—Ya están muertos, sólo que no lo saben —continuó Hickey, con la voz muy fuerte y profunda para provenir de un cuerpo tan pequeño—. Nosotros vamos a vivir. Venga con nosotros y volverá a ver a su familia, doctor Goodsir. Si se queda aquí o si sigue a Crozier, es hombre muerto. Venga con nosotros.
Goodsir no se había dado cuenta de que llevaba las gafas puestas, no se había dado cuenta de que no se las había quitado al salir de la tienda quirúrgica, y entonces se las quitó y empezó a limpiar sin prisa la humedad que las cubría, usando la punta ensangrentada de su chaleco como trapo. Goodsir, un hombre menudo, con labios gruesos como de niño y la barbilla huidiza, sólo parcialmente oculta bajo la barba rizada que le había crecido debajo de las patillas, parecía completamente tranquilo. Se puso de nuevo las gafas y miró a Hickey y a los hombres que éste tenía detrás.
—Señor Hickey —dijo con serenidad—, aunque agradezco su infinita generosidad al ofrecerse a salvarme la vida, debe saber que no me necesita para hacer lo que está planeando hacer con respecto a la disección de los cuerpos de sus compañeros de tripulación para proporcionarse a sí mismo una buena despensa de carne.
—Yo no... —empezó Hickey.
—Hasta un aficionado puede aprender anatomía de disección rápidamente —le interrumpió Goodsir, con voz lo suficientemente alta para sobreponerse a la del ayudante de calafatero—. Cuando uno de esos otros caballeros que se lleva usted como despensa privada de comida muera (o le ayude usted a morir), lo único que tiene que hacer es afilar bien un cuchillo hasta obtener un borde como el de un escalpelo y empezar a cortar.
—Pero nosotros no vamos a... —gritó Hickey.
—Pero yo le recomiendo calurosamente que se lleve una sierra —dijo Goodsir, más alto—. Una de las sierras de carpintero del señor Honey le irá estupendamente. Aunque se puede cortar la carne de las pantorrillas, los dedos y los muslos y la carne del vientre de sus compañeros con el cuchillo, casi con toda seguridad requerirá una buena sierra para separar los brazos y las piernas.
—¡Maldito sea! —chilló Hickey. Quiso adelantarse con Manson, pero se detuvo cuando los contramaestres y los marines levantaron las escopetas y los mosquetes de nuevo.
Imperturbable, sin mirar siquiera a Hickey, el cirujano señaló hacia la enorme forma de Magnus Manson como si el hombre fuese el cartel de un anatomista colgado de una pared.
—No es muy distinto de trinchar un ganso de Navidad, cuando uno sabe cómo hacerlo. —Hizo unas marcas verticales en el aire hacia el torso de Manson y una horizontal justo por debajo de su cintura—. Sierre los brazos por las articulaciones del hombro, claro, pero debe serrar a través de los huesos pélvicos para cortarle las piernas.
Los tendones del cuello de Hickey se tensaron y su rostro se fue poniendo rojo, pero no habló más mientras continuaba Goodsir.
—Yo usaría mi sierra metacarpiana más pequeña para cortar las piernas por la rodillas y, claro está, los brazos por el codo, y luego procedería con un buen escalpelo a despiezar las partes elegidas: muslos, nalgas, bíceps, tríceps, deltoides, la parte carnosa debajo de las espinillas. Sólo entonces debe comenzar a despiezar en serio los pectorales, los músculos del pecho, y sacar toda la grasa que ustedes, caballeros, hayan conservado cerca de los omoplatos o a lo largo de los costados y parte lumbar. No hay mucha grasa allí, claro, ni tampoco músculo, pero estoy seguro de que el señor Hickey no querrá que se desperdicie ninguna parte de ustedes.
Uno de los marineros que estaba en la parte posterior del grupo, detrás de Crozier, cayó de rodillas y empezó a hacer arcadas en la grava.
—Tengo un instrumento llamado tenáculo para abrir el esternón y quitar las costillas —dijo Goodsir, apaciblemente—, pero me temo que no se lo podré prestar. Un buen martillo y cincel de carpintero, hay uno en cada bote, como habrán observado, servirá igual de bien para ese fin.
»Recomiendo que desgarre primero la carne y que deje a un lado, para más tarde, la cabeza, las manos, los pies y los intestinos de sus amigos, todo el contenido del saco abdominal.
»Y le advierto: es mucho más difícil de lo que cree abrir los huesos largos para chupar la médula. Necesitará alguna herramienta que sirva para rascar, como la gubia para tallar madera del señor Honey. Y observe que la médula será grumosa y roja cuando se extraiga del centro de los huesos... y mezclada con fragmentos de huesos y astillas, de modo que no es demasiado saludable para comerla cruda. Recomiendo que pongan la médula de los huesos de la otra persona en un cacharro para cocinarla un poco y la hiervan a fuego lento, antes de intentar digerir a sus amigos.
—Que le jodan —gruñó Cornelius Hickey.
El doctor Goodsir asintió.
—Ah —añadió el cirujano—, si piensa el comerse el cerebro de otra persona, eso sí que es sencillo. No tiene más que serrar la mandíbula inferior, quitar los dientes de abajo y usar cualquier cuchillo o cuchara para hacer un hueco a través del paladar blando y entrar en la bóveda craneana. Si lo desean, pueden poner la calavera del revés y sentarse alrededor e ir sirviéndose cucharadas de cerebro, como si fuera el budín de Navidad.
Durante un minuto no se alzó ninguna voz, sólo el viento y los gruñidos, chasquidos y crujidos del hielo.
—¿Alguien más quiere irse mañana? —exclamó el capitán Crozier.
Reuben Male, Robert Sinclair y Samuel Honey, el capitán del castillo de proa del
Terror,
el capitán de la cofa del trinquete del
Ere
bus
y el herrero del
Terror,
respectivamente, se adelantaron.
—¿Quieren irse con Hickey y Hodgson? —preguntó Crozier. No quiso demostrar la conmoción que sentía.
—No, señor —dijo Reuben Male, meneando la cabeza—. No vamos con ellos. Pero queremos intentar volver caminando al
Terror.
—No necesitamos bote, señor —dijo Sinclair—. Vamos a intentar ir andando a campo través, como si dijéramos. Recto por en medio de la isla. Quizás encontremos algún zorro y cosas así tierra adentro, lejos de la costa.
—La orientación será difícil —dijo Crozier—. Las brújulas no valen para nada por aquí, y no puedo darles uno de mis sextantes.
Male meneó la cabeza.
—No se preocupe, capitán. Simplemente, lo calcularemos a ojo. La mayor parte del tiempo, si el puto viento te da de lleno en la cara, y perdone la expresión, señor, es que vas en la dirección correcta.
—Yo era marinero antes de ser herrero, señor —dijo Samuel Honey—. Todos somos marineros. Si no podemos morir en el mar, al menos quizá podamos morir a bordo de nuestro barco.
—Está bien —dijo Crozier, hablando a todos los hombres que todavía estaban allí de pie y asegurándose de que su voz llegaba hasta las tiendas también—. Vamos a reunimos a las seis campanadas y repartiremos todas las galletas, el licor, el tabaco y otras vituallas que tengamos aún. Todos los hombres. Hasta los que han sido operados la noche pasada u hoy, todos entrarán en el reparto. Todo el mundo verá lo que tenemos, y todo el mundo recibirá una parte igual. A partir de ese momento, cada hombre, excepto aquellos a quien cuide y alimente el doctor Goodsir, estarán encargados de su propio racionamiento.
Crozier miró fríamente a Hickey, a Hodgson y a su grupo.
—Ustedes, hombres, bajo la supervisión del señor Des Voeux, vayan a preparar su pinaza para la partida. Saldrán mañana al amanecer; excepto para el reparto de la comida y otros artículos a las seis campanadas, no quiero volver a ver sus caras.
Goodsir
Campamento de Rescate
15 de agosto de 1848
Durante los dos días posteriores a las amputaciones, a la muerte del señor Diggle y a la reunión de los hombres, y después de oír los planes del señor Hickey y el patético reparto de la comida, el cirujano no tuvo estómago para continuar su diario. Arrojó la manchada libreta de cuero en su maletín médico de campaña y lo dejó allí.
La Gran División, como ya la llamaba para sí Goodsir, fue un asunto triste y al parecer interminable, que se prolongó hasta la menguada tarde del Ártico. Pronto resultó obvio que, al menos en lo que respectaba a la comida, nadie confiaba en nadie. Todo el mundo parecía albergar la profunda e íntima sospecha de que los demás escondían comida, acaparaban comida, escatimaban comida o negaban comida a todos los demás. Costó horas deshacer todos los equipajes de los botes, vaciar todas las reservas, registrar todas las tiendas, examinar las despensas del señor Diggle y del señor Wall, con representantes de cada una de las clases de hombres del buque: oficiales, suboficiales, cabos de mar y marineros compartiendo las tareas de búsqueda y distribución, mientras los demás miraban con ojos ávidos.
Thomas Honey murió durante la noche después de la Gran División. Goodsir envió a Thomas Hartnell a informar al capitán y luego ayudó a colocar el cuerpo del carpintero en su saco de dormir. Dos marineros lo llevaron a un ventisquero a unos cien metros del campamento, donde el cuerpo del señor Diggle todavía yacía, congelado. El grupo había empezado a renunciar a entierros y funerales, no porque hubiese algún edicto por parte del capitán o alguna votación, sino por simple y silencioso consenso.
«¿Estamos conservando los cuerpos en el ventisquero para que no se estropeen, como futura comida?», se preguntó el cirujano. No podía responder a su propia pregunta. Lo único que sabía era que mientras estaba explicando a Hickey y a los demás hombres reunidos, con bastante deliberación, porque había hablado al capitán Crozier de la táctica antes de la asamblea, los detalles anatómicos para desmembrar el cuerpo humano y que sirviera como sustento, Harry D. S. Goodsir se sintió horrorizado al notar que salivaba.
Y se dio cuenta de que seguramente no habría sido el único en tener aquella reacción, al pensar en carne fresca..., viniera de donde viniese.
Sólo un puñado de hombres habían salido al amanecer, la mañana siguiente, lunes 14 de agosto, para ver a Hickey y a sus quince compañeros partir del campamento con su pinaza atada encima del baqueteado trineo. Goodsir había vuelto para verlos salir después de asegurarse de que el señor Honey era secretamente enterrado en el ventisquero.
Más temprano, se perdió la partida de los tres hombres que salían a pie: el señor Male, el señor Sinclair y Samuel Honey, sin relación alguna con el fallecido carpintero, que habían partido antes de amanecer para el viaje a pie que se proponían llevar a cabo a través de la isla hasta el campamento
Terror
, llevándose con ellos sólo las mochilas, los sacos de dormir de mantas, algunas galletas, agua y una escopeta con cartuchos. No tenían ni siquiera una tienda Holland para cobijarse, y pensaban hacer cuevas en la nieve si el tiempo invernal más duro los alcanzaba antes de que ellos llegasen al campamento
Terror
. Goodsir se imaginó que ya debían de haberse despedido de sus amigos la noche anterior, porque los tres hombres salieron del campamento antes de que la primera luz grisácea tocase siquiera el horizonte del sur. El señor Couch le dijo más tarde al doctor Goodsir que la partida se dirigía hacia el norte, hacia tierra adentro y alejándose directamente de la costa, y planeaban girar hacia el noroeste al segundo o tercer día.
Como contraste, el cirujano se sintió muy sorprendido al ver lo pesadamente que habían cargado su bote los hombres que partían en el grupo de Hickey. Hombres de todo el campamento, incluyendo a Male, Sinclair y Samuel Honey, habían ido abandonando los objetos más inútiles: cepillos del pelo, libros, toallas, escritorios, peines... Fragmentos de civilización que habían arrastrado durante cien días; ahora se negaban a seguir arrastrándolos más allá, pero, por algún motivo inexplicable, Hickey y sus hombres habían recogido muchos de esos objetos rechazados en su pinaza, junto con las tiendas, artículos para dormir y la necesaria comida. Una de las bolsas llevaba 105 trozos de chocolate envueltos uno a uno, que era la acumulación de la asignación de los dieciséis hombres encontrada en una despensa secreta y acarreada hasta el momento como sorpresa por el señor Diggle y el señor Wall: seis piezas y media de chocolate por hombre.
El teniente Hodgson estrechó la mano a Crozier y algunos de los otros hombres se despidieron torpemente de antiguos compañeros; pero Hickey, Manson, Aylmore y los más resentidos del grupo no dijeron nada. Entonces el segundo contramaestre Johnson entregó a Hodgson la escopeta descargada y una bolsa de cartuchos y observó cómo el joven teniente la guardaba en el bote, ya pesadamente cargado. Con Manson en cabeza y al menos una docena de hombres sujetos al trineo y al bote por los arneses, dejaron el campamento en silencio roto sólo por el roce de los patines en la grava, luego en la nieve, luego de nuevo en la roca, y luego otra vez en el hielo y la nieve. Al cabo de veinte minutos estaban fuera de la vista, por encima de la ligera elevación del oeste del campamento de Rescate.
—¿Está usted pensando si lo conseguirán o no, doctor Goodsir? —preguntó el oficial Edward Couch, que estaba de pie junto al cirujano, observando su silencio.
—No —dijo Goodsir. Estaba tan cansado que sólo podía responder con total honradez—. Yo pensaba en el soldado Heather.
—¿En el soldado Heather? —dijo Couch—. Pero si dejamos su cuerpo... —Se detuvo.
—Sí —dijo Goodsir—. El cadáver del soldado yace bajo una cubierta de lona junto a las huellas de nuestro trineo, a este lado del campamento del Río, a menos de doce días al oeste de aquí..., mucho menos tiempo al ritmo que el extenso equipo de Hickey tira de una sola pinaza.
—Ay, Dios mío —susurró Couch.
Goodsir asintió.
—Sólo espero que no encuentren el cuerpo del mozo de suboficiales. Me gustaba John Bridgens. Era un hombre muy digno, y se merece algo mejor que ser devorado por gente como Cornelius Hickey.
Aquella tarde, Goodsir se dirigió a una reunión junto a los cuatro botes a lo largo de la costa: las dos balleneras estaban invertidas como siempre, los cúteres todavía estaban boca arriba encima de sus trineos, pero sin cargar, y ellos estaban donde los hombres que cumplían con sus obligaciones o dormían en sus tiendas no podían oírlos. Se encontraba allí el capitán Crozier, el primer oficial Des Voeux, el primer oficial Robert Thomas, el oficial Couch, el segundo contramaestre Johnson, el contramaestre John Lane y el cabo de marines Pearson, que estaba demasiado débil para mantenerse en pie y tenía que apoyarse a medias en el casco astillado de una ballenera vuelta del revés.