El Terror (49 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Se puede improvisar un timón —dijo Crozier, luchando contra la necesidad de rechinar los dientes y apretar los puños—. Los carpinteros pueden apuntalarlo con maderas. He estado trabajando en un plan para excavar un pozo en el hielo en torno a ambos barcos, crear unos diques secos de unos dos metros y medio de profundidad en el hielo mismo antes de que empiece el deshielo de la primavera. Podemos llegar a la parte exterior del casco de esa manera.

—El deshielo de primavera —repitió Fitzjames, y sonrió de una forma casi condescendiente.

Crozier decidió cambiar de tema.

—¿No le preocupa que los hombres estén ocupados con este Carnaval Veneciano tan elaborado?

Fitzjames desobedeció a su herencia de caballero encogiéndose de hombros.

—¿Por qué iba a preocuparme? No puedo hablar por su barco, Francis, pero la Navidad en el
Erebus
fue un suplicio de ceremonia. Los hombres necesitan algo que les levante la moral.

Crozier no discutió el argumento de que la Navidad era un suplicio de ceremonia.

—Pero ¿una mascarada de carnaval en el hielo durante otro día de total oscuridad? —dijo—. ¿Cuántos marineros perderemos ante la criatura que acecha ahí fuera?

—¿Y cuántos perderemos si nos escondemos en nuestros barcos? —preguntó Fitzjames. Tanto la sonrisita como el aire distraído seguían presentes—. Funcionó muy bien cuando celebraron el Primer Carnaval Veneciano, con Hoppner y Parry, en el 24.

Crozier meneó la cabeza.

—Fue sólo dos meses después de que nos quedásemos atrapados en el hielo —dijo, bajito—. Y tanto Parry como Hoppner eran fanáticos de la disciplina. A pesar de toda la frivolidad y el amor al teatro de los dos capitanes, Edward Parry solía decir: «mascaradas sin libertinaje» y «carnaval sin excesos». Nuestra disciplina no se ha mantenido tan bien en esta expedición, James.

Fitzjames acabó por perder su aire distraído.

—Capitán Crozier —dijo, muy tieso—, ¿me está acusando usted de dejar que la disciplina se relaje en mi buque?

—No, no, señor —dijo Crozier, sin saber si estaba acusando al hombre más joven de aquello o no—. Simplemente, lo que digo es que éste es nuestro «tercer año» en el hielo, no nuestro tercer mes, como ocurrió con Parry y Hoppner. Es lógico que haya una relajación de la disciplina junto con la enfermedad y la moral decaída.

—¿No es motivo de más ése para permitir que los hombres tengan su diversión? —preguntó Fitzjames, con la voz todavía crispada. Sus pálidas mejillas se habían coloreado ante la suposición de la crítica de su superior.

Crozier suspiró. Era demasiado tarde para detener aquella maldita mascarada, y de eso se daba cuenta. Los hombres ya tenían la miel en los labios, y aquellos hombres del
Erebus
que se encaminaban a las preparaciones del carnaval con mayor entusiasmo eran precisamente los primeros que fomentarían un motín, llegado el momento. El secreto de ser capitán, y Crozier lo sabía, estaba en no permitir que llegase nunca ese momento. Sinceramente, no sabía si aquel carnaval ayudaría a esa causa o la perjudicaría.

—Está bien —dijo al fin—. Pero los hombres tienen que comprender que no gastarán ni una gota ni un gramo de carbón o de aceite de lámpara o de combustible pirolígneo o de éter de las estufas.

—Han prometido que sólo habrá antorchas —dijo Fitzjames.

—Y no habrá licores extra ni comida extra ese día —añadió Crozier—. Acabamos de empezar a racionar los alimentos severamente. No vamos a cambiar ese hecho el quinto día por una mascarada de carnaval que ninguno de nosotros respaldaba plenamente.

Fitzjames asintió.

—El teniente Le Vesconte, el teniente Fairholme y algunos de los hombres que son mejores tiradores saldrán en unas partidas de caza la semana antes del carnaval, con la esperanza de encontrar alguna presa, pero los hombres comprenden que sus raciones serán las de costumbre (es decir, las nuevas, más reducidas) si los cazadores regresan con las manos vacías.

—Como ha sucedido en todas las ocasiones en los tres meses pasados —murmuró Crozier. Con una voz más amistosa, dijo—: Está bien, James. Voy a volver. —Hizo una pausa en la entrada del diminuto camarote de Fitzjames—. Por cierto, ¿por qué están tiñendo las velas de verde, negro y los demás colores?

Fitzjames sonrió, ausente.

—No tengo ni idea, Francis.

La mañana del viernes 31 de diciembre de 1847 amaneció fría pero tranquila, aunque por supuesto, no hubo auténtico amanecer. La guardia matutina del
Terror
con el señor Irving registró la temperatura como de cincuenta y ocho grados bajo cero. No había viento registrable. Las nubes se habían desplazado durante la noche y ahora ocultaban el cielo de horizonte a horizonte. Estaba muy oscuro.

La mayoría de los hombres parecían ansiosos por celebrar el carnaval en cuanto acabaron el desayuno, una comida más rápida con las nuevas raciones, que consistían en una sola galleta de a bordo con mermelada y una cucharada más reducida de gachas escocesas de cebada, con una porción de azúcar, pero había que atender a los deberes del buque, y Crozier había dado libertad para la asistencia general a la gala sólo cuando acabase el día de trabajo y cenaran. Aun así, había accedido a que aquellos hombres con deberes específicos aquel día, como pasar la piedra de arena por la cubierta inferior, las guardias habituales, deshelar las jarcias, palear nieve en cubierta, reparaciones del barco o de los mojones, dar clases..., podían ir a trabajar en los preparativos finales de la mascarada, y una docena de hombres, más o menos, salieron en la oscuridad después de desayunar, con dos marines con mosquetes acompañándolos.

Hacia el mediodía y al entregar el grog, más diluido que antes, la excitación de la tripulación que quedaba en el barco era palpable. Crozier dejó que seis hombres más que habían acabado las tareas diarias se fuesen, y envió al teniente Hodgson con ellos.

Aquella tarde, mientras recorría la cubierta de popa en la oscuridad, Crozier podía ver el brillante resplandor de las antorchas más allá del mayor iceberg que se alzaba entre ambos buques. Aún no había viento ni se veía la luz de las estrellas.

A la hora de la cena, los hombres que quedaban estaban tan nerviosos como niños en Nochebuena. Se acabaron la comida en un tiempo inverosímil, aun con las reducidas raciones; dado que el viernes no era un «día de harina» con cocción, consistían en poco más que bacalao, unas pocas verduras en lata y dos dedos de cerveza Burton. Crozier no tuvo corazón para retenerlos en el buque mientras los oficiales acababan de comer más relajadamente. Además, los oficiales que quedaban a bordo estaban tan ansiosos como los hombres por ir al carnaval. Hasta el ingeniero James Thompson, que raramente mostraba interés en nada aparte de la maquinaria de la bodega y que había perdido tanto peso que parecía un esqueleto ambulante, estaba en la cubierta inferior ya vestido y preparado para salir.

Así que hacia las siete en punto, el capitán Crozier se vistió con tantas capas de ropa como pudo añadir, haciendo la inspección final de los ocho hombres que quedaban de guardia en el barco. El primer oficial Hornby tenía guardia, pero sería relevado antes de medianoche por el joven Irving, que volvería con tres marineros para que Hornby y su guardia pudiesen asistir a la gala. Luego bajaron por la rampa de hielo hasta el mar helado y caminaron vivamente con una temperatura de sesenta y dos grados bajo cero hacia el
Erebus.
Los treinta y tantos hombres pronto se colocaron en una larga fila en la oscuridad, y Crozier se encontró caminando junto al teniente Irving, el patrón del hielo Blanky y unos pocos suboficiales.

Blanky se movía muy despacio, ayudándose de una muleta muy bien acolchada que llevaba bajo el brazo derecho, ya que había perdido el talón del pie derecho y todavía no dominaba bien la marcha con su prótesis de madera y cuero, pero parecía de buen humor.

—Buenas noches, capitán —dijo el patrón del hielo—. No quiero retrasarle, señor. Mis compañeros, Wilson,
el Gordo,
Kenley y Billy Gibson ya me acompañarán.

—Parece que se mueve usted más rápido que nosotros, señor Blanky —dijo Crozier.

Mientras pasaban junto a las antorchas encendidas cada cinco mojones, observó que todavía no soplaba nada de viento y que las llamas parpadeaban verticalmente. El camino estaba bien marcado, los huecos de las crestas de presión rellenados con la pala y abiertos para permitir un paso fácil. El gran iceberg que se encontraba aún a unos ochocientos metros delante de ellos parecía encendido desde el interior por todas las antorchas que ardían al otro lado, y ahora parecía una especie de torre de asedio fantasmagórica resplandeciendo en la noche. Crozier recordó que había ido a algunas ferias regionales irlandesas cuando era niño. El aire de aquella noche, aunque era un poco más frío que una noche de verano en Irlanda, estaba lleno de una emoción similar. Miró detrás de ellos para asegurarse de que el soldado Hammond, el soldado Daly y el sargento Tozer les cubrían la retaguardia con sus armas empuñadas y los guantes externos quitados.

—Es extraño lo mucho que se han alterado los hombres con este carnaval, ¿verdad, capitán? —dijo el señor Blanky.

Crozier no pudo hacer otra cosa que gruñir al oír aquello. Esa misma tarde se había bebido el último whisky que se había racionado. Temía los días y las noches que se avecinaban.

Blanky y sus compañeros se movían con tanta rapidez, con muleta o sin ella, que Crozier les dejó adelantar. Tocó el brazo de Irving y el larguirucho teniente se retrasó del grupo en el que caminaba, con el teniente Little, los cirujanos Peddie y McDonald, el carpintero Honey y otros.

—John —dijo Crozier cuando estaban fuera del alcance los oficiales, pero todavía lo bastante lejos de los marines para que éstos tampoco los oyeran—, ¿alguna noticia de
Lady Silenciosa
?

—No, capitán. He comprobado el pañol yo mismo hace menos de una hora, pero ella ya ha salido por su puertecita trasera.

Cuando Irving informó a Crozier de las excursiones misteriosas de su huésped esquimal, unos días antes, el primer instinto de Crozier fue cegar el estrecho túnel de hielo, sellar y reforzar la proa del buque y expulsar a la muchacha al hielo de una vez para siempre.

Sin embargo, no lo había hecho. Por el contrario, Crozier había ordenado al teniente Irving que asignase tres tripulantes a la vigilancia de
Lady Silenciosa
, y a él le ordenó que la siguiera en sus salidas al hielo en lo posible. Hasta el momento no la habían vuelto a ver salir por su puertecita, aunque Irving había pasado horas escondido entre el hielo, junto a la proa del buque, esperando. Era como si la mujer hubiese visto al teniente durante su demoniaco encuentro con la criatura del hielo, como si hubiese «querido» que él la viera y la oyera allá fuera; parecía que con eso había bastado. Al parecer, ella subsistía con las raciones de a bordo aquellos días, y usaba el pañol de cables de proa sólo para dormir.

El motivo de Crozier para no expulsar inmediatamente a la mujer nativa era sencillo: sus hombres empezaban a morirse de hambre, siguiendo un lento proceso, y no tendrían reservas suficientes para llegar a la primavera y mucho menos para el año siguiente. Si
Lady Silenciosa
conseguía comida fresca en el hielo, en mitad del invierno, quizás atrapando focas o morsas, era una habilidad que Crozier pensaba que sus hombres tendrían que aprender, para poder sobrevivir. No había ningún cazador ni pescador bueno entre los ciento y pico supervivientes.

Crozier no había tenido en cuenta el relato avergonzado y lleno de autocrítica del teniente Irving, que explicó que había visto algo que parecía como si la criatura del hielo tocase una especie de música con la mujer y le llevara ofrendas de comida. El capitán, sencillamente, nunca creería que
Silenciosa
había amaestrado a un oso blanco enorme (si la criatura era tal cosa) para que cazara y le llevara a ella pescado o foca, o morsas, como un buen perro de caza inglés que trae el faisán para su amo. Y en cuanto a la música..., bueno, era absurdo.

Pero ella había elegido aquel día para desaparecer de nuevo.

—Bueno —dijo Crozier, con los pulmones doloridos por el aire frío, aunque fuera filtrado a través de su gruesa pañoleta de lana—, cuando vuelva con la guardia de relevo a las ocho campanadas, vuelva a mirar en el pañol y si ella no está allí... ¿Qué es eso, en el nombre de Cristo todopoderoso?

Habían pasado la última fila de crestas de presión y habían salido a la plana superficie del mar de hielo, en el último medio kilómetro que quedaba hasta el
Erebus.
La escena que encontraron los ojos de Crozier hizo que su mandíbula colgara bajo la pañoleta de lana y los cuellos de sus chaquetas bien subidas.

El capitán había imaginado que los hombres iban a celebrar el Segundo Gran Carnaval Veneciano en la llanura de hielo inmediatamente debajo del
Erebus,
de la misma forma que Hoppner y Parry habían celebrado su mascarada en la corta extensión de hielo entre el
Hecla
y el
Fury
atrapados en el hielo en 1824, pero mientras el
Ere
bus
permanecía con la proa hacia arriba, oscuro y de aspecto desolado en su sucio pedestal de hielo, toda la luz, antorchas, movimiento y conmoción procedían de una zona a menos de medio kilómetro de distancia, justo delante del mayor iceberg.

—Dios santo —dijo el teniente Irving.

Mientras el
Erebus
parecía un casco vacío y oscuro, una nueva masa de velamen, una verdadera ciudad de lona colorida y antorchas parpadeantes se había alzado en un círculo de hielo, un bosque de seracs, y una zona amplia y abierta debajo del imponente y reluciente iceberg. Crozier no podía hacer otra cosa que quedarse quieto y mirar.

Los aparejadores habían estado muy ocupados. Algunos, obviamente, habían ascendido al mismísimo iceberg, hundiendo unos enormes tornillos en el hielo, a unos dieciocho metros en su cara, introduciendo pernos y poleas, y añadiendo el suficiente cordaje, obenques y garruchas de los almacenes para componer un buque de guerra de tres palos a toda vela.

Una telaraña de un centenar de estachas heladas corría hacia abajo desde el iceberg y luego volvía al
Erebus,
soportando así una ciudad de muros de lona iluminados y coloreados. Estas paredes de lona teñida, algunas de las cuales medían nueve metros de alto o más, estaban ancladas al mar de hielo, al serac y a la banquisa, pero sujetas verticalmente en sus palos con unos estays que corrían diagonalmente al elevado iceberg.

Other books

Collateral Damage by Michael Bowen
The Value of Vulnerability by Roberta Pearce
Eternal Service by Regina Morris
Captive Girl by Jennifer Pelland