No había forma de que Blanky y los otros tres hombres de guardia llegasen a la cubierta inferior ahora, ni tampoco había modo de que los hombres que estaban abajo pudieran subir a investigar las explosiones en cubierta, no con el palo mayor y todo aquel peso de lona y nieve bloqueando la escotilla. El patrón del hielo sabía que los hombres que estaban debajo pronto correrían hacia la escotilla delantera y empezarían a quitar los sellos invernales y los clavos, pero eso les costaría tiempo.
«¿Estaremos vivos cuando consigan salir?», se preguntaba Blanky.
Moviéndose con tanto cuidado como pudo sobre la nieve compacta cubierta de arena que cubría la inclinada cubierta, Blanky se abrió camino entre los montones de restos y fue hacia la parte trasera de la tienda caída, y empezó a recorrer el estrecho pasillo hacia el costado de estribor del montón.
Una forma se alzó ante él.
Sujetando aún la linterna en la mano izquierda, Blanky levantó la escopeta, con el dedo en el gatillo, dispuesto para disparar.
—¡Handford! —dijo, cuando vio el pálido bulto de un rostro entre la masa negra de abrigos y pañoletas. El hombre llevaba el sombrero todo desaliñado—. ¿Dónde está su linterna?
—Se me ha caído —dijo el marinero. El hombre temblaba violentamente, con las manos desnudas. Se apretó mucho a Thomas Blanky como si el patrón del hielo fuese una fuente de calor—. Se me ha caído cuando la cosa ha echado abajo el palo mayor. La llama se ha apagado en la nieve.
—¿Qué quiere decir con eso de que «la cosa ha echado abajo el palo mayor»? —preguntó Blanky—. Ningún ser viviente podría echar abajo el palo mayor.
—¡Pues lo ha hecho! —dijo Handford—. He oído disparar la escopeta de Berry. Entonces él ha gritado algo. Luego se ha apagado la linterna. Entonces he visto algo grande..., muy grande..., saltar encima del palo, y luego todo se ha caído. He intentado disparar a la cosa en el palo, pero he fallado el tiro con la escopeta. La he dejado en el pasamanos.
«¿Saltar al palo mayor?», pensó Blanky. El palo mayor, que se había hecho girar, estaba a casi cuatro metros por encima de la cubierta. No se podía saltar encima. Con el palo revestido de hielo, no se podía tampoco trepar por él. Dijo en voz alta:
—Tenemos que encontrar a Berry.
—Por nada en el mundo pienso ir allí al costado de babor, señor Blanky. Ya puede usted denunciarme y hacer que el contramaestre Johnson me dé cincuenta latigazos, pero por nada en este mundo de Dios voy a acercarme yo allí, señor Blanky. —Los dientes de Handford castañeteaban con tanta fuerza que apenas se le entendía.
—Cálmese —exclamó Blanky—. Nadie le va a denunciar. ¿Dónde está Leys?
Desde aquel punto en el costado de estribor Blanky habría tenido que ver la linterna de David Leys brillando en la proa. La proa estaba oscura.
—Su linterna se ha caído al mismo tiempo que la mía —dijo Handford, entre los dientes castañeteantes.
—Coja su escopeta.
—No pienso volver allí ni aunque... —empezó Handford.
—¡Cójala, maldita sea su estampa! —rugió Thomas Blanky—. Si no coge esa arma en este mismísimo puto momento, cincuenta latigazos de nada será la cosa menos importante por la que tenga que preocuparse, John Handford. ¡Vamos, muévase!
Handford se movió. Blanky lo siguió, sin volver la espalda al montón de lona caído en el centro del barco. A causa de la nieve que caía, la linterna creaba una esfera de luz de tres metros o menos de diámetro. El patrón del hielo mantenía tanto la linterna como la escopeta levantadas. Tenía los brazos cansados.
Handford intentaba recoger su arma en la nieve con unos dedos que obviamente habían quedado entumecidos por el frío.
—¿Dónde demonios tiene los guantes, hombre? —le increpó Blanky.
A Handford le castañeteaban demasiado los dientes para poder responder.
Blanky bajó su propia arma, apartó las manos del marinero y cogió la escopeta del hombre. Se aseguró de que el único cañón no estaba obturado por la nieve, luego abrió la recámara y tendió el arma a Handford. Blanky finamente tuvo que metérsela al otro hombre bajo el brazo, para que pudiera sujetarla con las dos manos heladas. Tras colocar su propia escopeta bajo el brazo izquierdo, desde donde podía sacarla con rapidez, Blanky buscó un cartucho en el bolsillo de su abrigo, cargó la escopeta de Handford y la cerró de nuevo.
—Si algo más grande que Leys o que yo se acerca a ese montón —dijo, gritando al oído de Handford a causa del rugido del viento—, apunte y tire del gatillo aunque tenga que hacerlo con los putos dientes.
Handford consiguió hacer un gesto afirmativo.
—Voy delante para buscar a Leys y ayudarle a abrir la escotilla de proa —dijo Blanky.
Nada parecía moverse hacia la popa, en medio del helado revoltijo de lona, nieve suelta, palos rotos y cajas caídas.
—No puedo... —empezó Handford.
—Simplemente quédese donde está —le cortó Blanky. Colocó la linterna en cubierta junto al hombre aterrorizado—. No me dispare cuando vuelva con Leys, o le juro por Dios que mi fantasma se le aparecerá hasta que muera, John Handford.
El pálido bulto que era el rostro de Handford volvió a asentir.
Blanky empezó a caminar hacia la proa. Al cabo de una docena de pasos ya estaba fuera del brillo de la linterna, pero su visión nocturna no volvía. Las duras partículas de nieve le golpeaban el rostro como balines. Por encima de él, el viento que iba arreciando aullaba en los pocos obenques y jarcias que habían permanecido en su lugar durante el interminable invierno. Estaba tan oscuro que Blanky tenía que llevar la escopeta en la mano izquierda, la que todavía llevaba todos los guantes, mientras palpaba por el pasamanos cubierto de hielo con la mano derecha. Por lo que podía decir, la verga del palo mayor allí, en la parte delantera, también había caído.
—¡Leys! —gritó.
Algo muy grande y vagamente blanco entre la cellisca avanzó pesadamente desde el montón de escombros e hizo que se detuviera en seco. El patrón del hielo no podía asegurar si aquello era un oso blanco o un demonio tatuado, o si estaba tres metros delante de él o nueve metros más allá, entre la oscuridad, pero sabía que su progreso hacia la proa había quedado totalmente bloqueado.
Entonces la cosa se alzó sobre unas patas posteriores.
Blanky sólo veía el bulto que hacía; sólo percibía la oscura silueta entre la nieve que soplaba y lo tapaba, pero sabía que era enorme. La cabeza diminuta y triangular, si es que había una cabeza allá arriba, en la oscuridad, se alzaba mucho más arriba que el espacio donde se encontraban las vergas. Parecía que había dos agujeros perforados en aquella cabeza en forma de triángulo (¿ojos?), pero estaban al menos a cuatro metros por encima de la cubierta.
«Imposible», pensó Thomas Blanky.
Aquello se movió hacia él.
Blanky se cambió la escopeta a la mano derecha, apretó la culata contra su hombro, la estabilizó bien con la mano izquierda enguantada y disparó.
El relámpago y la explosión de chispas del cañón dieron al patrón del hielo un atisbo que duró medio segundo de unos ojos negros, muertos, sin emoción alguna, como de un tiburón, que le miraban... No, no eran ojos de tiburón en absoluto, se dio cuenta un segundo más tarde, cuando la imagen residual de la deflagración en su retina le cegó. Eran dos círculos de ébano, mucho más malévolos, espantosos e inteligentes que la propia mirada negra del tiburón, y al mismo tiempo era la mirada despiadada de un depredador que no ve en ti otra cosa que comida. Esos ojos como agujeros negros e insondables estaban muy por encima de él, colocados sobre unos hombros mucho más anchos de lo que podían abarcar los brazos de Blanky extendidos, y se acercaban a medida que la sombra imponente iba adelantando.
Blanky arrojó la inútil escopeta a la cosa, ya que no había tiempo para recargarla, y saltó hacia las jarcias mayores.
Sólo cuatro décadas de experiencia en el mar permitieron al patrón del hielo saber, en la oscuridad y la tormenta y sin intentar ni siquiera mirar, exactamente dónde se encontrarían las heladas jarcias. Las cogió con los dedos encorvados de su mano derecha sin guante exterior, echó las piernas hacia arriba, encontró los flechastes con las botas oscilantes, se quitó el guante exterior izquierdo con los dientes y empezó a trepar hacia arriba mientras colgaba casi cabeza abajo en el interior de los flechastes que se curvaban hacia dentro.
A quince centímetros por debajo de su trasero y sus piernas, algo hendió el aire con el poder de un ariete de dos toneladas oscilando a plena potencia. Blanky oyó que tres de los cabos gruesos y verticales de las jarcias mayores chasqueaban, se rompían... ¡Imposible! Colgaban hacia dentro, casi arrojando a Blanky sobre la cubierta.
Se quedó colgado. Pasando la pierna izquierda por alrededor de los obenques que quedaban tirantes, hizo pie en el cabo helado y empezó a trepar más alto, haciendo una pausa durante un segundo. Thomas Blanky se movía como un mono, igual que cuando era un muchacho insignificante de doce años que pensaba que los palos, velas, cabos y jarcias del buque de guerra de tres palos en el que navegaba habían sido construidos por Su Majestad únicamente para que él disfrutase.
Ahora estaba ya a seis metros de altura, aproximándose al nivel de la segunda verga, colocada ésta en el ángulo recto adecuado a la longitud del barco, cuando la cosa de abajo golpeó la base de la jarcia mayor de nuevo, arrancando madera, espigas, clavijas, hielo y bloques de hierro completamente del pasamanos.
La telaraña de cabos por la que trepaba colgó hacia dentro, hacia el palo mayor. Blanky supo que aquel impacto le iba a echar abajo y que caería en los brazos y las mandíbulas de la criatura. Aunque no era capaz todavía de ver más allá de metro y medio de distancia en la oscuridad aullante, el patrón del hielo saltó hacia los obenques.
Sus helados dedos encontraron la verga y sus flechastes debajo de ellos, y en el mismo instante uno de sus pies tocó un cabo. Aquella obencadura de la escotilla se hacía mejor con los pies descalzos, y Blanky lo sabía, pero no aquella noche.
Se impulsó hacia arriba por encima de la segunda verga, a más de siete metros por encima de la cubierta, y se agarró al helado roble con piernas y brazos, como un jinete aterrorizado se agarraría al cuerpo de un caballo, deslizando los pies salvajemente a lo largo del obenque endurecido para encontrar mayor apoyo en los flechastes resbaladizos.
Normalmente, hasta en la oscuridad, con viento, nieve y granizo, cualquier marinero decente podía trepar otros casi dos metros más arriba en la arboladura y las jarcias hasta llegar a las crucetas del palo mayor, desde cuyo punto podía insultar a su frustrado perseguidor como un chimpancé en un árbol alto arrojando fruta o heces desde su perfecta seguridad. Pero no había masteleros ni vergas altas en el
HMS Terror
aquella noche de diciembre. No había ningún punto de perfecta seguridad allí, cuando se trataba de huir de algo tan poderoso que podía abatir un palo mayor. Y no había aparejos altos a los que un hombre pudiera encaramarse.
Un año antes, en septiembre, Blanky había ayudado a Crozier y Harry Peglar, capitán de la cofa de trinquete, a preparar el
Terror
para su invernada por segunda vez en aquella expedición. No fue trabajo fácil, ni carente de peligros. Bajaron las vergas y las jarcias y las almacenaron abajo. Luego los palos de juanete y los masteleros de gavia se bajaron también con mucho cuidado, con cuidado porque un tropezón con un cabrestante o un bloque o un enredo en el aparejo podía hacer que los pesados palos cayeran a peso sobre la cubierta superior, la inferior, la del sollado y el casco como una lanza enorme que perforase una armadura de mimbre. Se habían hundido barcos por errores semejantes al bajar los palos. Pero si los hubiesen dejado puestos, se habrían acumulado demasiadas toneladas de hielo durante aquel invierno inacabable. El hielo habría formado un constante bombardeo de proyectiles para los hombres de guardia o con otros deberes en cubierta y en las jarcias inferiores, pero hasta el mismo peso podría haber hecho volcar el barco.
Cuando sólo quedaban los tres muñones de la parte inferior de los palos, una visión tan desagradable para un marinero como un humano con tres amputaciones para un pintor de cuadros, Blanky había ayudado a supervisar la suelta de todos los obenques y jarcias que quedaban; unas lonas y unos cabos demasiado tirantes sencillamente no podrían soportar el peso de tanta nieve y tanto hielo. Hasta los botes del
Terror,
dos grandes balleneras y dos cúteres, así como la chalupa del capitán, los esquifes y los chinchorros, diez en total, se habían bajado, invertido, atado, cubierto y almacenado en el hielo.
Ahora, Thomas Blanky estaba en los obenques de la segunda verga, siete metros y medio por encima de la cubierta, y sólo le quedaba un nivel superior al que subir, y tantos obenques que conducían hacia arriba que ese tercer y último nivel sería más hielo que cabo o madera. El palo mayor mismo era una columna de hielo con una capa extra de nieve en su curva hacia delante. El patrón del hielo se puso a horcajadas en la segunda verga e intentó mirar hacia abajo entre la oscuridad y la nieve. Abajo estaba negro como la pez. O bien Handford había apagado la linterna que Blanky le había dado, o bien alguien la había apagado. Blanky supuso que el hombre, o bien estaba agazapado en la oscuridad, o muerto; de cualquiera de las dos formas, no le sería de ninguna utilidad. Con los miembros extendidos en los obenques, Blanky miró hacia su izquierda y vio que todavía no había luz adelante, en la proa, donde había estado David Leys de guardia.
Blanky se esforzó por ver el ser que tenía justo debajo de él, pero había demasiado movimiento: la lona desgarrada que gualdrapeaba en la oscuridad, los barriles que rodaban por la cubierta inclinada, las cajas sueltas que se deslizaban, y lo único que pudo distinguir fue una oscura masa que se dirigía hacia el palo mayor, echando a un lado barriles de noventa o ciento treinta kilos de arena como si fuesen jarrones chinos.
«No podrá trepar por el palo mayor», pensó Blanky. Notaba el frío de la verga en las piernas, el pecho y la entrepierna. Se le estaban empezando a congelar los dedos bajo los finos guantes. En algún momento había perdido el gorro y la pañoleta de lana. Se esforzó por oír el sonido de la escotilla delantera al abrirla y soltarla, oír gritos y ver linternas cuando el destacamento de rescate se abriese paso a la fuerza, pero la proa del buque seguía silenciosa y oscura, oculta bajo la nieve que remolineaba. «¿Habrá bloqueado algo también la escotilla de proa? Al menos la cosa no podrá trepar al palo. Nada de ese tamaño puede trepar. Ningún oso blanco, si es que es un oso blanco, tiene experiencia trepando.»