El Terror (45 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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De pronto, el débil rectángulo de luz en torno a las puertas del pañol, mal ajustadas, desapareció.

«Se ha ido a dormir», pensó Irving. Podía imaginarla desnuda, igual que la había visto en otra ocasión, envolviéndose con el capullo de pieles a su alrededor. Irving también podía imaginar a uno de los demás oficiales buscándole por la mañana y encontrando su cuerpo sin vida acurrucado allí, en una caja por encima del suelo fangoso, obviamente, como un sinvergüenza nada caballero que se había congelado hasta la muerte intentando echar un vistazo a la única mujer que había a bordo. No quedaría demasiado heroico en el informe de la muerte del teniente John Irving, si tenían que leerlo sus pobres padres.

En aquel momento, una auténtica brisa de aire helado se movió a través de la bodega, ya congelada de por sí. Era como si un espíritu malévolo le hubiese rozado en la oscuridad. Durante un segundo, Irving notó que se le ponía la carne de gallina, pero luego se le ocurrió una idea más sencilla: «Es sólo una corriente, como si alguien hubiese abierto una puerta o una ventana».

Supo entonces cómo salía y entraba mágicamente
Lady Silenciosa
del
Terror.

Irving encendió su linterna, saltó de la caja, chapoteó por el barro y abrió las puertas del pañol de cables. Estaban atrancadas por dentro. Irving sabía que no había cerradura alguna en el «interior» del pañol de cables de proa, ni siquiera había cerradura en el exterior, porque no había motivo alguno para intentar robar un calabrote o guindaleza..., por tanto, la mujer nativa había encontrado por sí sola una manera de asegurar las puertas.

Irving se había preparado para aquella contingencia. Llevaba una palanca de hierro de setenta y cinco centímetros en la mano derecha.

Sabiendo que tendría que explicar después los daños al teniente Little, y posiblemente también al capitán Crozier, metió el extremo más estrecho de la barra en la hendidura entre las puertas de noventa centímetros de alto y apretó con fuerza. Se oyó un crujido y un gemido, pero las puertas sólo se abrieron unos centímetros. Sujetando aún la palanca en posición con una mano, Irving buscó bajo sus ropas, su sobretodo, su abrigo y su chaqueta, y sacó el cuchillo que llevaba al cinto.

Lady Silenciosa
había conseguido de alguna manera clavar unos clavos en la parte posterior de las puertas del pañol y había colocado un material elástico de algún tipo (¿tripas? ¿tendones?) uniéndolas, de modo que las puertas quedaban bien cerradas, como si las uniera una telaraña blanca. No había forma de que Irving pudiese entrar sin dejar una huella clara de su paso por allí, ya que la palanca se había encargado de ello, de modo que con el cuchillo cortó aquella telaraña de tendones. No era fácil. Los tendones eran mucho más resistentes al cuchillo que el pellejo crudo o las sogas del buque.

Cuando finalmente cayeron los trozos y se soltaron, Irving extendió la linterna siseante hacia el bajo espacio.

La pequeña cueva que había visto cuatro semanas antes estaba, excepto por la ausencia de cualquier llama aparte de la de su linterna, tal y como la recordaba: los calabrotes enroscados se habían apartado y empujado casi hasta ponerlos verticales, creando una especie de caverna dentro de la zona del pañol, y allí había las mismas señales de que ella había comido: uno de los platos de peltre del
Terror,
con algunos restos de bacalao, un vaso de peltre con grog, además de una especie de bolsa de almacenamiento que parecía que
Silenciosa
había cosido uniendo trozos de lona de vela desechados. En el pañol también había una de las lámparas de aceite pequeñas del buque, de aquellas que tenían sólo el aceite suficiente para que los hombres la usasen para subir arriba a aliviarse, por la noche. Todavía estaba caliente al tacto cuando Irving se quitó el guante exterior y el interior y la tocó.

Pero
Lady Silenciosa
no estaba.

Irving podía haber tirado de los gruesos calabrotes para buscar detrás de ellos, pero sabía por experiencia que el resto del espacio triangular del pañol estaba lleno de sogas de ancla bien apretadas. Dos años y medio desde que habían zarpado, y aquellas sogas todavía llevaban en su interior el hedor del Támesis.

De todos modos,
Lady Silenciosa
había desaparecido. No había camino alguno de salida a través de la cubierta y los baos de arriba, ni a través del casco. Así que, ¿tendrían razón los marineros supersticiosos? ¿Sería una bruja la mujer esquimal? ¿Una especie de chamán femenino? ¿Una hechicera pagana?

El tercer teniente John Irving no lo creía. Notó que la brisa ya no fluía a su alrededor. Sin embargo, la llama de su linterna seguía bailando al notar una pequeña corriente.

Irving desplazó la linterna a su alrededor, a la distancia de su brazo, que era el espacio libre que quedaba en el reducido pañol, y se detuvo cuando la llama bailoteaba más: hacia delante, justo a estribor del vértice de la proa.

Bajó la linterna y empezó a mover los calabrotes a un lado. Inmediatamente, Irving vio lo astutamente que ella había colocado allí las macizas guindalezas del ancla: lo que parecía ser otro grueso rollo de soga era simplemente una parte curvada de otra lazada colocada en un espacio vacío, simulando una pila de cables, fácil de echar a un lado en su espacio como una madriguera. Detrás del falso rollo de soga se encontraba la curva de las anchas cuadernas del casco. Una vez más, ella había elegido con mucho cuidado. Por encima y por debajo del pañol de cables corría una compleja telaraña de maderas y refuerzos de hierro colocados en su lugar durante la preparación del
HMS Terror
para el servicio en el hielo, unos meses antes de que partiese la expedición. Allí, junto a la proa, había barras de hierro verticales, refuerzos cruzados de roble, puntales de apoyo de triple grosor, soportes de hierro triangulares, y enormes vigas de roble en diagonal, muchas tan gruesas como las propias cuadernas primarias del casco, enlazándose a un lado y otro como parte del moderno diseño de refuerzo del buque para el hielo polar. Un reportero de Londres, según sabía el teniente Irving, había descrito todas aquellas toneladas de refuerzos internos de hierro y roble, así como el roble africano, más olmo canadiense y roble africano de nuevo que se había añadido al roble inglés de los costados del buque, como suficiente para formar «una masa de madera de dos metros y medio de grosor».

Y eso era casi literalmente cierto para la proa y los costados del casco, Irving lo sabía, pero allí, donde el último, aproximadamente, metro y medio de madera del casco se unía en la proa, y por encima del pañol de cables, sólo quedaban las quince centímetros originales de recio roble inglés de las cuadernas del casco, en lugar de los veinticinco centímetros de maderas duras que se encontraban en todos los demás sitios a ambos lados del casco. Se pensaba que las zonas que estaban a poca distancia inmediatamente a babor y estribor de la reforzada proa debían tener menos capas para tener algo de flexibilidad durante las terribles tensiones de la presión del hielo.

Y efectivamente, las tenían. Las cinco capas de madera a los lados del casco, combinadas con la proa reforzada de hierro y roble y las zonas internas, habían producido una maravilla de la moderna tecnología del rompehielos, que ninguna otra Marina o servicio civil de expediciones del mundo podía igualar. El
Terror
y el
Erebus
habían llegado a lugares donde ningún otro buque en la Tierra podía haber pensado en sobrevivir.

Esa zona de la proa era una maravilla. Pero ya no era segura.

A Irving le costó varios minutos encontrarlo, extendiendo la linterna ante las corrientes y palpando con sus dedos desnudos, ya medio congelados, y pinchando con la hoja de su cuchillo para ver por dónde se había soltado una sección de noventa centímetros de la madera del casco que tenía un pie y medio de ancho. Allí. El extremo de popa de una sola tabla curvada estaba asegurado mediante dos largos clavos que funcionaban como una especie de bisagra. El extremo de proa, a poca distancia de los enormes maderos de la proa y de la quilla que corrían a lo largo de todo el buque, sólo había sido colocado en su lugar.

Irving soltó la madera del casco con la palanca y, preguntándose cómo, en nombre el Cielo, podía haber hecho aquello la joven sólo con sus manos, la dejó caer, notó la ráfaga de aire frío y se encontró mirando en la oscuridad a través de un hueco de algo más de un metro por algo menos de un metro, en el casco.

Era imposible. El joven teniente sabía que la proa del
Terror
estaba acorazada desde seis metros de distancia de la punta con unas placas de unos dos centímetros y medio de grueso templados de hierro especialmente preparado. Aunque la madera interior estuviese algo desencajada, las zonas de proa del buque, durante casi un tercio del camino a popa, estaban acorazadas.

Pero ya no. El frío soplaba desde una oscuridad de caverna, negra, más allá de la tabla suelta. Aquella parte de la proa se había visto forzada bajo el hielo durante la constante inclinación del buque hacia delante, a medida que se iba formando el hielo en la popa del
Terror.

El corazón del teniente Irving latía furiosamente. Si se reflotaba el
Terror
milagrosamente al día siguiente, se hundiría.

¿Podía haber hecho
Lady Silenciosa
aquello al barco? El pensamiento aterrorizaba a Irving mucho más que la creencia en su mágica habilidad para aparecer y desaparecer a voluntad. ¿Era posible que una joven de menos de veinte años de edad desgarrase las placas de hierro del casco de una nave, abriese las pesadas tablas de la proa que habían tenido que colocarse en un astillero, clavándolas luego en su lugar y, sabiendo «exactamente» dónde hacer todo aquello, sin que los sesenta hombres que iban a bordo y que conocían el buque mejor que la cara de su propia madre se dieran cuenta siquiera?

Ya de rodillas en aquel espacio reducido, Irving se dio cuenta de que respiraba con la boca muy abierta, y el corazón le latía con fuerza.

Tenía que creer que en los dos veranos de salvaje combate con el hielo del
Terror,
a través de la bahía de Baffin, por el estrecho de Lancaster y luego rodeando toda la isla de Cornualles antes del invierno en la isla de Beechey, el siguiente verano dirigiéndose hacia el sur por el estrecho y luego por aquello que los hombres ahora llamaban el estrecho de Franklin, en algún momento, hacia el final, parte del blindaje de hierro de la popa por debajo del agua debió de quedar suelto, y ese grueso casco de madera se había visto desplazado hacia dentro, sólo «después» de que el hielo hubiese agarrado al buque y lo tuviera en su poder.

«Pero ¿podía haber soltado las tablas de roble algo que no fuese el hielo? ¿Había algo más..., algo que intentaba “entrar”...?»

Ahora ya no importaba.
Lady Silenciosa
no podía llevar fuera más que unos pocos minutos, y John Irving estaba decidido a seguirla, no sólo para ver dónde iba, afuera en la oscuridad, sino también para ver si de algún modo, milagrosamente, dado el grosor del hielo y el terrible frío, ella era capaz de encontrar y coger pescado o carne fresca.

Si era así, e Irving lo sabía, aquello podía salvarlos a todos. El teniente Irving había oído lo mismo que los demás acerca del deterioro de los artículos envasados por Goldner. Todo el mundo a bordo de ambos buques había oído rumores de que se iban a quedar sin provisiones antes del siguiente verano.

El no cabía por aquel agujero.

Irving probó las maderas del casco alrededor del agujero, pero todas excepto la tabla con la bisagra estaba firme como una roca. Ese hueco de cuarenta y cinco centímetros por noventa centímetros en el casco era la única forma de salir. Y él abultaba demasiado.

Se quitó las ropas impermeables, el grueso sobretodo, la pañoleta, el sombrero y la gorra, y los empujó por el hueco delante de él. Seguía teniendo los hombros y el torso demasiado anchos, aunque era uno de los oficiales más delgados de a bordo. Temblando por el frío, Irving se desabrochó la chaqueta y el jersey de lana que llevaba debajo, metiéndolos también a través de la negra abertura.

Si no podía salir a través del casco, lo pasaría muy mal explicando por qué volvía desde la bodega tras perder toda su ropa exterior.

Pero sí que cabía. A duras penas. Gruñendo y maldiciendo, Irving se introdujo en el estrecho espacio, arrancándose los botones de la camisa de lana.

«Estoy fuera del barco, bajo el hielo», pensó. La idea no le parecía real.

Estaba en una caverna muy estrecha en el hielo que se había formado en torno a la proa y el bauprés. No había espacio para volver a ponerse las ropas y los abrigos, de modo que los empujó ante él. Pensó en volver al pañol en busca de la linterna, pero había luna llena cuando le tocó guardia, unas pocas horas antes. Al final, acabó por coger la palanca de hierro.

El túnel en el hielo debía de ser al menos tan largo como el bauprés, más de cinco metros, y en realidad podía haberlo creado el pesado astil del bauprés forzando el hielo allí durante el breve ciclo de deshielo y posterior congelación del verano anterior. Cuando Irving finalmente emergió del túnel, siguió gateando unos segundos más antes de darse cuenta de que estaba fuera: el fino bauprés, la masa de jarcias colgadas y las cortinas de obenques del foque congelados pendían sobre él, bloqueando, se dio cuenta, no sólo su visión del cielo, sino también cualquier oportunidad de que el hombre que hacía guardia a proa le viera a «él». Y allá afuera, más allá del bauprés, con el
Terror
como una enorme silueta negra que surgía imponente por encima, el hielo iluminado sólo por unos débiles rayos de linternas, continuaba el camino hacia delante, entre el laberinto de bloques de hielo y seracs.

Tiritando intensamente, Irving se volvió a poner las diversas capas de ropa. Le temblaban demasiado las manos para poderse abrochar la chaqueta de lana, pero no importaba. Le costó ponerse el sobretodo, pero los botones eran mucho mayores. Cuando acabó de ponerse al fin toda la ropa, el joven teniente estaba helado hasta la médula.

«¿Por dónde?»

El laberinto de hielo por aquella zona, a quince metros más allá de la proa del barco, era como un bosque de losas de hielo y seracs esculpidos.
Lady Silenciosa
podía haberse ido en cualquier dirección, pero el hielo parecía desgastado en una línea bastante recta que salía del túnel de hielo en dirección al barco. Al final, ofrecía el camino de menor resistencia y mayor ocultamiento alejándose del buque. Poniéndose de pie y empuñando la palanca en la mano derecha, Irving siguió por el hielo resbaladizo hacia el oeste.

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