El monstruo rugió y corrió durante diez minutos más.
Thomas Blanky se esforzó por sentarse y apoyó su lacerada espalda y hombros contra el hielo. Sus abrigos y ropas habían desaparecido, y sus pantalones, dos suéteres, camisas de lana y de algodón y una camiseta de lana eran sólo unos harapos sangrientos, de modo que se dispuso a helarse hasta morir.
La cosa no se iba. Caminaba arriba y abajo en torno a la caja formada por los tres icebergs como un carnívoro inquieto en uno de los nuevos jardines zoológicos que tan de moda estaban en Londres. Pero era Blanky el que se encontraba en una jaula.
Sabía que aunque la cosa se alejase milagrosamente, no tenía ni energía ni voluntad para trepar y salir fuera por aquel estrecho túnel. Y si de alguna forma conseguía abrirse camino por el túnel, aun así era como si se encontrara en la luna..., una luna que ahora aparecía desde detrás de unas nubes arremolinadas iluminando los icebergs a su alrededor en una suave explosión de resplandor azulado. Y aunque milagrosamente consiguiese salir del campo de icebergs, los aproximadamente trescientos metros hasta el barco eran una distancia imposible. Ya no notaba el cuerpo ni podía mover las piernas.
Blanky hundió su helado trasero y sus pies desnudos más hondo en la nieve, ya que allí había una mayor acumulación, al no llegar el viento, y se preguntó si sus amigos del
Terror
le encontrarían alguna vez. ¿Por qué iban a buscar allí? El era sólo uno más de un grupo que se había llevado la cosa hacia el hielo. Al menos su desaparición no requeriría que el capitán tuviese que meter otro cadáver o fragmento de cadáver envuelto en buena lona de velas del buque, un desperdicio, en la sala de Muertos.
Oyó más rugidos y ruidos en la parte exterior de las grietas y el túnel, pero Blanky los ignoró.
—Jódete tú y la bruja o diablesa que te parió —murmuró el patrón del hielo por entre sus labios entumecidos y helados.
Quizá no hubiese hablado siquiera. Se dio cuenta de que morir congelado, o incluso desangrado hasta morir, aunque parte de la sangre de sus diversas heridas y laceraciones ya parecía haberse congelado, no dolía nada. En realidad, era muy tranquilo..., apacible. Una maravillosa forma de...
Blanky se dio cuenta de que entraba luz por las grietas y el túnel. La cosa usaba antorchas y linternas para engañarle y hacer que saliera. Pero él no caería en un truco tan viejo. Se quedaría muy callado hasta que la luz se apagase, hasta que acabase por deslizarse un poquito más hacia ese suave sueño eterno. No daría a la cosa la satisfacción de oírle hablar ahora después de su largo y silencioso duelo.
—¡Maldita sea, señor Blanky! —rugió el capitán Crozier con su rotunda voz de bajo por el túnel de hielo—. ¡Si está usted ahí responda, por Dios bendito, o juro que le dejo aquí!
Blanky parpadeó. O más bien, intentó parpadear. Tenía las pestañas y los párpados helados. ¿Sería otra treta o estratagema de aquel demonio?
—Aquí —graznó. Y de nuevo, esta vez en voz alta—: ¡Aquí!
Un minuto después, la cabeza y los hombros del ayudante del calafatero, Cornelius Hickey, uno de los hombres más menudos del
Terror,
asomaron fácilmente a través del agujero. Llevaba una linterna. Blanky pensó débilmente que era como contemplar el nacimiento de un gnomo con la cara afilada como un puñal.
Al final, entre los cuatro cirujanos lo sacaron adelante.
Blanky entraba y salía de su agradable niebla de vez en cuando para ver cómo progresaban las cosas. A veces eran los cirujanos de su propio barco los que estaban trabajando con él, Peddie y McDonald, y a veces eran los matasanos del
Erebus,
Stanley y Goodsir. A veces era sólo uno de los cuatro, cortando, serrando, vendando o cosiendo puntos. Blanky tenía la urgencia de decirle a Goodsir que los osos polares podían correr mucho más deprisa que a cuarenta kilómetros por hora, cuando se lo proponían. Pero... ¿había sido un oso polar, en realidad? Blanky no lo creía. Los osos polares eran criaturas de este mundo, y aquella cosa había venido de otro lugar. El patrón del hielo Thomas Blanky no tenía duda alguna de ello.
Al final, la factura del carnicero no resultó tan mala. No estaba mal en absoluto.
John Handford, al parecer, estaba intacto. Después de que Blanky le hubiese dejado con la linterna, el hombre de la guardia de estribor había sofocado su linterna y había huido por el buque, corriendo en torno al costado de babor para esconderse donde la criatura estaba trepando para coger al patrón del hielo.
Alexander Berry, a quien Blanky creía muerto, fue encontrado debajo de la lona caída y de los barriles desperdigados, justo en el lugar donde se encontraba de pie en la guardia de babor cuando apareció la cosa y destrozó el palo que actuaba de cumbrera de proa a popa. Berry se había golpeado gravemente en la cabeza, de modo que no tenía recuerdo alguno de nada de lo que había ocurrido aquella noche, pero Crozier dijo a Blanky que habían encontrado la escopeta del hombre, y que ésta había sido disparada. El patrón del hielo también había disparado la suya, por supuesto, a bocajarro, a una silueta que se levantaba por encima de él como una muralla, pero no había rastro alguno de sangre de la cosa por ninguna parte, ni en cubierta ni en ningún otro sitio.
Crozier le preguntó a Blanky cómo podía ser aquello, cómo podían disparar dos hombres sus escopetas hacia un animal a bocajarro y que no hubiera sangre..., pero el patrón del hielo no dio ninguna opinión. Por dentro, por supuesto, él «sabía».
Davey Leys estaba también vivo e ileso. El cuarentón de guardia a proa debió de ver y oír muchas cosas, incluyendo posiblemente la primera aparición de la cosa en cubierta, pero Leys no hablaba de ello. Una vez más, David Leys sólo podía permanecer en silencio. Primero le llevaron a la enfermería del
Terror,
pero como todos los cirujanos necesitaban aquel espacio manchado de sangre para trabajar con Blanky, Leys fue transportado en litera a la enfermería más espaciosa del
Erebus.
Allí quedó echado Leys, según los habladores visitantes del patrón del hielo, una vez más mirando sin parpadear a las vigas del techo.
El propio Blanky no había salido ileso. La cosa le había arrancado la mitad del pie derecho por el talón, pero McDonald y Goodsir habían cortado y cauterizado lo que quedaba y le aseguraron al patrón del hielo que, con la ayuda del carpintero o del armero del barco, le prepararían una prótesis de cuero o de madera sujeta con unas correas para que pudiera volver a andar.
La pierna izquierda se había llevado la peor parte en el maltrato de la criatura: la carne estaba arrancada hasta el hueso en algunos lugares, y el hueso más largo incluso estaba estriado por las garras; el doctor Peddie más tarde confesó que los cuatro cirujanos habían estado seguros al principio de que tendrían que amputarla por la rodilla. Pero la lentitud de la infección y la gangrena de las heridas era una de las pocas bendiciones del Ártico, y después de arreglar el hueso mismo y recibir más de cuatrocientos puntos, la pierna de Blanky, aunque retorcida y con unas terribles cicatrices, y aunque le faltaban trozos enteros de músculo aquí y allá, se iba curando poco a poco.
—A sus nietos les encantarán las cicatrices —dijo James Reid, cuando el otro patrón del hielo le dedicó una visita de cortesía.
El frío también se había cobrado su peaje. Blanky conservaba todos los dedos de los pies, que necesitaría para equilibrar su pie inválido, le dijeron los cirujanos, pero había perdido todos los dedos excepto el pulgar de la mano derecha, y los dos dedos pequeños y el pulgar de la izquierda. Goodsir, que evidentemente sabía algo de aquellas cosas, le aseguró que algún día sería capaz de escribir y de comer con bastante gracia sólo con los dos dedos que le quedaban en la mano izquierda, y que podría abrocharse los pantalones y las camisas de nuevo con esos dos dedos y el pulgar de la derecha.
A Thomas Blanky le importaba un comino abrocharse los pantalones y la camisa. Entonces no. Estaba vivo. La cosa, en el hielo, había hecho todo lo posible para que fuera de otro modo, pero seguía vivo. Podía degustar la comida, charlar con sus compañeros, beber su ración diaria de ron (con las manos vendadas ya podía sujetar su jarrita de peltre) y leer un libro, si alguien se lo colocaba cerca. Estaba decidido a leer
El vicario de Wakefield
antes de abandonar su envoltura mortal.
Blanky estaba vivo y tenía la intención de seguir así todo el tiempo que pudiera. Mientras tanto, era extrañamente feliz. Esperaba poder volver ya a su cubículo a popa, entre los camarotes igual de diminutos del tercer teniente Irving y el de Jopson, el mozo del capitán, y eso ocurriría cualquier día, cuando los cirujanos estuvieran absolutamente seguros de haber acabado de remendar, coser y olisquear todas sus heridas.
Mientras tanto, Thomas Blanky era feliz. Echado en su litera de la enfermería muy tarde, por la noche, mientras los hombres se quejaban, susurraban, lanzaban ventosidades y se reían en el oscuro espacio, sólo a poca distancia de la partición, oyendo al señor Diggle gruñir órdenes a sus ayudantes mientras el cocinero preparaba galletas en lo más profundo de la noche, Thomas Blanky oía el gruñido y gemido del mar de hielo que intentaba aplastar al
HMS Terror,
y el sonido le acunaba hasta dormir con la misma tranquilidad que habría hecho una nana procedente de los benditos labios de su madre.
Irving
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
13 de diciembre de 1847
El tercer teniente John Irving necesitaba saber cómo entraba y salía
Silenciosa
del buque sin que la vieran. Aquella noche, un mes después del día en que encontró por primera vez a la mujer esquimal en su guarida, resolvería aquel enigma, aunque le costase perder todos los dedos.
El día después de encontrarla, Irving informó a su capitán de que la mujer esquimal había trasladado su guarida al pañol de cables de proa, en la cubierta de la bodega. No le informó de que al parecer estaba comiendo carne cruda allí, sobre todo porque dudaba de lo que había visto aquel terrorífico segundo en el que miró en el pequeño espacio iluminado por la llamita. Ni tampoco informó de la aparente sodomía que había interrumpido en la bodega entre el ayudante del calafatero Hickey y el marinero Manson. Irving sabía que estaba descuidando su deber profesional como oficial en el Servicio de Descubrimientos de la Marina Real al no informar a su capitán de aquel hecho importante y grave, pero...
Pero ¿qué? El único motivo que se le ocurría a John Irving para su grave infracción del deber era que a bordo del
HMS Terror
ya había bastantes ratas.
Sin embargo, las apariciones y desapariciones que parecían mágicas de
Lady Silenciosa
, aunque aceptadas por la tripulación supersticiosa como pruebas concluyentes de su brujería, e ignoradas por el capitán Crozier y otros oficiales por pensar que se trataban de un mito, parecían mucho más importantes para el joven Irving que si el ayudante del calafatero y el idiota del barco se daban placer entre sí en la apestosa oscuridad de la bodega.
Sí, era una oscuridad apestosa, pensó Irving, la tercera hora de guardia que hizo agazapado en una caja por encima del barro del suelo, y detrás de una columna, junto al pañol de cables de proa. El hedor en aquella oscura y helada bodega era mucho peor durante el día.
Al menos no había más platitos con comida a medio devorar, copitas de ron ni fetiches paganos en la baja plataforma de la parte exterior del pañol de cables. Uno de los otros oficiales había atraído la atención de Crozier hacia estas prácticas y el capitán se había puesto furioso, amenazando con suspender la ración de ron (¡para siempre!) al próximo que fuese tan estúpido, supersticioso, descerebrado y, en general, tan «anticristiano» como para ofrecer comida o vasitos de ron indio aguado en perfectas condiciones a una «mujer nativa», a una «criatura pagana». (Aunque aquellos marineros que habían conseguido ver a
Lady Silenciosa
desnuda o habían oído hablar de ella a los cirujanos sabían que no era ninguna criatura y se lo contaban así los unos a los otros.)
El capitán Crozier también había dejado perfectamente claro que no toleraría la exhibición de talismanes procedentes de los osos blancos. Anunció en el oficio religioso del día anterior (en realidad, una lectura del Reglamento Marítimo, aunque muchos de los hombres estaban ansiosos por oír algo más del
Libro de Leviatán
) que añadiría una guardia más a última hora de la noche o dos turnos de trabajo en el vaciado de los orinales a cada hombre por cada diente de oso, garra de oso, nuevo tatuaje o talismán de cualquier tipo que viera en un desventurado marinero. De pronto, el entusiasmo por los talismanes pagados se hizo invisible en el
HMS Terror,
aunque el teniente Irving oyó decir a sus amigos del
Erebus
que allí todavía hacía furor.
Varias veces Irving había intentado seguir a la esquimal en sus furtivos movimientos en torno al buque por la noche, pero, al no querer que ella supiera que la seguía, la había perdido. Aquella noche sabía que
Lady Silenciosa
estaba en su cubículo. La había seguido mientras bajaba por la escalerilla principal hacía más de tres horas, después de la cena de los hombres y después de que ella hubiese recibido, discretamente y casi de forma invisible, su ración de bacalao y galleta y un vaso de agua del señor Diggle, y se hubiera ido abajo con todo ello. Irving había colocado a un hombre en la escotilla de proa, justo por delante de la enorme estufa, y otro curioso marinero que vigilara la escala principal. Dispuso que aquellas guardias se cambiasen cada cuatro horas. Si la mujer esquimal subía alguna de aquellas dos escalerillas esa noche, porque ya era más de la una de la madrugada, Irving sabía adonde iba y cuándo.
Sin embargo, durante tres horas, la puerta del pañol de cables había permanecido herméticamente cerrada. La única iluminación en aquella parte a proa de la bodega era la mínima luz que se filtraba en torno a los bordes de las puertas bajas y anchas del pañol. La mujer todavía tenía una fuente de luz allí, ya fuese una vela u otra llama abierta. Ese simple hecho habría sido la causa de que el capitán Crozier la hubiese arrancado del pañol de los cables al momento y la hubiese devuelto a su pequeño cubículo en la zona de almacenamiento delante de la enfermería..., o la hubiese arrojado al hielo. El capitán temía el fuego en el barco tanto como cualquier marino veterano, y al parecer no albergaba ningún tipo de sentimiento hacia su huésped esquimal.