El día y el aire se pusieron grises y apacibles, aunque la temperatura, que se había mantenido durante todo el día pocos grados bajo cero, estaba cayendo con mucha rapidez. El viento soplaría pronto. Bridgens prefería estar dormido antes de que el viento de la noche aullase desde el noroeste o las tormentas eléctricas nocturnas asolasen la tierra y el estrecho del hielo.
Buscó en su bolsillo y sacó los tres últimos objetos que llevaba en él.
Primero estaba el cepillo de ropa que John Bridgens había usado como mozo durante más de treinta años. Tocó las pelusas que todavía llevaba, sonrió ante alguna ironía que sólo él comprendía y se lo metió en el otro bolsillo.
Luego estaba el peine de cuerno de Harry Peglar. Unos pocos cabellos de un castaño claro todavía estaban enredados en los dientes. Bridgens sujetó el peine ligeramente en su fría mano desnuda por un momento, y luego se lo metió en el bolsillo del abrigo con el cepillo de la ropa.
Lo último era la libreta de notas de Peglar. La abrió al azar.
«Oh, muerte, dónde está tu agigon, la tunva en la Cala del Consuelo para qien tenga alguna duda de... el moribumdo dio.»
Bridgens meneó la cabeza. Sabía que la última palabra tenía que ser «dijo», fuera lo que fuese lo que había escrito en la parte mojada e ilegible del mensaje. Había enseñado a leer a Peglar, pero nunca había conseguido enseñarle ortografía. Bridgens sospechaba, ya que Harry Peglar era uno de los seres humanos más inteligentes que había conocido jamás, que debía de haber algún problema en la constitución del cerebro del hombre, algún lóbulo o protuberancia o zona gris desconocida a los avances médicos que controlaba la ortografía. Aun después de haber aprendido a descodificar el alfabeto y leer los libros más difíciles con una perspicacia y comprensión de erudito, Harry era incapaz de escribir hasta la nota más breve a Bridgens sin invertir las letras o escribir mal las palabras más sencillas.
«Oh, muerte dónde está tu aguijón...»
Bridgens sonrió por última vez, puso el diario en el bolsillo delantero de su chaquetón, donde estaría a salvo de los pequeños carroñeros, porque él se echaría encima, y se tumbó de lado en la grava, apoyando la mejilla en el dorso de sus manos desnudas.
Se movió sólo una vez, para subirse el cuello del abrigo y bajar la gorra. El viento arreciaba ya y venía muy frío. Luego volvió a su posición yacente.
John Bridgens estaba ya dormido antes de que la última penumbra gris muriese por el sur.
Crozier
Campamento de Rescate
13 de agosto de 1848
Arrastraron los botes durante dos semanas hacia el extremo más suroriental de la isla, el punto en el cual la línea de la costa de la isla del Rey Guillermo empezaba a curvarse abruptamente hacia el norte y el este, y luego se detuvieron para montar las tiendas, enviar fuera a las partidas de caza, recuperar el aliento mientras esperaban y buscar aberturas en el estrecho de hielo hacia el sur. El doctor Goodsir le había dicho a Crozier que necesitaba tiempo para tratar a los enfermos y heridos que iban arrastrando en sus cinco botes. Llamaban a aquel campamento «Fin del Mundo».
Cuando Crozier recibió el informe de Goodsir de que al menos cinco de los hombres tenían que sufrir amputaciones durante aquella parada, cosa que significaba, como sabía muy bien, que esos hombres nunca irían más allá de ese punto, porque ya ni los marineros que podían moverse tenían la fuerza suficiente para arrastrar el peso muerto de los hombres de los botes, el capitán rebautizó aquel punto azotado por los vientos como «campamento de Rescate».
La idea, discutida hasta el momento entre Goodsir y él mismo, aunque fue Goodsir quien la sugirió, era que el cirujano se quedase con los hombres que se estuviesen recuperando de las amputaciones. Cuatro habían sido operados ya, y hasta el momento no habían muerto. El último, el señor Diggle, iba a ser operado aquella mañana. Otros marineros, demasiado enfermos o cansados para continuar, podían optar por quedarse con Goodsir y los amputados, mientras Crozier, Des Voeux, Couch, el segundo oficial de confianza de Crozier, Johnson y algunos otros con la fuerza suficiente seguirían navegando hacia el sur, por la ensenada, cuando el hielo volviera a ceder..., si es que lo hacía. Entonces, aquel pequeño grupo, viajando ligero, podría subir por el río Back, volver con un destacamento de rescate desde el lago Gran Esclavo en primavera, o, con ayuda de algún milagro, al cabo de un mes o dos, antes de que llegase el invierno, suponiendo que dieran con algún destacamento de rescate que fuera por el norte, a lo largo del río.
Crozier sabía que las oportunidades de que aquel milagro en particular ocurriese eran tan bajas que casi se reducían a cero, y que la posibilidad de que alguno de los hombres enfermos sobreviviese en el campamento de Rescate hasta la siguiente primavera sin ayuda ni siquiera valía la pena contemplarla. No hubo casi caza que se encontrase fácilmente durante todo aquel verano de 1848, y agosto no resultaba distinto. El hielo era demasiado espeso para pescar a su través en todas partes excepto en los pequeños canales y las raras
polynyas
que duraban todo el año, y no habían cogido ningún pez allí, mientras iban en los botes. ¿Cómo iban a sobrevivir Goodsir y un puñado de ayudantes durante el invierno? Crozier sabía que el cirujano había firmado su sentencia de muerte ofreciéndose a quedarse allí con los hombres condenados, y Goodsir sabía también que su capitán lo sabía. Ninguno de los dos hombres habló de ello.
Pero ése seguía siendo el plan, a menos que Goodsir cambiase de opinión aquella mañana u ocurriese un auténtico milagro y el hielo se abriese casi todo el camino hacia la costa aquella segunda semana de agosto, lo que permitiría que todos se hiciesen a la vela en dos destartaladas balleneras, dos destartalados cúteres y una sola y destrozada pinaza, llevándose consigo en los botes a los amputados, los heridos, los hambrientos, los que estaban demasiado débiles para andar y los casos más graves de escorbuto.
«¿Como posible comida?», pensó Crozier.
Ese era el siguiente tema que debía tratar.
El capitán llevaba dos pistolas en el abrigo cada vez que salía de su tienda: el revólver grande de fulminante en el bolsillo derecho, como siempre, y la pistola pequeña de dos cañones en el izquierdo (lo que el capitán americano que se la vendió, hacía unos años, llamaba «un revólver de tahúr fluvial»). No había repetido el error de enviar a sus mejores hombres (Couch, Des Voeux, Johnson y algunos más) fuera del campamento al mismo tiempo y dejar a todos los descontentos como Hickey, Aylmore y el idiota gigante de Manson. Ni tampoco había vuelto a confiar Francis Crozier en el teniente George Henry Hodgson, su capitán del castillo de proa Reuben Male o el capitán de la cofa del trinquete del
Erebus,
Robert Sinclair, desde el día en que casi se amotinan allí en el campamento Hospital, hacía más de un mes.
La imagen que ofrecía el campamento de Rescate era deprimente. El cielo era una masa compacta de nubes bajas desde hacía dos semanas, y Crozier no había podido usar su sextante. El viento había empezado a soplar fuerte desde el noroeste de nuevo, y el aire era más frío de lo que había sido desde hacía dos meses. El estrecho hacia el sur seguía siendo una masa sólida de hielo, pero no el hielo plano interrumpido por ocasionales crestas de presión como el que habían atravesado al salir del
Terror
hacia el campamento
Terror
, hacía mucho, mucho tiempo. El hielo en aquel estrecho al sur de la isla del Rey Guillermo era un laberinto de enormes icebergs desmontados, crestas de presión atravesadas, ocasionales
polynyas
perpetuas mostrando el agua negra a más de tres metros por debajo del nivel del hielo, pero que no conducían a ninguna parte, e incontables seracs afilados como navajas y rocas de hielo inmensas. Crozier no creía que ningún hombre del campamento de Rescate, incluyendo al gigante Manson, estuviera en condiciones para tirar de un solo bote por encima de aquel bosque de hielo y de aquellas cordilleras montañosas de hielo.
Los gruñidos, explosiones, chasquidos, estampidos y rugidos que ahora llenaban sus días y sus noches eran su única esperanza. El hielo estaba agitado y se torturaba a sí mismo. De vez en cuando, allá lejos, se abrían diminutos canales que a veces duraban unas horas. Luego se cerraban con un estruendo. Las crestas de presión alcanzaban una altura de nueve metros en cuestión de segundos. Horas después se derrumbaban igual de rápido que otras crestas nuevas surgían de pronto. Los icebergs explotaban por la presión del hielo tenso en torno a ellos.
«Sólo estamos a 13 de agosto», se decía Crozier. El problema de pensar así, por supuesto, era que en lugar de ser «sólo» 13 de agosto, la estación había avanzado ya tanto que era hora de pensar: «ya estamos a 13 de agosto». El invierno se aproximaba con rapidez. El
Erebus
y el
Terror
habían quedado congelados fuera de la Tierra del Rey Guillermo en septiembre de 1846, y después no hubo ya respiro alguno.
«Sólo estamos a 13 de agosto», se repetía a sí mismo Crozier. Un tiempo suficiente, si se les concediese un pequeño milagro, para navegar y remar a través del estrecho, probablemente llevando a pulso los botes algunos breves trechos sobre el hielo, los más de cien kilómetros que estimaba que había hasta la boca del río Back, y allí volver a aparejar los maltratados botes para viajar río arriba. Con un poco de suerte, la propia ensenada, más allá de aquel laberinto visible de hielo, quedaría libre de hielo, a causa del inevitable flujo alto de verano del río del Gran Pez de Back hacia el norte, y su agua más cálida, durante noventa y cinco kilómetros aproximadamente. Después, en el río mismo, correrían en contra del invierno que se aproximaba al sur cada día, mientras luchaban por abrirse camino corriente arriba. Pero el viaje era posible. Al menos en teoría.
«En teoría.»
Aquella mañana, domingo, si el cansado Crozier no había perdido la cuenta, Goodsir estaba llevando a cabo las últimas amputaciones con la ayuda de su nuevo ayudante, Thomas Hartnell, y luego Crozier quería convocar a los hombres para una especie de oficio religioso conjunto.
Se anunciaría que Goodsir se iba a quedar con los impedidos y con los enfermos de escorbuto y él plantearía abiertamente sus planes de llevarse a algunos de los hombres más sanos y al menos dos botes hacia el sur la semana siguiente, se abriese el hielo o no.
Si Reuben Male, Hodgson, Sinclair o los conspiradores de Hickey querían ofrecer sus planes alternativos sin desafiar su autoridad, Crozier estaba dispuesto no sólo a discutirlos, sino incluso a acceder a ellos. Cuantos menos hombres se quedasen en el campamento de Rescate, mejor, especialmente si eso implicaba librarse de las manzanas podridas.
Empezaron a oírse los chillidos en la tienda quirúrgica cuando el doctor Goodsir empezó a operar el pie y tobillo izquierdo gangrenosos del señor Diggle.
Con una pistola en cada bolsillo, Crozier fue a buscar a Thomas Johnson para decirle que reuniese a los hombres.
El señor Diggle, el hombre más querido de toda la expedición, el excelente cocinero al que Francis Crozier había conocido y con quien había trabajado durante años en expediciones a ambos polos, murió debido a la pérdida de sangre y a las complicaciones surgidas inmediatamente después de la amputación de su pie, y pocos minutos antes de que fueran convocados todos los hombres a la reunión.
Cada vez que los supervivientes pasaban más de dos días en un campamento, los contramaestres pasaban un palito por la grava y la nieve en un lugar relativamente abierto y plano y creaban la silueta aproximada de la cubierta superior e inferior del
Erebus
y del
Terror.
Así los hombres sabían dónde colocarse cuando eran llamados a reunión, y les daba cierto sentido de familiaridad. Durante los primeros días en el campamento
Terror
, y después, las posiciones estaban muy cercanas unas a otras, hasta crear confusión, ya que había más de cien hombres de los dos barcos apiñados en la huella de la cubierta de un solo barco, pero ahora las bajas habían llegado a un punto en que la reunión era adecuada para un solo barco.
En el silencio posterior al pase de lista y antes de la breve lectura de las Escrituras por parte de Crozier (y en el silencio más profundo que siguió a los gritos del señor Diggle), el capitán miró a aquellos hombres reunidos, harapientos, barbudos, pálidos, sucios, con los ojos hundidos, inclinándose hacia delante con una pose como de simio cansado, que quería ser la posición de firmes.
De los trece oficiales originales del
HMS Erebus
habían muerto nueve: sir John, el comandante Fitzjames, el teniente Graham Gore, el teniente H. T. D. Le Vesconte, el teniente Fairholm, el primer oficial Sergeant, el segundo oficial Collins, el patrón del hielo Reid y el jefe de cirujanos Stanley. Los oficiales supervivientes eran el primer y segundo oficial, Des Voeux y Couch, el ayudante de cirujano Goodsir (que se unía más tarde a la reunión, con la postura mucho más hundida que la de los otros hombres y los ojos bajos por el cansancio y la derrota) y el sobrecargo, Charles Hamilton Osmer, que había sobrevivido a un brote grave de neumonía, pero que ahora estaba postrado en la tienda con escorbuto.
No se le escapaba a la atención del capitán Crozier que todos los oficiales comisionados de la Marina del
Erebus
estaban muertos, y que los supervivientes no eran más que auxiliares o civiles a los que se había otorgado el título honorífico de oficial a efectos de distribución.
Los tres suboficiales del
Erebus,
el ingeniero John Gregory el contramaestre Thomas Terry y el carpintero John Weekes estaban muertos.
El
Erebus
había dejado Groenlandia con veintiún cabos de mar y, en la reunión de aquel día, quince de ellos vivían aún, aunque algunos (como el mozo del sobrecargo, William Fowler, que no había acabado de recuperarse nunca de sus quemaduras en el carnaval) apenas eran algo más que bocas que alimentar durante la marcha.
Si hubieran pasado lista a los marineros útiles del
Erebus
el día de Navidad de 1845, habrían respondido diecinueve hombres. Quince de ellos vivían aún.
De los siete marines que originalmente respondían a la lista del
Erebus
habían sobrevivido tres hasta aquel momento de agosto de 1848: el cabo Pearson y los soldados Hopcraft y Healey pero todos estaban demasiado enfermos de escorbuto para hacer guardia o para cazar, y mucho menos para tirar de un bote. Pero aquella mañana estaban firmes, apoyados en sus mosquetes, entre las otras siluetas harapientas y desmayadas.