El Terror (100 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
10.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Golding casi tira del gatillo de la escopeta, y por tanto casi le vuela la cabeza a Goodsir por accidente, tanto se sobresaltó cuando el bolsillo del abrigo del capitán estalló en una llamarada y se oyó el doble estampido de una explosión que pasó junto a ellos y rebotó en los seracs, produciendo eco.

—Uf —dijo Magnus Manson, llevándose lentamente las manos al vientre.

—Maldita sea —dijo Crozier con calma. Sin darse cuenta había disparado ambos cañones de una pistola de dos tiros.

—¡Magnus! —gritó Hickey, y se abalanzó hacia delante, hacia el gigante.

—Creo que el capitán me ha disparado, Cornelius —dijo Manson. El hombretón parecía confuso y un poco desconcertado.

—¡Goodsir! —gritó Crozier entre la confusión. El capitán se dio la vuelta, dio un golpe a Thompson en los testículos con la rodilla y se soltó—. ¡Corra!

El cirujano lo intentó. Tiró, empujó y casi consiguió quedar libre antes de que el joven Golding le pusiera la zancadilla, le golpeara en el vientre, apretara la rodilla con todo su peso en la espalda de Goodsir y metiera los dos cañones de la escopeta con toda su fuerza en la nuca de Goodsir.

Crozier trotaba hacia los seracs.

Tranquilamente, Hickey cogió la escopeta de Richard Aylmore, apuntó y disparó ambos cañones.

La parte superior del serac se desmenuzó y cayó al mismo tiempo que Crozier se veía arrojado hacia delante de cara, resbalando por el hielo y sobre su propia sangre.

Hickey devolvió la escopeta, desabrochó los abrigos y chalecos de Manson, luego las camisas del hombretón y su asquerosa camiseta interior.

—Trae aquí al puto cirujano —gritó a Golding.

—No me duele mucho, Cornelius —murmuró Magnus Manson—. Cosquillas, más bien.

Golding empujó y arrastró a Goodsir hasta allí. El cirujano se puso las gafas e inspeccionó las heridas gemelas.

—No estoy seguro, pero no creo que las balas de pequeño calibre hayan penetrado en la capa de grasa subcutánea del señor Manson, y mucho menos en el músculo. Son sólo dos pinchazos sin importancia, me temo. Ahora, ¿puedo ir a atender al capitán Crozier, señor Hickey?

Hickey se echó a reír.

—¡Cornelius! —gritó Aylmore.

Crozier, dejando un rastro de sangre y de ropa desgarrada, se había puesto de rodillas y luego había empezado a gatear hacia los seracs y las sombras de éstos. Ahora, con gran sufrimiento, se estaba poniendo de pie. Se tambaleaba como ebrio dirigiéndose hacia las columnas de hielo.

Golding se rio y levantó la escopeta.

—¡No! —gritó Hickey. Sacó la gran pistola de fulminante de Crozier del bolsillo de su abrigo y apuntó con mucho cuidado.

Seis metros más allá, desde los seracs, Crozier miró hacia atrás por encima del hombro.

Hickey disparó.

La bala hizo girar a Crozier, que cayó de rodillas. Su cuerpo se dobló, pero él agitó una mano y la puso en el hielo, intentando levantarse.

Hickey dio cinco pasos adelante y volvió a disparar.

Crozier quedó echado hacia atrás, de espaldas, con las rodillas al aire.

Hickey dio más pasos, apuntó y disparó de nuevo. Una de las piernas de Crozier se abatió hacia un lado y hacia abajo cuando la bala penetró en la rodilla o en el músculo que hay justo debajo. El capitán no emitió sonido alguno.

—Cornelius, cariño. —La voz de Magnus Manson tenía el tono de un niño herido—. Me está empezando a doler el estómago.

Hickey dio la vuelta en redondo.

—Goodsir, dele algo para el dolor.

El cirujano asintió. Su voz, cuando habló, sonó muy débil e inexpresiva.

—He traído una botella entera de polvo de Dover, hecho sobre todo con un derivado de la planta de la coca, a veces llamada cocaína. Le daré eso. Todo, si quiere. Con un poquito de mandragora, láudano y morfina. Eso eliminará el dolor. —Buscó en su maletín médico.

Hickey levantó la pistola y apuntó al ojo izquierdo del cirujano.

—Si se te ocurre darle dolor de estómago a Magnus, o si sacas la puta mano del maletín con un bisturí o cualquier otra cosa que corte, te juro por Dios que te disparo en las pelotas y te dejo vivo el tiempo suficiente para que te las comas. ¿Me has entendido, cirujano?

—Sí, lo he entendido —dijo Goodsir—. Pero el juramento hipocrático es lo que determina mi siguiente actuación. —Sacó una botellita, una cuchara y vertió un poquito de morfina líquida en esta última—. Bebe esto —dijo al gigante.

—Gracias, doctor—dijo Magnus Manson. Sorbió ruidosamente.

—¡Cornelius! —gritó Thompson, señalando hacia fuera.

Crozier había desaparecido. Unos rastros sangrientos conducían hacia los seracs.

—Ah, maldita sea —dijo el ayudante de calafatero, con un suspiro—. Ese gilipollas da más problemas de lo que vale. Dickie, ¿has recargado? —Hickey estaba recargando la pistola mientras hacía la pregunta.

—Sí —dijo Aylmore, levantando la escopeta.

—Thompson, coge la escopeta extra que he traído y quédate aquí con Magnus y con el cirujano. Si el bueno del doctor hace cualquier cosa que no te guste, aunque sea tirarse un pedo, le vuelas sus partes.

Thompson asintió. Golding se rio de nuevo. Hickey con su pistola, y Golding y Aylmore con sus escopetas avanzaron lentamente por encima del hielo iluminado por la luna; luego, vacilantes, en fila india, hacia el bosque de seracs y sombras.

—No puede ser difícil de encontrar por aquí —susurró Aylmore mientras iban pasando por las zonas de luz de luna y de oscuridad.

—No creo —dijo Hickey, y señaló el ancho rastro de sangre que conducía recto hacia delante entre las columnas, como un código telegráfico de puntos y rayas negros entre las sombras.

—Aún tiene la pistola pequeña —susurró Aylmore, moviéndose precavido de serac a serac.

—Que le jodan y que se joda su pistola —dijo Hickey, caminando a grandes zancadas con las botas un poco resbaladizas en la sangre y el hielo.

Golding se echó a reír en voz alta.

—Que le jodan y que se joda su pistola —canturreó como si fuera un soniquete, y volvió a reír de nuevo.

El rastro de sangre acababa a unos doce metros, en la negra
polynya.
Hickey corrió hacia delante y miró hacia abajo, al lugar donde los rastros horizontales se convertían en rayas verticales en un lado del escalón de hielo de dos metros y medio. Algo había bajado al agua por allí.

—¡Maldita sea, maldita sea, joder! —gritó Hickey, caminando arriba y abajo—. Yo quería meterle una última bala en la puta cara de señorito chulo mientras él me veía, maldito sea. No me ha dejado.

—Mire, señor Hickey, señor —dijo Golding, lanzando una risita. Señaló hacia lo que podía ser un cuerpo flotando boca abajo en el agua oscura.

—Es sólo el puto abrigo —dijo Aylmore, que había aparecido cautelosamente entre las sombras con la escopeta levantada.

—Sólo el puto abrigo —repitió Robert Golding.

—Así que está muerto ahí abajo —dijo Aylmore—. ¿Podemos salir de aquí antes de que Des Voeux o alguien venga al oír el sonido de todos esos disparos? Hay dos días de marcha hasta alcanzar a los otros, y todavía tenemos que cortar los cuerpos antes de salir.

—Nadie se va a ninguna parte aún —dijo el ayudante del calafatero—. Crozier podría estar vivo.

—¿Con todos esos tiros, sin abrigo? —preguntó Aylmore—. Y mira el abrigo, Cornelius. La escopeta lo ha hecho pedazos.

—Podría estar vivo, aun así. Vamos a asegurarnos de que no lo está. Y quizás el cuerpo salga flotando a la superficie.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Aylmore—. ¿Disparar a su cadáver?

Hickey dio la vuelta en redondo hacia el hombre y le miró, haciendo que Aylmore, que era mucho más alto que él, retrocediera.

—Sí —dijo Cornelius Hickey—. Eso es precisamente lo que voy a hacer. —Y a Golding le gritó—: Ve y trae a Thompson, a Magnus y al cirujano. Ataremos al doctor a uno de esos seracs mientras Aylmore, Thompson y yo vamos a buscarlo. Tú vigilarás a Magnus y cortarás a Lane y Goddard en pedazos pequeños para poderlos llevar fácilmente.

—¿Que yo los corte? —gritó Golding—. Me habías dicho que por eso íbamos a coger a Goodsir, Cornelius. Se suponía que era él quien tenía que cortarlos, no yo.

—En el futuro lo hará Goodsir, Bobby —dijo Hickey—. Esta noche tendrás que hacerlo tú. No podemos confiar todavía en el doctor Goodsir..., hasta que volvamos con nuestra gente y estemos a muchos kilómetros de aquí. Sé buen chico y ve a traer al doctor y átale a un serac, bien fuerte, con los mejores nudos que sepas, y dile a Magnus que traiga aquí los cadáveres para que puedas cortarlos. Y coge cuchillos del equipo de Goodsir y los grandes y la sierra del carpintero que he traído en la bolsa.

—Bueno, de acuerdo —dijo Golding—. Pero yo preferiría ir a buscar. —Fue saliendo con dificultad del campo de seracs.

—El capitán debe de haberse dejado la mitad de la sangre entre el lugar donde le has disparado y éste, Cornelius —dijo Aylmore—. Si no se ha caído al agua, no puede esconderse en ningún sitio sin dejar un rastro.

—Cierto, precisamente, mi querido Dickie —dijo Hickey con una sonrisa extraña—. Si no está en el agua podría ir a gatas, pero no puede dejar de perder sangre con unas heridas como ésas. Vamos a buscar hasta que estemos seguros de que no está bajo el agua ni acurrucado por aquí en los seracs donde podría esconderse y desangrarse hasta morir. Tú empezarás por ahí, en el lado sur de la
polynya,
y yo miraré por el norte. Iremos en el sentido de las agujas del reloj. Si ves alguna señal, aunque sea una simple gota de sangre o una marca en la nieve, grita y quédate quieto. Yo iré a reunirme contigo. Y ten mucho cuidado. No queremos que ese condenado hijo de puta moribundo salga de las sombras de repente y nos coja una de las escopetas, ¿verdad?

Aylmore parecía sorprendido y alarmado.

—¿Crees de verdad que podría tener la fuerza suficiente para hacer eso? ¿Con tres balas y todas esas postas de escopeta en el cuerpo? Sin abrigo se helará hasta morir en unos pocos minutos, de todos modos. Hace demasiado frío, y el viento es cada vez más fuerte. ¿Crees realmente que está ahí esperándonos, Cornelius?

Hickey sonrió y asintió, señalando hacia el estanque negro.

—No. Creo que está muerto y ahogado, ahí abajo. Pero vamos a asegurarnos de todos modos, joder. No vamos a irnos de aquí hasta que estemos seguros, aunque tengamos que buscar hasta que salga ese maldito sol piojoso.

Al final buscaron tres horas a la luz de la luna, que fue subiendo y luego bajando de nuevo. No había señal alguna junto a la
polynya
ni entre los seracs ni en los campos de hielo abiertos más allá de los seracs en todas direcciones, ni en las crestas de presión más altas hacia el norte y el sur y el este: ni sangre, ni huellas ni marcas de arrastre.

A Robert Golding le costó las tres horas enteras cortar a John Lane y a William Goddard en pedazos relativamente pequeños, como le había pedido Hickey; aun así, el chico organizó un revoltijo espantoso. Costillas, cabezas, manos, pies y trozos de médula espinal yacían en torno a él, por todos lados, como si hubiese explotado por los aires un matadero. Y el joven Golding mismo estaba tan cubierto de sangre que parecía un actor de pantomima embadurnado de pintura cuando Hickey y los demás volvieron. Aylmore, Thompson e incluso Magnus Manson se quedaron muy afectados al ver el aspecto del joven aprendiz, pero Hickey se rio mucho y largo rato.

Los sacos de arpillera y de lona que tenían se llenaron de carne envuelta en unas telas impermeables que habían traído. Sin embargo, las bolsas seguían chorreando.

Desataron a Goodsir, que temblaba violentamente por el frío o por la conmoción.

—Es hora de irnos, cirujano —dijo Hickey—. Los otros nos esperan a unos quince kilómetros hacia el oeste de aquí, en el hielo, para darnos la bienvenida a casa.

Goodsir dijo:

—El señor Des Voeux y los demás vendrán a por vosotros.

—No —replicó Cornelius Hickey con una voz que mostraba su absoluta certeza—, no vendrán. No, porque saben que ahora tenemos al menos tres escopetas y una pistola. Y eso si averiguan que hemos estado aquí, cosa que no creo que hagan. —A continuación, se dirigió a Golding—: Dale a nuestro nuevo compañero un saco de carne para que lo lleve, Bobby.

Cuando Goodsir se negó a aceptar el abultado saco de Golding, Magnus Manson le golpeó y le tiró al suelo, y casi rompió las costillas al cirujano. Al cuarto intento de hacerle coger el chorreante saco, después de dos fuertes golpes más, el cirujano lo cogió.

—Vamos —dijo Hickey—. Aquí hemos terminado.

54

Des Voeux

Campamento de Rescate

19 de agosto de 1848

El primer oficial Charles des Voeux no pudo evitar sonreír mientras él y sus ocho hombres volvían al campamento de Rescate la mañana del sábado 19 de agosto. Para variar, sólo tenía buenas noticias que dar a su capitán y a los hombres.

La banquisa se había abierto y convertido en témpanos y canales navegables sólo a seis kilómetros y medio de distancia, y Des Voeux y sus hombres habían pasado un día más siguiendo los canales hacia el sur, hasta que el estrecho se convirtió en agua abierta todo el camino hasta la península de Adelaida, y casi con toda seguridad hasta la ensenada del río Back, mucho más al este y en torno a esa península. Des Voeux había «visto» las bajas colinas de la península de Adelaida a unos veinte kilómetros de agua abierta de distancia de un iceberg al que habían trepado en su excursión más hacia el sur en la banquisa. No podían ir más allá sin un bote, cosa que hacía sonreír ampliamente al primer oficial Des Voeux entonces, y sonreír mucho más ahora.

Todo el mundo podría abandonar el campamento de Rescate. Todo el mundo tenía una oportunidad de supervivencia.

Una noticia casi mejor que traía era el hecho de que había pasado dos días disparando a unas focas en los témpanos en el borde del nuevo mar abierto, allá en el estrecho. Durante dos días con sus noches, Des Voeux y sus hombres se habían regodeado con la carne y la grasa de foca, ya que sus cuerpos ansiaban tanto la grasa que aunque aquella comida tan fuerte les ponía enfermos, después de semanas enteras comiendo sólo galleta y trocitos de cerdo salado, vomitar les daba más hambre aún, y se reían y empezaban a comer de nuevo, casi de inmediato.

Cada uno de los ocho hombres llevaba un cadáver de foca tras él ahora, mientras seguían las varitas de bambú colocadas a lo largo de los últimos dos kilómetros de hielo costero hasta el campamento. Los cuarenta y seis hombres del campamento de Rescate comerían bien aquella noche, igual que lo harían de nuevo los ocho triunfantes exploradores.

Other books

Call of the Undertow by Linda Cracknell
Bradley Wiggins by John Deering
Mission: Out of Control by Susan May Warren
The Whites: A Novel by Richard Price
Whistling in the Dark by Tamara Allen
The Bette Davis Club by Jane Lotter
Death on the Ice by Robert Ryan