Crozier se acercó un poco, aún asombrado. El hielo de sus pestañas amenazaba con helarle los párpados, pero continuó parpadeando.
Era como si se hubiesen plantado en el hielo una serie de tiendas gigantescas de color, pero esas tiendas no tenían techo. Los muros verticales, iluminados desde dentro y fuera por puñados de antorchas, serpenteaban desde el mar abierto hasta el bosque de seracs y continuaban hacia arriba, hacia la pared vertical del mismo iceberg. Así, resultaba que se habían erigido habitaciones gigantescas o apartamentos coloreados en el hielo, casi de la noche a la mañana. Cada cámara estaba situada en ángulo con la precedente, mediante un giro agudo del aparejo; duelas y lona que asomaban cada veinte metros, más o menos.
La primera cámara se abría hacia el este en el hielo. La lona se había teñido de un azul intenso y vivo, el azul de los cielos no vistos desde hacía muchos meses, de modo que el color puso un nudo en la garganta oprimida del capitán Crozier, y antorchas y braseros de llama situados fuera de las paredes verticales de la cámara de lona hacían que los azules muros brillaran y vibraran.
Crozier pasó al lado del señor Blanky y sus colegas, que miraban abiertamente maravillados.
—Jesús —murmuró el patrón del hielo.
Crozier se acercó más todavía, entrando incluso en el espacio definido por los brillantes muros azules.
Unas figuras vestidas con extraños atuendos de colores saltaban y daban vueltas a su alrededor: traperos con colas de cometa de tela de colores arrastrando tras ellos, altos deshollinadores con colas negras y sombreros de copa negros que bailoteaban, aves exóticas con largos picos dorados caminando con ligereza, jeques árabes con turbantes rojos y babuchas persas picudas que se deslizaban por encima del oscuro hielo, piratas con máscaras azules de la muerte persiguiendo a un unicornio que daba saltos, generales del ejército de Napoleón con máscaras blancas de algún coro griego desfilando en solemne procesión... Algo vestido todo de verde (¿un espíritu del bosque?) corrió hacia Crozier en el hielo y dijo con voz de falsete:
—El baúl de los trajes está a su izquierda, capitán. Vístase y únase al grupo con toda libertad. —Y luego la aparición se esfumó, difuminándose entre los grupos móviles de figuras estrambóticamente vestidas.
Crozier siguió adentrándose en el laberinto de apartamentos coloreados.
Más allá de la sala azul, dando un giro hacia la derecha, se encontraba una enorme habitación morada. Crozier vio que no estaba vacía. Los hombres que habían realizado aquel carnaval habían colocado alfombras, tapices, mesas o barriles aquí y allá en todos los apartamentos, y sus muebles y objetos estaban todos teñidos o pintados del mismo tono que las paredes.
Más allá, de la sala Morada, girando agudamente hacia la izquierda en un ángulo tan extraño que Crozier habría tenido que mirar a las estrellas, si éstas hubiesen sido visibles, para averiguar cuál era su situación, se encontraba una larga sala verde. En aquella sala larga todavía había más juerguistas: más aves exóticas, una princesa con cara de caballo, criaturas tan segmentadas y extrañamente unidas luego que parecían insectos gigantescos.
Francis Crozier no recordaba ninguno de aquellos trajes de los baúles de Parry en el
Fury
y el
Hecla,
pero Fitzjames había insistido en que Franklin había traído aquellos mohosos artículos.
La cuarta sala estaba amueblada e iluminada de color naranja. La luz de las antorchas que se colaba a través de la lona fina, teñida de color naranja, parecía que se podía comer. Más lona color naranja, pintada y teñida para que pareciesen tapices, se había extendido sobre el mar helado, y allí se encontraba un enorme cuenco para el ponche, en una mesa toda forrada de naranja, en el centro del espacio interior. Al menos treinta o más figuras estrafalariamente vestidas se habían congregado en el cuenco de ponche, algunos sumergían sus rostros con picos o con colmillos para beber más.
Crozier se dio cuenta con asombro de que una fuerte música procedía del quinto elemento del laberinto de salas. Siguiendo otro giro a la derecha, llegó a la sala Blanca. A lo largo de los blancos muros de lona se habían colocado allí baúles y sillas del comedor de oficiales cubiertos con sábanas, y sonaba el casi olvidado reproductor de música mecánica de la sala Grande del
Terror,
accionado por un hombre disfrazado, en un extremo de la sala. La máquina reproducía los discos de canciones famosas del music-hall. El sonido parecía mucho más intenso allí fuera, en el hielo.
Los juerguistas salían ya de la sexta sala, y Crozier pasó junto a la máquina de música, dio un giro agudo hacia la izquierda y entró en una sala violeta.
Los ojos de marino del capitán admiraron el aparejo que se alzaba de unos palos suplementarios colocados verticalmente hasta un mástil sujeto con sogas que colgaba en mitad del aire. Telarañas de jarcias procedían de las otras salas y acababan atadas allí, y los cabos principales corrían desde este mástil central a unas anclas muy arriba, en el muro del iceberg. Los aparejadores del
Erebus
y del
Terror
que habían concebido y ejecutado aquel laberinto de siete salas obviamente habían exorcizado de aquel modo parte de su terrible frustración al no ser capaces de realizar sus funciones debidamente, al verse atrapados en el hielo y permanecer estáticos durante tantos meses, con los palos, los aparejos y las jarcias de sus buques retirados y almacenados en el hielo. Pero aquella habitación violeta contenía pocos hombres disfrazados que se entretuvieran en ella, y su luz era extrañamente opresiva. El único mueble allí consistía en pilas de cajas vacías en el centro, todas envueltas en sábanas violetas. Las pocas aves, piratas y traperos en aquella habitación hicieron una pausa para beber de sus vasitos de cristal, sacados de la sala Blanca, miraron a su alrededor y rápidamente volvieron a las otras salas.
La última sala, que estaba más allá de la violeta, no parecía tener luz alguna que procediera de ella.
Crozier siguió el ángulo agudo hacia la derecha desde la sala Violeta y se encontró en una sala de casi absoluta negrura.
Pero no, se dio cuenta de que no era cierto. Las antorchas ardían fuera de aquellos muros teñidos de negro, igual que en todas las demás salas, pero el efecto era sólo de un resplandor apagado en un aire color ébano. Crozier tuvo que detenerse para que sus ojos se adaptaran, y cuando lo hicieron, dio dos pasos sobresaltados hacia atrás.
El hielo que tenía bajo los pies había desaparecido. Era como si estuviera caminando por encima del agua negra del mar ártico.
Al capitán le costó unos segundos darse cuenta del truco. Los marineros habían cogido hollín de la caldera y restos de los sacos de carbón y lo habían esparcido por el hielo que había allí, un antiguo truco de marineros cuando querían fundir el agua del mar con mayor rapidez, a finales de la primavera o en un verano recalcitrante, pero aquella noche no había deshielo, con aquellos días sin sol y las temperaturas que caían hacia los menos setenta y cinco grados. Pero el hollín y el carbón habían hecho que el hielo bajo sus pies resultase invisible al resplandor negro de aquel terrible compartimento final.
Cuando los ojos de Crozier se adaptaron más, vio que sólo había una pieza de mobiliario en el largo compartimento negro, pero sus mandíbulas se cerraron, llenas de ira, cuando vio lo que era.
El enorme reloj de pared de ébano de sir John Franklin se había colocado en el extremo más alejado de aquel compartimento negro, de espaldas al elevado iceberg que servía de pared a la sala Negra y al final del laberinto de siete cámaras. Crozier podía oír su pesado tictac.
Y por encima del reloj, surgiendo del hielo como si luchara por liberarse del iceberg, se encontraba la cabeza peluda y blanca y los dientes color marfil de un monstruo.
No, volvió a decirse a sí mismo, no era un monstruo. La cabeza y el cuello de un enorme oso blanco se habían colocado en el hielo, de alguna manera. La boca de la criatura estaba abierta. Sus ojos negros reflejaban la pequeña cantidad de luz de las antorchas que conseguía entrar por aquellos muros de lona teñida de negro. El pellejo y los dientes del oso eran las cosas más luminosas de aquel compartimento negro. Su lengua era de un rojo asombroso. Debajo de la cabeza, el reloj de ébano hacía tictac, como el latido de un corazón.
Lleno de una furia que no sabía describir, Crozier salió del compartimento negro, hizo una pausa en la sala Blanca y aulló preguntando por un oficial, cualquier oficial.
Un sátiro con una larga careta de papel maché y un cono priápico que surgía de su rojo cinturón se adelantó sobre unos cascos de metal colocados debajo de las pesadas botas.
—¿Sí, señor?
—¡Quítese la puta máscara!
—Sí, capitán —dijo el sátiro, y la máscara desapareció y reveló el rostro de Thomas R. Farr, capitán de la cofa mayor del
Terror.
Una mujer china con enormes pechos junto a él se bajó también la careta y apareció el rostro redondo de John Diggle, el cocinero. Junto a Diggle estaba una rata gigante que se bajó el morro lo suficiente para mostrar el rostro del teniente James Walter Fairholme, del
Erebus.
—¿Qué demonios significa todo esto? —rugió Crozier.
Diversas fantásticas criaturas retrocedieron espantadas hacia el muro blanco al oír el sonido de la voz de Crozier.
—¿Qué exactamente, capitán? —preguntó el teniente Fairholme.
—¡Esto! —aulló Crozier, alzando ambos brazos para indicar los muros blancos, los aparejos de arriba, las antorchas..., todo.
—No tiene sentido, capitán —respondió el señor Farr—. Es sencillamente... carnaval.
Hasta aquel momento, Crozier siempre había pensado que Farr era un hombre responsable e inteligente, y un excelente capitán de cofa.
—Señor Farr, ¿ha ayudado usted con el aparejo? —preguntó, agudamente.
—Sí, señor.
—Y, teniente Fairholme..., ¿sabía usted algo de la... cabeza de animal que se exhibe de forma tan extraña en la sala final?
—Sí, capitán —dijo Fairholm. La alargada y curtida cara del teniente no mostraba señal alguna de temor ante la ira del comandante de su expedición—. Yo mismo lo maté. Anoche. Dos osos, en realidad. Una madre y su cachorro macho, ya casi crecido del todo. Vamos a asar la carne hacia medianoche..., una especie de festín, señor.
Crozier miró a los hombres. Notaba que el corazón le latía con rapidez en el pecho, notaba la ira que, mezclada con el whisky que había tomado aquel día, y la certeza de que no habría más los días venideros, a menudo le había conducido a la violencia, cuando estaba en tierra.
Allí debía tener mucho cuidado.
—Señor Diggle —dijo a la gorda mujer china con enormes pechos—, usted sabe que el hígado de los osos blancos nos sienta mal.
Las mandíbulas de Diggle saltaron arriba y abajo con tanta libertad como los pechos acolchados que había debajo.
—Ah, sí, capitán. Hay algo malo en el hígado de ese animal que no hemos podido quitar calentándolo. No habrá ni hígado ni pulmones en el banquete que prepararé esta noche, capitán, se lo aseguro. Sólo carne fresca..., cientos y cientos de kilos de carne fresca bien tostada, requemada y frita hasta la perfección, señor.
Habló entonces el teniente Fairholme:
—Los hombres están tomando como un buen presagio que diéramos con los dos osos en el hielo y fuésemos capaces de matarlos, capitán. Todo el mundo espera el festín a medianoche.
—¿Y por qué no se me ha comunicado lo de los osos? —preguntó Crozier.
El oficial, el capitán de la cofa y el cocinero se miraron entre sí. Las aves, los animales y los seres mágicos que había cerca también se miraron entre sí.
—Matamos a la osa y el cachorro anoche, capitán —dijo Fairholme al fin—. Supongo que todo el tráfico que ha habido hoy ha sido de gente del
Terror
que venía al carnaval a trabajar y a prepararse, no mensajeros del
Erebus
haciendo el camino inverso. Mis disculpas por no informarle, señor.
Crozier sabía que era Fitzjames el que se había mostrado negligente en aquel aspecto. Y sabía que los hombres que estaban a su alrededor lo sabían.
—Muy bien —dijo al fin—. Sigan. —Pero cuando los hombres se volvieron a colocar las caretas, añadió—: Y que Dios los ayude si el reloj de sir John sufre algún tipo de daño, de cualquier forma.
—Sí, capitán —dijeron al mismo tiempo todas las formas enmascaradas que había a su alrededor.
Con una mirada final, casi aprensiva, al otro lado de la sala Violeta hacia el terrible compartimento negro (casi nada en los cincuenta y un años de frecuente melancolía de Francis Crozier le había oprimido tanto como aquella estancia de color ébano) atravesó la sala Blanca hacia la sala Naranja, y luego de ahí a la Verde, y luego de la Verde a la Morada, y de la Morada a la Azul, y de la Azul que se iba ensanchando hacia el hielo oscuro y abierto.
Sólo cuando estuvo fuera de aquel laberinto de tela teñida, Crozier notó que podía respirar adecuadamente.
Unas siluetas disfrazadas se apartaron ante el capitán cuando éste se dirigió hacia el
Erebus
y la oscura figura muy envuelta que se encontraba de pie en la parte superior de la rampa.
El capitán Fitzjames estaba solo junto al pasamanos del buque. Fumaba en pipa.
—Buenas noches, capitán Crozier.
—Buenas noches, capitán Fitzjames. ¿Ha estado dentro de ese..., ese...? —Le faltaban las palabras, y señaló hacia la ruidosa e iluminada ciudad de muros de colores y elaboradas jarcias que estaba tras él. Las antorchas y los braseros ardían intensamente allí.
—Sí, lo he hecho —dijo Fitzjames—. Los hombres han demostrado un ingenio increíble, diría yo.
Crozier no tenía nada que objetar a eso.
—La cuestión —dijo Fitzjames— es si sus muchas horas de trabajo y de ingenio servirán a la expedición... o al diablo.
Crozier intentó ver los ojos del oficial joven bajo su gorra recubierta de pañoletas. No tenía ni idea de si Fitzjames estaba de broma o no.
—Los advertí —gruñó Crozier— de que no debían desperdiciar ni una sola gota de aceite o de carbón en ese maldito carnaval. ¡Y mire esos fuegos!
—Los hombres me han asegurado —dijo Fitzjames— que sólo usan el aceite y el carbón que han ahorrado en calefacción en el
Ere
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