Retrocediendo a partir de la mancha oscura en la nieve iluminada por la luna, como retrocedería al ver un altar pagano de piedra donde se acabase de sacrificar alguna víctima inocente, Irving se concentró primero en intentar respirar con normalidad (el aire le dolía en los pulmones al tragarlo) y luego en apremiar a sus piernas heladas y su mente nublada para que le llevasen de vuelta al barco.
No intentaría pasar de nuevo por el túnel de hielo y la tabla suelta hacia el pañol. Avisaría al vigía de estribor antes de ponerse a tiro de escopeta, y subiría por la rampa de hielo como un hombre, sin responder pregunta alguna hasta hablar con el capitán.
Pero ¿qué le contaría al capitán de todo aquello?
Irving no tenía ni idea. No sabía si la criatura del hielo, que debía de andar cerca, le dejaría volver al barco. Ni siquiera sabía si le quedaban el calor y la energía suficiente para la larga caminata.
Sólo sabía que nunca volvería a ser el mismo.
Irving se volvió hacia el sudeste y se internó de nuevo en el bosque de hielo.
Hickey
Latitud 70° 5' N — Longitud 98° 23' O
18 de diciembre de 1847
Hickey había decidido que el alto y delgado teniente Irving tenía que morir y que aquél era el día indicado.
El diminuto ayudante de calafatero no tenía nada personal contra el joven e ingenuo petimetre, aparte de haber entrado en mal momento en la bodega un mes antes, pero aquello bastaba para decantar la balanza en contra de Irving.
El trabajo y las guardias impidieron a Hickey realizar su tarea. Dos veces estuvo de guardia cuando Irving estaba también como oficial en cubierta, pero Magnus Manson no estaba de guardia en cubierta ninguna de las veces. Hickey había planeado el momento y método del hecho, pero necesitaba a Magnus para la ejecución. No es que Cornelius Hickey tuviese miedo de matar a un hombre, ya que había cortado la garganta de uno mucho antes de ser lo bastante mayor para entrar en una casa de putas sin padrino. No, sencillamente, aquél era el medio y el método necesario para aquel crimen, que requería la presencia de su estúpido discípulo y colega de enculamiento en aquella expedición, Magnus Manson.
Ahora todas las condiciones eran perfectas. Había una partida de trabajo de viernes por la mañana (aunque «mañana» significaba poco cuando fuera estaba tan oscuro como a medianoche), con más de treinta hombres, allá fuera en el hielo, reparando y mejorando los mojones entre el
Terror
y el
Erebus.
Nueve marines armados de mosquetes, en teoría, proporcionaban seguridad a las partidas de trabajo, pero en realidad la fila de hombres estaba extendida a lo largo de casi dos kilómetros, con cinco hombres o menos al mando de cada oficial. Los tres oficiales que estaban en la mitad este del oscuro sendero de mojones eran del
Terror,
los tenientes Little, Hodgson e Irving, y Hickey había ayudado a elegir los grupos de trabajo de modo que él y Manson trabajaban en los mojones más alejados, bajo las órdenes de Irving.
Los marines estaban fuera de la vista la mayor parte del tiempo, supuestamente preparados para salir corriendo si había alguna alarma, pero en realidad haciendo todo lo posible por permanecer bien calentitos junto a un fuego que ardía en un brasero de hierro, colocado junto a la cresta de presión más elevada, a menos de medio kilómetro del barco. John Bates y Bill Sinclair trabajaban también a las órdenes del teniente Irving aquella mañana, pero los dos eran colegas suyos, y perezosos, y tendían a quedarse fuera de la vista del joven oficial para poder trabajar en el siguiente mojón tan despacio como les convenía.
El día, aunque oscuro como la noche, no era tan frío como habían sido algunos recientemente, quizá sólo estuviera a dos grados bajo cero, y casi no hacía viento. No había luna ni aurora boreal, pero las estrellas vibraban en el cielo matutino, arrojando la luz suficiente para que si un hombre tenía que alejarse fuera del alcance de una linterna o antorcha, pudiese ver lo suficiente como para volver luego. Con la criatura del hielo todavía ahí fuera en la oscuridad, en alguna parte, no había muchos hombres que se atrevieran a alejarse. Pero aun así la misma naturaleza de los actos de encontrar y almacenar los fragmentos y bloques de hielo del tamaño adecuado para reparar y ampliar un mojón de metro y medio de alto requerían que los hombres saliesen y entrasen del círculo de luz de la linterna.
Irving estaba comprobando ambos mojones mientras echaba una mano con frecuencia a los hombres con el trabajo físico. Hickey sólo tenía que esperar hasta que Bates y Sinclair estuviesen fuera de la vista, más allá de la curva, en el sendero entre los bloques de hielo, y la guardia del teniente Irving habría concluido.
El ayudante del calafatero podría haber usado un centenar de instrumentos de hierro o acero del buque, ya que un barco de la Marina Real era un verdadero almacén de armas asesinas, algunas de ellas bastante ingeniosas, pero prefirió que Magnus simplemente atacara por sorpresa al oficial dandy y rubio, lo levantara casi veinte metros en el hielo, le rompiera el cuello; luego, cuando estuviera muerto y bien muerto, le arrancase algunas de las ropas que llevaba, le rompiese las costillas, le diese unas patadas en esa cara sonrosada y feliz que tenía y en los dientes, le rompiera un brazo y las dos piernas (o una pierna y los dos brazos) y dejase el cadáver en el hielo para que lo encontraran. Hickey ya había elegido el lugar de la muerte: una zona de altos seracs y sin nieve en el suelo en la cual Manson pudiera dejar huellas de botas. Había advertido a Magnus que no debía caerle sangre del teniente ni dejar señal alguna de que había estado allí con él, y, lo más importante, no debía detenerse a robar al hombre.
La criatura del hielo había matado a los hombres con todo tipo de variantes de violencia imaginables, y si el daño físico al pobre teniente Irving era lo bastante grave, nadie en ninguno de los dos barcos dedicaría una segunda mirada a lo que había ocurrido. El teniente John Irving sería, sencillamente, otro cadáver más envuelto en lona en la sala de Muertos del
Terror.
Magnus Manson no era un asesino nato, sólo un idiota de nacimiento, pero había asesinado antes a algún hombre para su amo y señor, el ayudante del calafatero. No le molestaría volverlo a hacer. Cornelius Hickey dudaba de que Magnus le preguntase nunca por qué tenía que morir el teniente, era simplemente otra orden que le daba su amo. De modo que Hickey se sorprendió mucho cuando el gigante le llevó a un lado, cuando el teniente Irving no podía oírlos, y susurró con cierta urgencia:
—¿No me perseguirá su fantasma, Cornelius?
Hickey le dio unas palmaditas a su compañero en la espalda.
—Pues claro que no, Magnus. Yo no te diría que hicieras algo para que luego un fantasma te persiguiese, ¿verdad, cariño?
—No, no —gruñó Manson, sacudiendo la cabeza. Su pelo enmarañado y su barba parecían querer salirse de la pañoleta de lana y el gorro. Su pesada frente se contrajo.
—Pero ¿por qué no me perseguirá su fantasma, Cornelius, si le mato sin tener nada contra él en absoluto?
Hickey pensó con rapidez. Bates y Sinclair estaban bastante lejos, donde una partida de trabajo del
Erebus
estaba erigiendo una valla de bloques de hielo a lo largo de una extensión de unos veinte metros donde soplaba siempre el viento. Más de un hombre se había perdido en las tormentas de nieve en aquel lugar, y los capitanes pensaban que una valla de nieve mejoraría las posibilidades de que los correos encontraran los siguientes mojones. Irving procuraría que Bates y Sinclair estuviesen ocupados en su tarea allí, y luego volvería hacia donde él y Magnus trabajaban solos en el último mojón antes del claro.
—Por eso no te perseguirá el fantasma del teniente, Magnus —susurró al encorvado gigante—. Tú matas a un hombre cuando estás muy acalorado, y por tanto hay un motivo para que el fantasma de ese hombre vuelva e intente ajustar las cuentas contigo. Le molesta lo que hiciste. Pero el fantasma del señor Irving sabrá que no hay nada personal en lo que vas a hacer, Magnus. No habrá ningún motivo para que vuelva a molestarte.
Manson asintió, pero no parecía convencido del todo.
—Además —continuó Hickey—, el fantasma no podrá encontrar el camino de vuelta al barco, ¿verdad? Todo el mundo sabe que cuando alguien muere por ahí fuera, lejos del barco, el fantasma se pierde. No puede encontrar el camino entre las crestas de hielo y los témpanos y eso. Los fantasmas no son muy listos, que digamos, Magnus. Tienes mi palabra, cariño.
El hombretón se iluminó al oír esto. Hickey podía ver que Irving volvía a la luz de las antorchas. El viento estaba arreciando y hacía que las llamas de las antorchas oscilasen salvajemente. «Es mejor si hay viento —pensó Hickey—. Si Magnus o Irving hacen algún ruido, nadie los oirá.»
—Cornelius —susurró Manson. Parecía preocupado otra vez—. Si yo me muero ahí fuera, ¿significará eso que mi fantasma no podrá encontrar el camino de vuelta al barco? Odiaría estar ahí fuera en medio del frío, tan lejos de ti.
El ayudante del calafatero dio unas palmaditas al muro inclinado de la espalda del gigante.
—Tú no vas a morir por ahí fuera, corazón. Tienes mi promesa solemne, como masón y cristiano, de que no será así. Y ahora calla y prepárate. Cuando yo me quite la gorra y me rasque la cabeza, coges a Irving de atrás y lo arrastras hasta el sitio que te enseñé. Y recuerda..., no dejes huellas de botas y que no te manche la sangre.
—No lo hará, Cornelius.
—Muy bien, cariño.
El teniente se acercó en la oscuridad, desplazándose al círculo de luz que arrojaba la linterna en el hielo, junto al mojón.
—¿Han acabado con este mojón, señor Hickey?
—Casi, señor. Sólo falta colocar estos últimos bloques aquí y ya estará, teniente. Sólido como una farola de Mayfair.
Irving asintió. Parecía algo incómodo al encontrarse a solas con los dos marineros, aunque Hickey usaba su tono más afable y encantador. «Bueno, que te jodan», pensó el ayudante de calafatero mientras seguía esbozando su sonrisa desdentada. «No vas a seguir mucho tiempo dándote esos aires de señorito, rubito hijo de puta, con tu carita sonrosada. Cinco minutos más y no serás más que un costado de buey helado y colgarás en la bodega, chaval. Lástima que las ratas pasen tanto hambre hoy en día que sean capaces de comerse hasta a un puto teniente, pero ya ves, no puedo hacer nada.»
—Muy bien —dijo Irving—. Cuando usted y Manson terminen, por favor, reúnanse con el señor Sinclair y el señor Bates y trabajen en el muro. Yo voy a volver y traer al cabo Hedges con su mosquete.
—Sí, señor —dijo Hickey.
Captó la mirada de Magnus. Tenían que interceptar a Irving antes de que volviera por la apenas visible línea de antorchas y linternas. No sería bueno que Hedges o algún otro marine anduviera por allí.
Irving se dirigió hacia el este, pero hizo una pausa en el borde de la luz, esperando, obviamente, que Hickey colocara los dos últimos bloques de hielo en su lugar en la cima del mojón reconstruido. Mientras el ayudante del calafatero se inclinaba para levantar el penúltimo bloque de hielo, hizo una señal a Magnus. Su compañero se había colocado en posición detrás del teniente.
De pronto se oyó una explosión de gritos desde la oscuridad, al oeste. Un hombre chilló. Más voces se unieron a sus gritos.
Las enormes manos de Magnus estaban ya alzándose justo detrás del cuello del teniente, el hombretón se había quitado los guantes para sujetarlo mejor, y sus guantes interiores se alzaban, negros, detrás del pálido rostro de Irving, a la luz de la linterna.
Más gritos. Un disparo de mosquete.
—¡Magnus, no! —gritó Cornelius Hickey. Su compañero había estado a punto de romper el cuello de Irving a pesar de la conmoción.
Manson retrocedió en la oscuridad. Irving, que había dado tres pasos hacia los gritos en el oeste, se volvió, confuso. Tres hombres venían corriendo a lo largo del camino helado desde la dirección del
Terror.
Uno de ellos era Hedges. El marine gordinflón iba resollando mientras corría, con el mosquete sujeto delante del bulto sobresaliente de su vientre.
—¡Vamos! —dijo Irving, y dirigió la marcha hacia los gritos.
El teniente no llevaba armas, pero agarró la linterna. Los seis corrieron por el mar de hielo, por los seracs y hacia el claro iluminado por las estrellas donde se congregaban varios hombres. Hickey observó el gorro familiar de Sinclair y de Bates, y reconoció a uno de los tres del
Erebus
que ya estaba allí como Francis Dunn, el ayudante del calafatero del otro buque. Vio que el mosquete que se había disparado pertenecía al soldado Bill Pilkington, que estuvo en el aguardo de caza donde murió sir John el pasado junio, y recibió un tiro en el hombro por parte de uno de sus colegas marines durante aquellos momentos de caos. Ahora Pilkington estaba recargando y apuntando su largo mosquete hacia la oscuridad, mas allá de una sección caida del muro de nieve.
—¿Que ha ocurrido? —preguntó Irving.
Le respondió Bates. Él, Sinclair y Dunn, además de Abraham Seeley y Josephus Greater del
Erebus
estaban trabajando en el muro a las órdenes del contramaestre del
Erebus
, Robert Orme Sergeant, cuando de repente uno de los bloques de hielo, justo mas allá del círculo de las linternas y antorchas, pareció cobrar vida.
—Elevó al señor Sergeant diez pies en el aire por la cabeza, —dijo Bates con voz temblorosa.
—Por Dios que es verdad, —dijo el ayudante de calafateador Francis Dunn. —Estaba de pié entre nosotros y, un minuto después, estaba volando de forma que todo lo que podíamos ver de él era la suela de sus botas. Y el ruido… el crujido—. Dunn calló y continuó respirando profundo hasta que su cara pálida se difuminó en un halo de cristales de hielo.
—Yo venía hacia las antorchas cuando, simplemente, ví desaparecer al señor Sergeant, —dijo el soldado Pilkington, bajando el mosquete con manos temblorosas. —Disparé una vez a la cosa mientras iba hacia los serac. Creo que le dí—.
—También has podido darle a Robert Sergeant, —dijo Cornelius Hickey. —Tal vez estaba vivo aún cuando disparaste—.
Pilkington lanzó al ayudante de calafateador del
Terror
una mirada de puro veneno.
—El señor Sergeant no estaba vivo, —dijo Dunn, sin notar el intercambio de miradas entre el soldado y Hickey. —Gritó una vez y la cosa aplastó su craneo como una nuez. Lo ví. Lo
oí
—.