De los dos grumetes del
Erebus,
en realidad hombres de dieciocho años ya cuando zarparon ambos buques, tanto David Young como el joven George Chambers habían sobrevivido, pero Chambers quedó tan gravemente conmocionado por la criatura del hielo durante el carnaval que apenas era más que un idiota desde la noche del fuego. Aun así, era capaz de tirar de un arnés cuando se le pedía, de comer cuando se le decía y de seguir respirando por iniciativa propia.
Así que, según la lista que acababan de pasar, treinta y nueve tripulantes del
Erebus
de la dotación de sesenta y cinco almas inicial todavía vivían el 13 de agosto de 1848.
A los oficiales del
HMS Terror
les había ido un poco mejor que a los del
Erebus,
al menos en el sentido de que quedaban dos oficiales navales: el capitán Crozier y el segundo teniente Hodgson. El segundo oficial Robert Thomas y el señor E. J. Helpman, amanuense y ayudante de Crozier, y otro civil que servía en la expedición con rango de oficial eran los otros oficiales que quedaban.
Faltaban por responder a la lista aquel día los tenientes Little e Irving, de la tripulación de Crozier, así como el primer oficial Hornby, el patrón del hielo Blanky el segundo oficial MacBean y los dos cirujanos, Peddie y McDonald.
Cuatro de los once oficiales originales del
Terror
vivían todavía.
Crozier había empezado la expedición con tres suboficiales: el ingeniero James Thompson, el contramaestre John Lane y el maestro carpintero Thomas Honey, y los tres vivían aún, aunque el ingeniero estaba reducido a un esqueleto con los ojos hundidos, demasiado débil para ponerse en pie y mucho menos para tirar, y el señor Honey no sólo mostraba signos avanzados de escorbuto, sino que la noche anterior le habían tenido que amputar los dos pies. Increíblemente, cuando se celebró aquella asamblea, el carpintero todavía estaba vivo e incluso consiguió gritar «¡presente!» desde su tienda cuando pronunciaron su nombre.
El
Terror
llevaba veintiún cabos de mar, tres años antes, y vivían aún dieciséis aquella mañana nubosa de agosto. Stoker, John Torrington, el capitán de la cofa del trinquete Harry Peglar y los contramaestres Kenley y Rhodes habían sido las únicas bajas en aquel grupo hasta unos momentos antes, hasta que el cocinero John Diggle se unió a las filas de los muertos.
Cuando antes diecinueve marineros de primera contestaban a la lista del
Terror,
ahora lo hacían sólo diez, aunque habían sobrevivido once: David Leys seguía comatoso e indiferente en la tienda del doctor Goodsir.
Del contingente de seis marines reales del
HMS Terror,
ninguno había sobrevivido. El soldado Heather, que había permanecido meses con el cráneo partido, finalmente murió el día después de abandonar el campamento del Río, y su cuerpo quedó en la grava sin funeral ni comentario alguno.
En el buque se consignaban dos «grumetes» en su lista original, y ahora sólo uno, Robert Golding, de casi veintitrés años y desde luego ya mayorcito, aunque crédulo como un niño, respondía al pronunciar su nombre.
De la dotación original de sesenta y dos almas del
HMS Terror,
habían sobrevivido treinta y cinco para asistir a aquel oficio religioso en el campamento de Rescate, el 13 de agosto de 1848.
Quedaban treinta y nueve del
Erebus
y treinta y cinco del
Terror,
un total de setenta y cuatro hombres de los ciento veintiséis que habían zarpado de Groenlandia en el verano de 1845.
Pero cuatro de aquellos hombres habían sufrido la amputación de un pie o de los dos en las últimas veinticuatro horas, y al menos otros veinte estaban demasiado enfermos, heridos, hambrientos o agotados en cuerpo y alma para seguir adelante. Un tercio de la expedición había alcanzado su límite.
Era el momento de considerarlo.
—Señor todopoderoso —entonó Crozier, con su voz áspera y cansada—, con quien vivimos los espíritus de aquellos que han partido de aquí hacia el Señor, y con quien las almas de los creyentes, después de verse liberadas de la carga de la carne, se hallan en alegría y felicidad: te damos gracias, Señor, porque has querido librar a nuestro hermano John Diggle, de treinta y nueve años, de las miserias de este mundo pecador; te imploramos, Señor, que si lo deseas, oh, graciosa majestad, reúnas pronto el número de los elegidos y de todos nosotros, si eso te complace, y te apresures a llevarnos a tu reino; que nosotros, con todos aquellos que han partido en la verdadera fe de tu santo nombre, hallen la perfecta consumación de su deleite, tanto en cuerpo como en alma, en la gloria eterna e imperecedera; a través de Cristo, nuestro Señor, amén.
—Amén —graznaron los sesenta y dos hombres que todavía eran capaces de permanecer en pie.
—Amén —llegaron también unas pocas voces de los otros doce que yacían en las tiendas.
Crozier no intentó dispersar a los hombres reunidos.
—Hombres del
HMS Erebus
y del
HMS Terror,
miembros de la expedición del Servicio Descubrimiento de John Franklin, compañeros —dijo en voz muy alta—. Hoy debemos decidir qué camino seguiremos. Todos vosotros estáis bajo mi mando, tanto por el Reglamento Naval como por el Reglamento del Servicio Real de Descubrimientos que firmasteis con vuestros juramentos de honor, y continuaréis así hasta que yo os libere de ese juramento. Habéis seguido a sir John, al capitán Fitzjames y a mí hasta aquí, y os habéis portado bien. Muchos de nuestros amigos y compañeros de tripulación han partido al seno de Jesucristo, pero setenta y cuatro de nosotros hemos perseverado. Estoy decidido en lo más hondo de mi corazón a que todos los hombres que estáis aquí, en el campamento de Rescate, hoy, sobreviváis y volváis a ver Inglaterra, el hogar y vuestras familias de nuevo, y Dios es testigo de que he hecho todo lo posible para asegurarme de que ése sea el resultado de nuestros esfuerzos. Pero hoy os quiero dejar libres para que decidáis vuestro propio camino con el cual alcanzar ese objetivo.
Los hombres murmuraron unos a otros. Crozier dejó que siguieran así durante unos segundos y luego continuó.
—Ya sabéis lo que estamos haciendo: el doctor Goodsir piensa quedarse aquí con aquellos que estén demasiado enfermos para viajar, y los hombres más sanos continuaremos hacia el río Back. ¿Hay alguno entre vosotros que desee intentar otra forma de rescate?
Hubo un silencio y los hombres miraron al suelo y movieron los pies en la grava, pero George Hodgson fue quien se adelantó cojeando.
—Señor, algunos de nosotros sí, señor. Queremos volver, capitán Crozier.
El capitán miró al joven oficial largo rato. Sabía que Hodgson no era más que una marioneta de Hickey, de Aylmore y de algunos más de los marineros más rebeldes e impertinentes que habían estado azuzando a los hombres con su resentimiento desde hacía meses, pero se preguntaba si el joven Hodgson lo sabía.
—¿Volver adonde, teniente? —preguntó Crozier al fin.
—Al barco, señor.
—¿Cree usted que el
Terror
sigue todavía allí, teniente? —Como para reforzar su pregunta, el mar de hielo al sur explotó en una serie de estallidos como disparos de escopeta y temblores de terremoto. Un iceberg a cientos de metros de la costa se deshizo y cayó.
Hogdson se encogió de hombros, como un niño.
—El campamento
Terror
sí que seguirá allí, capitán, esté o no esté el barco. Allí dejamos comida, carbón y unos botes.
—Sí—dijo Crozier—. Eso es verdad. Y a todos nos vendría muy bien tener algo de comida, ahora mismo..., incluso de la comida enlatada que mató a algunos de nosotros de una manera tan horrible. Pero, teniente, fue a unos ciento treinta o ciento cincuenta kilómetros de distancia de aquí, y hace casi cien días de que abandonamos el campamento
Terror
. ¿Creen usted y los demás realmente que pueden caminar o tirar de algún bote de vuelta allí, en las garras del invierno? Sería a finales de noviembre cuando llegasen al campamento. Oscuridad total. Y recordará las temperaturas y las tormentas del último noviembre.
Hodgson asintió y no dijo nada.
—No vamos a caminar hasta finales de noviembre —dijo Cornelius Hickey, adelantándose entre las filas y colocándose junto al joven y desangelado teniente—. Creemos que el hielo está abierto a lo largo de la costa, por donde hemos venido. Navegaremos y remaremos alrededor de ese maldito cabo por el que pasamos los cinco botes como esclavos egipcios y estaremos en el campamento
Terror
dentro de un mes.
Los hombres reunidos murmuraron furtivamente entre ellos.
Crozier asintió.
—Sí, quizás esté abierto para usted, señor Hickey. O quizá no. Pero aunque lo esté, son cientos de kilómetros de vuelta a un barco que quizás esté destrozado, y con toda seguridad helado desde la última vez que estuvieron allí. Estamos al menos cincuenta kilómetros más cerca de la boca del río Back desde aquí, y las oportunidades de que la ensenada esté libre de hielo al sur de aquí, junto al río, son mucho mayores.
—No nos va a convencer de que dejemos esto, capitán —dijo Hickey, con firmeza—. Lo hemos hablado mucho entre nosotros y vamos a ir.
Crozier miró al ayudante de calafatero. Su instinto normal de capitán de reprimir cualquier insubordinación de inmediato y mediante gran fuerza y decisión se elevaba en su interior, pero recordó que esto precisamente era lo que quería. Ya era hora más que sobrada de librarse de los descontentos y de salvar a los que confiaban en su buen juicio. Además, a aquellas alturas del verano y en su intento de huida, el plan de Hickey quizás hasta fuese factible. Todo dependía de por dónde se rompía el hielo..., si es que se rompía por algún lado antes de que cuajase el invierno. Los hombres merecían elegir su propia y última oportunidad.
—¿Cuántos van con usted, teniente? —preguntó Crozier, hablando a Hodgson como si él fuese realmente el jefe del grupo.
—Bueno... —empezó al joven.
—Magnus sí que viene —dijo Hickey, señalando al gigante—. Y el señor Aylmore.
El huraño mozo de la santabárbara se adelantó, con la cara desafiante y un visible desprecio hacia Crozier.
—Y George Thompson... —continuó el ayudante de calafatero.
Crozier no se sintió sorprendido de que Thompson quisiera formar parte de la conspiración de Hickey. Aquel marinero siempre había sido insolente y perezoso, y mientras duró el ron, se emborrachaba siempre que le era posible.
—Yo también voy..., señor —dijo John Morfin, adelantándose con los demás.
William Orren, que acababa de cumplir 26, se adelantó también con los demás.
Luego James Brown y Francis Dunn, el calafatero y el ayudante del calafatero del
Erebus,
se unieron también al grupo.
—Creemos que es nuestra mejor oportunidad, capitán —dijo Dunn, y bajó la vista.
Esperando que Reuben Male y Robert Sinclair declararan sus intenciones, y dándose cuenta de que si la mayoría de los hombres que estaban allí de pie pasando lista se unían a aquel grupo, sus propios planes de huida hacia el sur se habían esfumado para siempre, Crozier se sorprendió al ver que William Gibson, el mozo de suboficiales del
Terror,
y el fogonero Luke Smith se adelantaban lentamente también. Eran hombres buenos a bordo del buque, y fornidos para el arrastre.
Charles Best, un marinero cabal del
Erebus,
que siempre había sido leal al teniente Gore, se adelantó también con otros cuatro marineros tras él: William Jerry, Thomas Work, que había quedado gravemente herido en el carnaval, el joven John Strickland y Abraham Seeley.
Los dieciséis hombres quedaron allí de pie.
—¿Es todo, pues? —preguntó Crozier, notando una hueca sensación de alivio que le roía el vientre como el hambre que siempre estaba con él, entonces. Había dieciséis hombres allí ante él. Necesitarían un bote, pero dejaban a los suficientes hombres leales para dirigirse al río Back con él, y los suficientes también para que cuidaran a los enfermos allí, en el campamento de Rescate—. Les daré la pinaza —le dijo a Hodgson.
El teniente asintió, agradecido.
—La pinaza está hecha polvo y aparejada para navegar por río, y el trineo es una birria y se arrastra muy mal —dijo Hickey—. Nos llevaremos una ballenera.
—No, se llevarán la pinaza —dijo Crozier.
—Y queremos también a George Chambers y a Davey Leys —dijo el ayudante de calafatero, cruzando los brazos y separando las piernas ante sus hombres, como un Napoleón de barrio.
—Ni hablar —dijo Crozier—. ¿Por qué quiere llevarse a dos hombres que no son capaces de cuidarse?
—George puede tirar —dijo Hickey—. Y nosotros hemos cuidado de Davey, y queremos seguir haciéndolo.
—No —dijo el doctor Goodsir, adelantándose en el espacio tenso entre Crozier y los hombres de Hickey—, ustedes no han cuidado del señor Leys, y no quieren a George Chambers y a él como compañeros de viaje. Los quieren como comida.
El teniente Hodgson parpadeó, incrédulo, pero Hickey cerró los puños e hizo un gesto a Magnus Manson. El hombre bajito y el gigante dieron un paso al frente.
—¡Quietos exactamente donde están! —aulló Crozier. Detrás de él, los tres marines supervivientes, el cabo Pearson, el soldado Hopcraft y el soldado Healey, aunque visiblemente enfermos y temblorosos, habían levantado sus largos mosquetes.
Y también el primer oficial Des Voeux, el oficial Edward Couch, el contramaestre John Lane y el segundo contramaestre Tom Johnson empuñaban sus escopetas.
Cornelius Hickey gruñó.
—Nosotros también tenemos armas.
—No —dijo el capitán Crozier—, no las tienen. Mientras estaban aquí pasando lista, el primer oficial Des Voeux ha reunido todas las armas. Si se van pacíficamente mañana, se llevarán una escopeta y algunos cartuchos. Si dan un paso más ahora mismo, les dispararé a todos en la cara.
—Todos vais a morir —dijo Cornelius Hickey señalando con su dedo huesudo a los hombres que estaban silenciosos y reunidos, moviendo el brazo en semicírculo como una escuálida veleta—. Vais a seguir a Crozier y a esos otros idiotas y vais a morir.
El ayudante del calafatero se volvió hacia el cirujano.
—Doctor Goodsir, le perdonamos lo que ha dicho de por qué queremos salvar a George Chambers y Davey Leys. Venga con nosotros. No puede salvar a los hombres que se quedan aquí.
Hickey hizo un gesto de desdén hacia las tiendas húmedas donde estaban los enfermos.