido allí? —insistió Crozier.
Golding meneó la cabeza.
—No lo sé, capitán. Pocock, Greater y yo estábamos cazando focas, señor... Hemos disparado a una, capitán, pero se ha escurrido por el agujero del hielo y no hemos podido cogerla. Lo siento, señor. Entonces hemos oído los disparos de escopeta hacia el sur. Y algo después, una hora quizá, el señor Des Voeux ha aparecido con George Cann, que sangraba por la cara, y Wilson,
el Gordo,
y Wilson llevaba el cuerpo de
Lady Silenciosa
en un manta que iba arrastrando, y ella estaba toda rota en pedazos, sólo que... debemos volver enseguida, capitán. Mientras la luna está todavía arriba.
En realidad la noche era extraña y clara después de un atardecer también singular, claro y rojo. Crozier había sacado su sextante de la caja para conseguir una medición de las estrellas cuando oyó la conmoción, y una luna llena, enorme y de un azul blanquecino acababa de surgir por encima de los icebergs y del laberinto de hielo hacia el sudeste.
—¿Por qué esta noche? —preguntó Crozier—. ¿No puede esperar esto hasta mañana?
—El señor Des Voeux ha dicho que no podía esperar, capitán. Ha dicho que le envía sus saludos y que si es tan amable de llevar consigo al doctor Goodsir y venir a unos tres kilómetros (no se tarda más de dos horas a pie, señor, aun con todas las paredes de hielo), para que vean lo que hay allí en la polaina.
—Está bien —dijo Crozier—. Ve a decirle al doctor Goodsir que le necesito y que traiga su maletín con equipo médico; y que se abrigue bien. Me reuniré con los dos en los botes.
Golding encabezaba el grupo de cuatro hombres por el hielo, ya que Crozier había ignorado el mensaje de Des Voeux de acudir sólo con el cirujano y ordenó al contramaestre John Lane y al capitán de la bodega William Goddard que fueran también con sus escopetas, y luego se adentraron en el laberinto de icebergs y de rocas heladas, y luego por encima de las tres crestas de presión, y finalmente a través de los bosques de seracs donde las huellas de Golding de ida al campamento estaban marcadas no sólo por las huellas de sus botas en la nieve que soplaba, sino también por las varitas de bambú que se habían llevado del
Terror.
El grupo de Des Voeux llevaba las varitas dos días antes para marcar con ellas su camino de vuelta y señalar el mejor camino por el hielo, por si encontraban agua abierta y querían que los demás los siguieran con los botes. La luz de la luna era tan intensa que arrojaba sombras. Incluso las finas varitas de bambú eran como cuadrantes en la luna, arrojando cuchilladas de sombra en el hielo de un blanco azulado.
Durante la primera hora sólo se oyó el sonido de la respiración jadeante, de las botas que crujían sobre la nieve y el hielo, y de los crujidos y gemidos a su alrededor. Luego Crozier dijo:
—¿Está seguro de que ella está muerta, Golding?
—¿Quién, señor?
La frustrada exhalación del capitán se convirtió en una nube pequeña de cristales de hielo que brillaban a la luz de la luna.
—¿Cuántas «ellas» hay por aquí alrededor, maldita sea?
Lady Silenciosa
.
—Ah, sí, señor. —El chico lanzó una risita—. Ella está muerta, sí, señor. Tenía las tetas todas desgarradas.
El capitán miró al muchacho mientras trepaba otra cresta de presión y pasó hacia la sombra de un iceberg alto, azul y reluciente.
—Pero ¿estás seguro de que era
Silenciosa
? ¿No podría ser otra mujer nativa?
Golding pareció perplejo por aquella pregunta.
—¿Hay más mujeres esquimales por aquí, capitán?
Crozier meneó la cabeza e hizo un gesto al chico de que continuara dirigiéndolos.
Llegaron a la «polaina», como seguía llamándola Golding, más o menos una hora y media después de haber abandonado el campamento.
—Pensaba que habías dicho que estaba más lejos —dijo Crozier.
—Yo ni siquiera había llegado tan lejos —dijo Golding—. Había vuelto aquí de cazar focas cuando el señor Des Voeux había encontrado a la cosa. —Hizo un gesto vago hacia detrás y a la izquierda de donde se encontraban de pie, junto a la abertura en el hielo.
—¿No has dicho que algunas personas estaban heridas? —preguntó el doctor Goodsir.
—Sí, señor. Alex Wilson,
el Gordo,
tenía sangre en la cara.
—Pensaba que habías dicho que era George Cann quien tenía la cara ensangrentada —dijo Crozier.
Golding meneó la cabeza con énfasis.
—No, no, capitán. El que tenía sangre era Alex,
el Gordo.
—¿Y era sangre suya o de alguna otra persona? —preguntó Goodsir.
—Pues no lo sé —replicó Golding, con voz casi enfurruñada—. El señor Des Voeux sólo me ha dicho que trajera usted los utensilios de cirujano. Me he imaginado que había alguien herido, si el señor Des Voeux quería que usted le curase.
—Bueno, pues por ahí no hay nadie —dijo el contramaestre John Lane, caminando con mucho cuidado en torno al borde de hielo de la
polynya,
que no tenía más de siete metros y medio de diámetro, y mirando primero abajo, hacia el agua oscura, dos metros y medio más baja que el hielo, y luego de vuelta hacia el bosque de seracs, a ambos lados—. ¿Dónde están? El señor Des Voeux llevaba a ocho hombres con él, además de ti, cuando salió, Golding.
—No lo sé, señor Lane. Aquí es donde me ha dicho que los trajera.
El capitán de la bodega Goddard se colocó las manos ahuecadas en torno a la boca y gritó:
—¡Hoooola! ¿Señor Des Voeux? ¡Hoooola!
Llegó un disparo como respuesta de su derecha. La voz era indistinguible, ahogada, pero sonaba alterada.
Echando a Golding atrás, Crozier dirigió el camino a través del bosque de seracs de hielo de tres metros y medio de alto. El viento que pasaba en torno a las torres esculpidas formaba un sonido quejumbroso, como un lamento, y todos sabían que los bordes del serac eran tan afilados como hojas de cuchillo, y más fuertes que la mayoría de los cuchillos que llevaban a bordo.
Ante ellos, a la luz de la luna, en el centro de un claro en el hielo pequeño y plano, entre los seracs, estaba de pie la oscura silueta de un solo hombre.
—Si ése es Des Voeux —susurró Lane a su capitán—, le faltan ocho hombres.
Crozier asintió.
—John, William, vayan ustedes delante, despacio..., mantengan las escopetas preparadas y medio amartilladas. Doctor Goodsir, por favor, sea tan amable de venir conmigo detrás. Golding, espera aquí.
—Sí, señor —susurró William Goddard.
Él y John Lane se quitaron los guantes externos con los dientes para poder levantar las armas y amartillar sus pesadas escopetas de dos cañones; se dirigieron hacia delante cautelosamente, hacia el claro iluminado por la luna más allá del bosque de seracs.
Una enorme sombra salió de detrás del último serac y golpeó el cráneo de Lane con el de Goddard. Los dos hombres cayeron fulminados como reses bajo el mazo de un matadero.
Otra figura oscura golpeó a Crozier en la parte posterior de la cabeza, le sujetó los brazos a la espalda cuando intentó levantarse y le apoyó un cuchillo en el cuello.
Robert Golding agarró a Goodsir y apretó una larga hoja de cuchillo en su garganta.
—No se mueva, doctor —susurró el chico—, o yo también le haré una pequeña operación de cirugía.
La enorme sombra levantó a Goddard y Lane por el cuello de sus abrigos y los arrastró fuera del claro en el hielo. Las puntas de sus botas formaron unos surcos en la nieve. Un tercer hombre vino por detrás de los seracs, cogió las escopetas de Goddard y Lane, le tendió una a Golding y se quedó otra para sí.
—Salgamos de aquí —dijo Richard Aylmore, haciendo un gesto con los cañones de la escopeta.
Con un cuchillo todavía apoyado en su garganta por una sombra oscura que Crozier reconocía ahora por el olor como el vago de George Thompson, el capitán avanzó trastabillando, a empujones, y salió de las sombras del serac, dirigiéndose hacia el hombre que esperaba a la luz de la luna.
Magnus Manson dejó caer los cuerpos de Lane y de Goddard frente a su amo, Cornelius Hickey
—¿Están vivos? —gruñó Crozier.
Thompson todavía mantenía los brazos del capitán cogidos por detrás, pero ahora que las bocas de dos escopetas apuntaban hacia él, la hoja del cuchillo ya no se apoyaba en su garganta.
Hickey se inclinó hacia delante como para inspeccionar a los hombres y, con dos suaves y fáciles movimientos, cortó la garganta a ambos con un cuchillo que había aparecido repentinamente en su mano.
—Ahora ya no están vivos, señor Arrogante Crozier —dijo el ayudante del calafatero.
La sangre vertida en el hielo parecía negra a la luz de la luna.
—¿Es ésa la técnica que usaste para asesinar a John Irving? —preguntó Crozier, con la voz temblorosa de ira.
—Jódete —dijo Hickey.
Crozier miró a Robert Golding.
—Espero que consigas tus treinta monedas de plata.
Golding lanzó una risita.
—George —dijo el ayudante del calafatero a Thompson, que estaba de pie detrás del capitán—, Crozier lleva una pistola en el bolsillo derecho del abrigo. Sácala. Dickie, tú tráeme la pistola. Si Crozier se mueve, mátalo.
Thompson sacó la pistola mientras Aylmore mantenía la escopeta robada apuntando hacia él. Entonces Aylmore se acercó, cogió la pistola y la caja de munición que había encontrado Thompson y retrocedió, con la escopeta levantada de nuevo. Cruzó el breve espacio iluminado por la luna y tendió la pistola a Hickey
—Con todo el sufrimiento natural que padecemos —dijo el doctor Goodsir de repente—, ¿por qué tenéis que añadir más aún vosotros, hombres? ¿Por qué nuestra especie siempre tiene que hacerse cargo de la inmensa medida del sufrimiento, el terror y la mortalidad infligidas por Dios y empeorarlas aún más? ¿Puede responderme a eso, señor Hickey?
El ayudante del calafatero, Manson, Aylmore, Thompson y Golding miraron al cirujano como si hubiese empezado a hablar en arameo.
Lo mismo hizo el otro hombre vivo que había allí, Francis Crozier.
—¿Qué es lo que quiere, Hickey? —preguntó Crozier—. Aparte de matar a hombres buenos para que sirvan de carne para su viaje.
—Quiero que te calles de una puta vez y que te mueras muy despacio y con mucho dolor —dijo Hickey.
Robert Golding lanzó una risotada de demente. Los cañones de la escopeta que empuñaba se incrustaban como un tatuaje en la nuca de Goodsir.
—Señor Hickey —dijo Goodsir—, se da usted cuenta de que yo jamás serviré a sus propósitos diseccionando a mis compañeros, ¿verdad?
Hickey mostró sus pequeños dientes a la luz de la luna.
—Sí que lo hará, cirujano. Le aseguro que lo hará. O si no, ya verá cómo le iremos cortando a «usted» a trocitos, poco a poco, y se los haremos tragar.
Goodsir no dijo nada.
—Tom Johnson y los otros le van a encontrar —dijo Crozier, sin apartar la vista de la cara de Cornelius Hickey.
El ayudante de calafatero se echó a reír.
—Johnson ya nos encontró, Crozier. O más bien le encontramos nosotros a él.
El ayudante del calafatero buscó detrás de él y cogió una bolsa de arpillera de la nieve.
—¿Por qué siempre hacía llamar a Johnson, en privado, «rey»? ¿Era su brazo derecho? Pues tome. —Le arrojó un brazo derecho ensangrentado y desnudo, cortado justo por encima del codo, con el hueso blanco brillando en el aire, y lo vio aterrizar a los pies de Crozier.
Crozier no bajó la vista para mirarlo.
—Tú, patético escupitajo de mierda, no eres nada, nunca has sido nada.
La cara de Hickey se contorsionó como si la luz de la luna le estuviera convirtiendo en algo no humano. Sus delgados labios se apartaron mucho de los dientes de una forma que los demás sólo habían visto en las víctimas del escorbuto en sus últimas horas. Sus ojos mostraban algo que iba más allá de la locura, más allá del simple odio.
—Magnus —dijo Hickey—, estrangula al capitán. Despacio.
—Sí, Cornelius —dijo Magnus Manson, y se adelantó, arrastrando los pies.
Goodsir intentó abalanzarse hacia delante, pero el chico, Golding, le sujetó rápido con una mano mientras apoyaba la escopeta en su cabeza con la otra.
Crozier no movió ni un solo músculo cuando el gigante se inclinó hacia él. Cuando la sombra de Manson cayó sobre el capitán y George Thompson, que le sujetaba, al mismo tiempo, el propio Thompson se encogió un poquito, Crozier se echó hacia atrás, luego se impulsó hacia delante, se soltó el brazo izquierdo y metió la mano en el bolsillo izquierdo de su abrigo.