El Terror (46 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Nunca la habría encontrado de no ser por aquel sonido sobrenatural.

Estaba ya a varios centenares de metros del buque, perdido en el laberinto de hielo (el camino de hielo azul que tenía bajo sus pies había desaparecido hacía rato, o más bien se había unido a un puñado de surcos similares) y aunque la luz de la luna llena y las estrellas lo iluminaba todo como si fuese de día, no había visto movimiento alguno ni huella alguna en la nieve.

Y entonces llegó aquel gemido de ultratumba.

No, se dio cuenta de pronto, deteniéndose en seco y temblando todo él, porque aunque temblaba de frío desde hacía muchos minutos, ahora el temblor se había hecho mucho más intenso, no era un «gemido». No era algo que pudiera proceder de un ser humano. Era como la interpretación no melódica de un instrumento musical infinitamente extraño..., en parte como una gaita ahogada, en parte como el soplido de una trompa, en parte oboe, en parte flauta, en parte canto humano. Sonaba lo bastante para poderlo oír a docenas de metros de distancia, pero casi con toda certeza no se podía oír en la cubierta del buque, especialmente dado que el viento, cosa muy inusual, soplaba desde el sudeste aquella noche. Sin embargo, todos los tonos eran un sonido mezclado y procedente de un solo instrumento. Irving nunca había oído nada semejante.

La interpretación, que parecía haber empezado repentinamente, aumentó su ritmo con una cadencia casi sexual y luego se detuvo abruptamente, como si se tratara de un climax físico, y en modo alguno como si alguien siguiera las notas de una partitura musical. El sonido procedía de un campo de seracs junto a una cresta de presión a menos de treinta metros al norte del camino de mojones y antorchas que el capitán Crozier insistía en mantener entre el
Terror
y el
Erebus.
Nadie trabajaba en los mojones aquella noche; Irving tenía el océano helado para él solo. Para él solo y para quienquiera que estuviese produciendo aquella música.

Trepó por el laberinto de placas azules de hielo y elevados seracs. Cuando se desorientaba, miraba hacia arriba, a la luna llena. La esfera amarilla parecía más bien otro planeta de gran tamaño súbitamente colgado del cielo estrellado, y no recordaba a ninguna otra luna que Irving recordase de sus años en tierra, o de sus breves servicios en el mar. El aire en torno a él parecía temblar por el frío, como si la atmósfera misma estuviese a punto de congelarse y quedar sólida. Los cristales de hielo en las capas altas de la atmósfera habían creado un enorme doble halo que rodeaba la luna, y las bandas más bajas de ambos círculos eran invisibles bajo la cresta de presión y los icebergs que lo rodeaban. Incrustadas en torno al halo exterior como diamantes en un anillo de plata se hallaban tres cruces resplandecientes.

El teniente había visto aquel fenómeno varias veces antes durante sus noches invernales allá arriba, junto al Polo Norte. El patrón del hielo Blanky le había explicado que sólo era la luz de la luna que se reflejaba en los cristales de hielo como una luz se reflejaría a través de un diamante, pero a Irving aquello le producía un efecto de religioso sobrecogimiento y de maravilla, allí, en el campo de hielo azul y resplandeciente, mientras aquel extraño instrumento empezaba a gemir y susurrar de nuevo, sólo a unos metros en el hielo, ahora, y el tempo iba acelerando de nuevo hasta llegar a una paz cercana al éxtasis, antes de cesar otra vez.

Irving intentó imaginar a
Lady Silenciosa
tocando algún instrumento esquimal desconocido hasta el momento, una variante hecha con astas de caribú de una
flügelhorn
bávara, por ejemplo, pero rechazó la idea porque le pareció tonta. En primer lugar, ella y el hombre que murió habían llegado sin instrumento alguno. Y en segundo lugar, Irving tenía la extraña sensación de que no era
Lady Silenciosa
quien tocaba aquel instrumento invisible.

Arrastrándose por encima de las últimas crestas de presión entre él y los seracs desde donde procedía el sonido, Irving continuó avanzando a cuatro patas, al no querer que el crujido de sus botas de rígida suela se oyera en el duro hielo o sobre la blanda nieve.

El ululato, que al parecer procedía de detrás del siguiente serac iluminado de azul, tallado por el viento y formando una gruesa losa, había empezado de nuevo, elevándose rápidamente y convirtiéndose en el ruido más intenso, rápido, profundo y frenético que había oído Irving hasta el momento. Para su asombro, notó que tenía una erección. Había algo en el profundo, resonante y aflautado sonido que era tan... «primordial»... que sentía que literalmente le llegaba a la entrepierna, aunque seguía temblando.

Atisbo por detrás del último serac.

Lady Silenciosa
estaba a unos seis metros de distancia, en un espacio plano de hielo azul. Seracs y losas de hielo rodeaban aquel lugar, haciendo que Irving sintiese como si se hubiese encontrado de pronto en medio de un círculo de Stonehenge, a la luz de la luna con su halo y sus estrellas. Hasta las sombras eran azules.

Ella iba desnuda y estaba arrodillada sobre unas gruesas pieles que debían de pertenecer a su parka. Tenía la espalda en un perfil de tres cuartos con relación a Irving, de modo que aunque él veía la curva de su pecho derecho, también veía la brillante luz de la luna que iluminaba su largo, liso y negro cabello, y ponía destellos de plata en la carne redondeada de su firme trasero. El corazón de Irving le latía tan deprisa que temía que ella pudiese oírlo.

Lady Silenciosa
no estaba sola. Algo más llenaba el oscuro hueco entre aquellas losas de hielo druídico al otro lado del claro, justo más allá de donde estaba la mujer esquimal.

Irving sabía que era la criatura del hielo. Ya fuera oso blanco o demonio blanco, estaba allí con ellos..., casi encima de la joven, dominándola. Por mucho que esforzaba los ojos el teniente, le resultaba difícil distinguir su forma: una piel peluda, de un blanco azulado contra el blanco azulado del hielo, duros músculos ante los duros riscos de nieve y hielo, negros ojos que podían estar separados o no de la absoluta negrura que había tras la cosa.

La cabeza triangular sobre el extrañamente largo cuello de oso se agitaba y ondulaba como si fuera una serpiente, ahora lo veía, a casi dos metros por encima y detrás de la mujer arrodillada. Irving intentó estimar el tamaño de la cabeza de la criatura, para su referencia futura, para matarla, pero era imposible aislar la forma precisa o el tamaño de aquella masa triangular con sus ojos negros como el carbón, a causa de su extraño y constante movimiento.

Pero lo que fuese dominaba a la joven. Su cabeza casi se encontraba directamente encima de la de ella.

Irving sabía que debía gritar, correr hacia delante con la palanca en la mano envuelta en los guantes, porque no tenía otra arma, excepto su cuchillo vuelto a introducir en la funda, e intentar salvar a la mujer, pero sus músculos no podían obedecer aquella orden en ese preciso momento. Lo único que podía hacer era seguir vigilando con una especie de horror lleno de excitación sexual.

Lady Silenciosa
había extendido sus brazos, con las palmas hacia arriba, como un sacerdote católico diciendo la misa e invocando el milagro de la eucaristía. Irving tenía un primo en Irlanda que era papista, y él había asistido una vez a un servicio católico con él, durante una visita. La misma sensación de extraña ceremonia mágica se estaba representando allí a la luz azul de la luna. La
Silenciosa
, sin lengua, no emitía sonido alguno, pero sus brazos se abrían de par en par, tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, ya que Irving se había arrastrado lo suficiente para poder verle la cara, ahora, y tenía la boca abierta completamente, como una suplicante que espera la comunión.

El cuello de la criatura se lanzó hacia delante y hacia abajo con tanta rapidez como el ataque de una cobra, y las mandíbulas de la cosa se abrieron de par en par y parecieron cerrarse sobre la parte inferior del rostro de
Lady Silenciosa
, devorándole media cabeza.

Irving casi chilló entonces. Sólo la «pesadez» ceremonial del momento y su propio terror incapacitante lo mantuvieron silencioso.

La cosa no la había devorado. Irving se dio cuenta de que él estaba viendo la parte superior de la cabeza del monstruo, de un blanco azulado, una cabeza al menos tres veces mayor que la de la mujer, mientras ajustaba, pero sin cerrarlas del todo, las mandíbulas gigantescas encima de la boca abierta de ella. Los brazos de la mujer seguían abiertos y erguidos hacia la noche, como si estuviera dispuesta a abrazar a la gigantesca masa de cabello y músculos que la rodeaba.

Entonces empezó la música.

Irving vio que ambas cabezas oscilaban, la de la criatura y la de la esquimal, pero le costó medio minuto darse cuenta de que los orgiásticos sonidos de bajo y las notas eróticas como de flauta o de gaita emanaban... «de la mujer».

Aquella cosa monstruosa, que se alzaba tan alta como las losas de piedra que tenía detrás, fuese oso blanco o demonio, estaba soplando en la boca abierta de ella, tocando con sus cuerdas vocales como si la garganta humana fuese un instrumento de viento. Los trinos, notas bajas y resonancias se hicieron más intensas, más rápidas, más urgentes, y vio a
Lady Silenciosa
alzar la cabeza e inclinar el cuello a un lado mientras la cosa con cuello de serpiente y cabeza triangular que estaba encima inclinaba la cabeza y el cuello en la dirección opuesta, y ambos no parecían otra cosa que amantes que se esfuerzan por unirse mucho más, mientras buscan el ángulo mejor y más profundo para un beso apasionado boca a boca.

Las notas musicales resonaban cada vez más y más rápido, Irving estaba seguro de que el ritmo debía de oírse en el barco en aquellos momentos, y debía de estar produciendo a todos los hombres del buque una erección tan potente y permanente como la que él sufría en aquellos momentos, y luego, repentinamente, sin advertencia alguna, el ruido desapareció con la misma rapidez del climax de un salvaje acoplamiento sexual.

La cabeza de la cosa retrocedió y se apartó. El cuello blanco osciló.

Los brazos de
Lady Silenciosa
cayeron a sus costados como si estuviera demasiado exhausta o transportada para mantenerlos erguidos. La cabeza de ella se inclinó hacia delante, por encima de sus pechos plateados por la luna.

«Ahora la devorará», pensó Irving, bajo todas las capas aislantes de entumecimiento e incredulidad ante lo que acababa de ver. «La desgarrará y se la comerá.»

Pero no lo hizo. Durante un segundo, la masa blanca y oscilante desapareció, deslizándose rápidamente a cuatro patas entre los pilares de hielo azul de Stonehenge, y luego volvió, inclinando la cabeza muy baja ante
Lady Silenciosa
y dejando caer algo en el hielo ante ella. Irving pudo oír el ruido de algo orgánico que golpeaba el hielo; aquel sonido tenía algo familiar, pero en aquel momento todo estaba fuera de contexto, e Irving no entendía nada de lo que veía ni oía.

La cosa blanca se alejó de nuevo; Irving notaba el impacto de sus enormes pies por el sólido mar de hielo. Al cabo de un minuto había vuelto y dejó caer algo más ante la chica esquimal. Luego una tercera vez.

Y luego se fue, sin más... Se disolvió en la oscuridad. La joven estaba arrodillada y sola en el hielo del claro, con aquellas formas oscuras frente a ella.

Se quedó así durante un minuto más. Irving pensó de nuevo en la iglesia de su distante primo irlandés papista y en los viejos parroquianos que se quedaban rezando en sus reclinatorios cuando el servicio ya había concluido. Luego ella se puso de pie, metió rápidamente los pies desnudos en las botas de piel y se puso los pantalones y la parka de piel.

El teniente Irving se dio cuenta de que temblaba violentamente. Al menos parte del temblor era de frío, eso lo sabía. Había tenido suerte de conservar el suficiente calor y la suficiente fuerza en las piernas para volver al barco con vida. No tenía ni idea de cómo había podido sobrevivir la muchacha así, desnuda.

Lady Silenciosa
recogió los objetos que la cosa había dejado caer ante ella y los llevó cuidadosamente entre sus brazos forrados con la parka, como una mujer que llevase a uno o más niños todavía de pecho. Parecía dirigirse de vuelta hacia el buque, cruzando el claro hasta un punto entre los seracs de Stonehenge a unos diez grados a su izquierda.

De repente se detuvo, su cabeza encapuchada se volvió en dirección a él; aunque el hombre no podía ver sus negros ojos, notó que su mirada le perforaba. Todavía a cuatro patas, se dio cuenta de que estaba a plena vista a la intensa luz de la luna, a un metro de distancia de cualquier posible escondite en el serac. En su absoluta necesidad de ver mejor, se había olvidado de permanecer escondido.

Durante un largo momento, ninguno de los dos se movió. Irving no podía respirar. Esperó que ella se moviese, que diese un golpe en el hielo, quizá, y luego el rápido regreso de la cosa desde el hielo. Para ella, su protector, su vengador. Para él, su destructor.

La mirada encapuchada de la joven se apartó y ella echó a andar y desapareció entre los pilares de hielo hacia el lado sudeste del círculo.

Irving esperó unos minutos más, todavía temblando como si tuviera fiebre; luego intentó ponerse de pie. Tenía el cuerpo congelado. La única sensación que notaba procedía de su ardiente erección, que ahora iba desapareciendo, y de su incontrolable temblor, pero en lugar de tambalearse hacia el buque tras la chica, se adelantó hacia el lugar donde ella había estado arrodillada a la luz de la luna.

Había sangre en el hielo. Las manchas se veían negras a la brillante luz de la luna. El teniente Irving se arrodilló, se quitó el guante exterior y el interior, tocó una de las manchas con el dedo y la probó. Era sangre, pero no creía que fuese sangre humana.

La cosa le había llevado carne cruda, caliente, recién muerta. Algún tipo de carne. La sangre le sabía metálica a Irving, como su propia sangre o la sangre humana, pero suponía que también la sangre de los animales recién muertos tenía ese gusto metálico. Pero ¿qué animal? ¿De dónde? Los hombres de la expedición Franklin no habían visto animales terrestres desde hacía más de un año.

La sangre se hiela al cabo de unos minutos, muy rápido. Aquella cosa había matado su ofrenda a
Lady Silenciosa
hacía sólo unos minutos, mientras Irving andaba dando tumbos alrededor en el laberinto de hielo, intentando encontrarla.

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