—¿Y qué idea es ésa..., un laberinto? —preguntó Crozier—. Esas salas de colores..., la sala Negra...
Fitzjames exhaló el humo, se quitó la pipa de la boca y lanzó una risita.
—Todo ha sido idea del joven Richard Aylmore.
—¿Aylmore? —repitió Crozier. Recordaba el nombre, pero no al hombre—. ¿El mozo de la santabárbara?
—El mismo.
Crozier recordaba a un hombre menudo, tranquilo, con los ojos hundidos e inquietantes, un tono de voz pedante y un bigotillo negro.
—¿Y de dónde demonios ha sacado todo esto?
—Aylmore vivió en Estados Unidos varios años antes de volver a casa en 1844 y alistarse en el Servicio de Descubrimientos —dijo Fitzjames. La boquilla de la pipa castañeteaba ligeramente contra sus dientes—. Asegura que leyó una historia absurda allí, hace cinco años, en 1842, que describía un baile de máscaras igual que éste, con las mismas salas de colores, y que la leyó mientras vivía en Boston con su primo, en una revistilla muy mala que se llamaba
Graham's Magazine,
creo recordar. Aylmore no recuerda exactamente cuál era el argumento de la historia, pero recuerda que era sobre un extraño baile de máscaras dado por un tal príncipe Próspero... Dice que está bastante seguro de la secuencia de las habitaciones, que acaba con esa terrible sala Negra. A los hombres les encantó la idea.
Crozier no hizo más que menear la cabeza.
—Francis —continuó Fitzjames—, éste ha sido un buque abstemio durante dos años y un mes, con sir John. A pesar de eso, conseguí pasar de contrabando a bordo tres botellas de buen whisky que me regaló mi padre. Me queda una. Me sentiría muy honrado si quisiera compartirla conmigo esta noche. Pasarán otras tres horas hasta que los hombres empiecen a cocinar los dos osos que cazaron. Autoricé ayer al señor Wall y a su señor Diggle para que colocaran en la nieve dos de las estufas de las balleneras, para calentar el acompañamiento, como por ejemplo verduras en lata, y también les permití que construyeran una gran parrilla, en lo que llaman la sala Blanca, para asar la carne de oso. Al menos, será la primera carne fresca que comemos en más de tres meses. ¿Le importaría convertirse en mi huésped con esa botella de whisky abajo, en el antiguo camarote de sir John, hasta que sea el momento del festín?
Crozier asintió y siguió a Fitzjames hacia el barco.
Crozier
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
31 de diciembre de 1847-1 de enero de 1848
Crozier y Fitzjames emergieron del
Erebus
algo después de la medianoche. En la sala Grande hacía un frío espantoso, pero el frío intenso que hacía allí fuera, en la noche, fue como un asalto a sus cuerpos y sus sentidos. El viento había subido ligeramente en las últimas dos horas, y las antorchas y los braseros en forma de trípode (Fitzjames había sugerido, y después de la primera hora de whisky Crozier había accedido, enviar unos sacos extra de carbón y aceite para alimentar los braseros de llama abierta y evitar que los juerguistas se congelaran) ondulaban y chasqueaban en la helada noche por debajo de setenta y cinco grados.
Los dos capitanes hablaron muy poco, cada uno perdido en su propia ensoñación melancólica. Los habían interrumpido una docena de veces. El teniente Irving vino a informar de que iba a conducir a la guardia de relevo de vuelta al
Terror;
el teniente Hodgson vino a informar de que su guardia había llegado al carnaval. Otros oficiales con trajes absurdos vinieron a informar de que todo iba bien en el carnaval mismo; diversos guardias y oficiales del
Erebus
se acercaron a informar que concluía su guardia o que empezaba; el señor Gregory, el ingeniero, vino a informar de que se podía usar también el carbón para los braseros, porque no había suficiente para alimentar la máquina del vapor durante más de unas pocas horas si llegaba el mítico deshielo, y luego se fue a hacer los preparativos para que se subieran varios sacos a la ceremonia en el hielo, cada vez más salvaje; el señor Murray, el antiguo velero, vestido como una especie de enterrador con una calavera bajo su gran gorro de castor, una calavera que no se diferenciaba mucho de su propia cara marchita, se disculpó y preguntó si él y sus ayudantes podían colocar un par de foques más para aparejar un escudo contra el viento de los nuevos trípodes con braseros.
Los capitanes dieron su conformidad y sus permisos, emitieron sus órdenes y sus reprobaciones, sin apartarse en realidad de sus pensamientos inducidos por el whisky.
En algún momento entre las once y medianoche, se envolvieron de nuevo en sus ropas para salir a la nieve, salieron a cubierta y se dirigieron de nuevo al hielo después de que Thomas Jopson y Edmund Hoar, los mozos respectivos de Crozier y Fitzjames, bajaran al camarote Grande con el teniente Le Vesconte y Little, los cuatro con extraños trajes metidos por encima y por debajo de sus capas de ropa, a anunciar que la carne de oso se estaba cocinando ya, y que las mejores porciones se habían reservado para los capitanes, y que si los capitanes querían unirse al banquete.
Crozier se dio cuenta de que estaba muy borracho. Estaba acostumbrado a tomar su licor sin dejar que se notase, y los hombres estaban habituados a que, aunque oliese a whisky, mantuviese el control total de las situaciones, pero llevaba varias noches sin dormir y aquella medianoche, en la que hacia un frío que golpeaba en el pecho, caminando entre las lonas iluminadas, el iceberg iluminado y los movimientos de extrañas siluetas, Crozier notó que el whisky ardía en su vientre y en su cerebro.
Habían colocado la zona principal de la parrilla en la sala Blanca. Los dos capitanes atravesaron la serie de compartimentos sin hacer comentario alguno entre ellos o a las docenas y docenas de figuras estrafalariamente vestidas que saltaban por todas partes. Desde la habitación azul, abierta por un extremo, caminaron hacia las salas morada y verde, y luego atravesaron la de color naranja, y luego llegaron a la blanca.
A Crozier le resultaba obvio que la mayoría de los hombres estaban borrachos también. ¿Cómo lo habían conseguido? ¿Habrían estado ahorrando sus raciones de ron? ¿Guardando la cerveza que normalmente se les servía con la cena? Sabía que no habían irrumpido en la sala de Licores del
Terror
porque había hecho que el teniente Little se asegurase de que las cerraduras estaban firmes, por la mañana y por la tarde. Y la sala de Licores del
Erebus
estaba vacía gracias a sir John Franklin, y lo había estado desde que zarparon.
Pero los hombres, sin saber cómo, habían encontrado mucho alcohol. Como marino que tenía más de cuarenta años de experiencia y que había servido en sus tiempos como simple marinero, Crozier sabía que, al menos en términos de fermentación, almacenamiento o detección del alcohol, el ingenio de un marinero británico no tiene límites.
El señor Diggle y el señor Wall asaban a fuego abierto las enormes ancas y costillares de carne de oso, y un sonriente teniente Le Vesconte, con el diente de oro resplandeciendo, junto con otros oficiales y mozos de ambos buques, pasaba bandejas de peltre de las vituallas humeantes a los hombres que formaban cola. El olor de carne asada era increíble. Crozier notó que salivaba, a pesar de haberse jurado a sí mismo no participar en aquel festín de carnaval.
La cola dejó pasar a ambos capitanes. Traperos, sacerdotes papistas, cortesanos franceses, espíritus y hadas, mendigos variopintos, un cadáver en su sudario y dos legionarios romanos con sus capas rojas, máscaras negras y una armadura dorada que les cubría el pecho hicieron señas a Fitzjames y a Crozier de que adelantaran en la cola e inclinaron la cabeza cuando pasaron los oficiales.
El propio señor Diggle, con los pechos colgantes de dama gorda china ahora bajos y en la cintura, oscilando cada vez que se movía, cortó un buen trozo para Crozier y otro para el capitán Fitzjames. Le Vesconte les entregó cubiertos adecuados del comedor de oficiales y unas servilletas blancas de tela. El teniente Fairholme les sirvió cerveza en dos copas.
—Aquí fuera, el truco —dijo Fairholme— consiste en beber deprisa, picoteando como un pajarito, para que los labios no se queden helados al tocar la copa.
Fitzjames y Crozier encontraron un sitio en la cabecera de una mesa envuelta en blanco, sentados en unas sillas también forradas de blanco, que apartaron sobre el hielo rechinante para que se sentara el señor Farr, capitán de la cofa a quien Crozier había reñido antes, aquella misma noche. El señor Blanky estaba sentado allí con el otro patrón del hielo, el señor Reid, y también Edward Little y media docena de oficiales del
Erebus.
Los cirujanos se apiñaban en el otro extremo de la mesa blanca.
Crozier se quitó los guantes exteriores, flexionó los dedos fríos debajo de los guantes de lana y probó ansiosamente la carne, sin dejar que el tenedor de metal le tocase los labios. La chuleta de oso le quemó la lengua. Entonces tuvo unas ganas irresistibles de reír. A unos setenta y cinco grados bajo cero, allí, la noche de Fin de Año, con el aliento colgando ante él en una nube de cristales de hielo, la cara escondida bajo un túnel formado por sus pañoletas, gorros y sombreros, y él va y se quema la lengua. Lo intentó de nuevo, masticando y tragando en esta ocasión.
Era el bistec más delicioso que había probado jamás. El capitán se sorprendió. Muchos meses antes, la última vez que habían probado la carne de oso, les había parecido fuerte y rancia. El hígado y probablemente alguno de los demás órganos que normalmente son más preciados pusieron a los hombres enfermos. Se decidió que la carne de oso ártico se comería solamente si lo exigía la supervivencia.
Pero ahora, aquel festín..., ese festín suntuoso... A su alrededor, en la sala Blanca, y en los baúles cubiertos de lona, barriles y mesas, en las salas adjuntas naranja y violeta, los hombres de la tripulación devoraban los bistecs. El ruido y parloteo de los hombres felices se alzaba fácilmente por encima del rugido de las llamas de la parrilla o de las sacudidas de la lona al levantarse de nuevo el viento. Pocos de los hombres que estaban allí en la sala Blanca usaban cuchillos y tenedores; muchos, sencillamente, ensartaban los humeantes bistecs de oso y los iban mordiendo de esa forma, pero la mayoría se les comían directamente con las manos enguantadas. Era como si más de cien depredadores se regodeasen en su caza.
Cuanto más comía Crozier, más hambriento se sentía. Fitzjames, Reid, Blanky, Farr, Little Hodgson y los demás que estaban a su alrededor, hasta Jopson, su mozo, en una mesa cercana con los demás mozos, parecían devorar aquella carne con igual entusiasmo. Uno de los ayudantes del señor Diggle, vestido de bebé chino, pasó por las mesas repartiendo humeantes verduras de una sartén calentada en una de las estufas de hierro de las balleneras, pero las verduras enlatadas, por mucho que se calentaran, sencillamente no tenían gusto al lado de la deliciosa carne de oso recién cocinada. Sólo la posición de Crozier como comandante de la expedición le impidió abrirse camino a la fuerza ante toda la cola y exigir otra ración, cuando se hubo acabado su enorme filete de oso. La expresión de Fitzjames no parecía nada distraída entonces; el comandante más joven parecía que iba a llorar de felicidad.
De pronto, cuando la mayoría de los hombres se habían acabado los bistecs y estaban bebiéndose la cerveza antes de que el líquido se convirtiese en sólido, un rey persa que se encontraba junto a la entrada de la sala Violeta empezó a hacer sonar la máquina de los discos.
El aplauso (unas manos con gruesos guantes que resonaban sordamente) empezó casi en cuanto sonaron las primeras notas y salieron de la rudimentaria máquina. Muchos de los hombres que sabían música a bordo de ambos buques se habían quejado de la máquina reproductora, ya que la gama de sonidos que emanaba de los discos de metal giratorios era casi con toda seguridad la misma que la del instrumento de un organillero callejero, pero aquellas notas eran inconfundibles. Docenas de hombres se pusieron de pie. Otros empezaron a cantar de inmediato, y el vapor de su aliento se alzó a la brillante luz de las antorchas, entre los blancos muros de lona. Hasta Crozier sonrió como un idiota, mientras las familiares palabras de la primera estrofa hacían eco en el iceberg que se alzaba ante ellos en la helada noche.
When Britain first at Heaven's command,
Arose from out the azure main
This was the charter, the charter of the land,
and Guardian Angels sang this strain:
Los capitanes Crozier y Fitzjames se pusieron de pie y se unieron al primer coro que ya cantaba.
Rule Britannia! Britannia, rule the waves;
Britons never shall be slavesl
La voz pura de tenor del joven Hodgson dirigía a los hombres en seis de los siete compartimentos de colores, cantando la segunda estrofa:
The nations not so blest as thee, shall in their turns to tyrants fall;
while thou shalt flourish great and free, the dread and envy of them all.
Vagamente consciente de que había cierta conmoción dos salas más al este, en la entrada de la sala Azul, Crozier echó la cabeza atrás y, acalorado por el whisky y la carne de oso, aulló con todos sus hombres:
Rule, Britannia! Britannia, rule the waves;
Britons never, never shall be slaves!
Los hombres en las habitaciones exteriores de los siete compartimentos estaban cantando, pero también se reían. La conmoción iba en aumento. La música mecánica sonaba cada vez más fuerte. Los hombres cantaban también más alto aún. De pie allí, cantando la tercera estrofa entre Fitzjames y Little, Crozier vio conmocionado que una procesión entraba en la sala Blanca.
Still more majestic shalt thou rise. More dreadful, from each foreign stroke;
As the loud blast that tears the skies, Serves but to root thy native oak.
Alguien dirigía la procesión vestido con una versión teatral del uniforme de un almirante. Las charreteras eran tan absurdamente anchas que colgaban unos veinticinco centímetros más allá de los hombros menudos del hombre. Estaba muy gordo. Los botones dorados de su chaqueta naval pasada de moda no se podían abrochar. Tampoco tenía cabeza. La figura llevaba la cabeza de papel maché debajo del brazo izquierdo, y su descompuesto sombrero de almirante con plumero bajo el brazo derecho.