Crozier dejó de cantar, pero los demás hombres siguieron.
Rule, Britannia! Britannia, rule the waves!
Britons never, never, never shall be slaves!
Detrás del almirante decapitado, que obviamente quería representar al difunto sir John Franklin, aunque no fue sir John el decapitado aquel día en el aguardo del oso, se alzaba un monstruo de más de tres metros de altura.
Tenía el cuerpo, el pellejo, las negras garras y las largas zarpas y la cabeza triangular de un oso polar blanco, pero caminaba sobre las patas traseras y era de dos veces el tamaño de un oso, y sus brazos eran el doble de largos. Caminaba muy tieso, casi ciego, haciendo girar la parte superior de su cuerpo adelante y atrás, y los pequeños ojillos negros miraban a todos los hombres al acercarse a ellos. Las zarpas colgantes (porque los brazos colgaban sueltos, como badajos de campana) eran más grandes que las cabezas de los tripulantes disfrazados.
—Es su gigante, Manson, el que va dentro —se rio el segundo oficial del
Erebus
, Charles Frederick des Voeux, junto a Crozier, elevando la voz para que se oyese por encima de la siguiente estrofa—: El ayudante de calafatero bajito, Hickey creo que se llama, va subido en sus hombros. Les ha costado toda la noche a los hombres coser los dos pellejos y formar un solo traje.
Thee haughty tyrants ne'er shall tame, All their attempts to bend thee down,
will but arouse thy generous fíame, but work their woe, and thy renown.
Cuando el gigantesco oso pasó, docenas de hombres de las habitaciones azul, verde y naranja lo siguieron en procesión a través de la sala Blanca, hacia la sala Violeta. Crozier se quedó de pie, congelado literalmente, junto a la blanca mesa del banquete. Finalmente, se volvió a mirar a Fitzjames.
—Juro que no lo sabía, Francis —dijo Fitzjames.
Los labios del otro capitán estaban muy pálidos y apretados.
La sala Blanca empezó a vaciarse de figuras disfrazadas mientras los que allí estaban seguían al almirante sin cabeza y al altísimo y oscilante bípedo, que oscilaba lentamente, y se dirigieron hacia la relativa oscuridad de la sala Violeta. Los cánticos ebrios siguieron en torno a Crozier.
Rule, Britannia! Britannia, rule the waves!
Brittons never, never, never, never shall be slaves!
Crozier empezó a seguir la procesión hacia la sala Violeta, y Fitzjames fue detrás de él. El capitán del
HMS Terror
nunca había sentido nada igual en todos sus años de mando; sabía que tenía que detener aquella sátira, porque la disciplina naval no podía tolerar una farsa en la cual la muerte del antiguo comandante de la expedición se convirtiese en motivo de humor. Pero al mismo tiempo sabía que habían llegado a un punto en el cual simplemente gritar para que cesaran los cantos, ordenar a Manson y a Hickey que salieran del obsceno traje de monstruo, ordenar a «todo el mundo» que se quitara los trajes y volviera a sus hamacas en los barcos sería casi tan absurdo e inútil como el ritual pagano que Crozier estaba contemplando con creciente ira.
To thee belongs the rural reign; thy cities shall with commerce shine;
all thine shall be the subject main, and every shore it circles thine!
El almirante sin cabeza, el oso deambulante y los cien hombres o más disfrazados que iban detrás en procesión no se habían detenido mucho en la sala Violeta. Crozier entró en el espacio coloreado de violeta, con las antorchas y los fuegos exteriores en los trípodes agitándose en el extremo norte del muro de lona teñido de violeta, y las velas mismas chasqueando en el viento creciente, y llegó justo a tiempo de ver que Manson, Hickey y la turba que los seguía hacían una pausa ante la entrada de la sala Ébano.
Crozier resistió el impulso de gritar: «¡No!». Era una obscenidad que la efigie de sir John y el enorme oso representaran aquel papel en cualquier escenario, pero resultaba de una vileza impensable que lo hicieran en aquella sala negra, opresiva, con su cabeza de oso polar y el reloj haciendo tictac. Cualquier final que tuvieran pensado los hombres para aquella muda representación al menos acabaría pronto. Aquél tenía que ser el final de ese malhadado error del Segundo Gran Carnaval Veneciano. Dejaría que acabasen los cánticos por sí solos, que la pantomima pagana acabase entre ebrios vítores de los hombres y luego ordenaría que todos se quitaran los disfraces, que los marineros helados y borrachos volvieran a sus barcos y ordenaría a los aparejadores y organizadores que recogieran la vela y los aparejos inmediatamente, aquella misma noche, aunque se quedaran congelados del todo. Luego se las vería con Hickey, Manson, Aylmore y sus oficiales.
El oscilante y muy vitoreado almirante sin cabeza y su oscilante oso monstruoso entraron en la estancia color ébano.
El reloj negro de sir John empezó a tocar la medianoche.
La multitud de marineros extravagantemente vestidos detrás de la procesión empezó a presionar hacia delante, las filas posteriores ansiosas por meterse en aquella sala negra para ver la función, aunque ya los traperos, ratas, unicornios, basureros, piratas con una sola pierna, príncipes árabes y princesas egipcias, gladiadores, hadas y otras criaturas que estaban delante de la multitud habían cogido sitio y habían cruzado el umbral hacia la habitación negra, y empezaban a resistirse al avance, empujando hacia atrás, no demasiado seguros de querer permanecer en aquella oscuridad con el suelo cubierto de hollín y las paredes negras.
Crozier se abrió camino hacia delante con los codos, a través de la multitud, mientras la masa se echaba hacia delante y luego hacia atrás cuando los que iban delante se lo pensaron dos veces a la hora de entrar en la sala, seguro ahora de que si no podía resistir aquella farsa hasta el fin, al menos podría acortar el acto final.
Tan pronto había entrado en la oscuridad con veinte o treinta hombres de la parte delantera de la procesión, que también se había detenido nada más entrar, cuando sus ojos tuvieron que adaptarse, y el negro hollín del hielo le produjo una sensación terrible de estar cayendo en un negro vacío, y notó una ráfaga de aire frío contra el rostro. Era como si alguien hubiese abierto una puerta en el muro del iceberg que se alzaba por encima de todo. Hasta las figuras disfrazadas que había allí en la oscuridad cantaban todavía, pero el volumen real venía de la multitud que todavía empujaba desde la sala Violeta.
Rule, Britannia! Britannia, rule the waves;
Brittons never, never, never, never, never shall be slaves!
Crozier sólo podía distinguir la blancura de la cabeza de oso sin cuerpo que surgía del hielo por encima del reloj de ébano. El carillón había tocado las seis ya, y resonaba terriblemente fuerte en aquel espacio oscuro, y entonces vio que bajo la forma alta, oscilante y monstruosa del oso blanco, Manson y Hickey encontraban difícil conservar el equilibrio en aquel hielo manchado de hollín, en la helada negrura con las paredes de lona del norte ondeando y chasqueando salvajemente al viento.
Crozier vio que había una «segunda» figura blanca y grande en la sala. También estaba de pie sobre los cuartos traseros. Estaba mucho más atrás que el brillo blancuzco del pellejo de oso de Manson y Hickey, en la oscuridad. Y era mucho más grande. Y más alta.
A medida que los hombres se quedaban silenciosos y el reloj daba las últimas cuatro campanadas, algo en la habitación rugió.
The muses, still with freedom found, shall to thy happy coast repair;
blest isle! With matchless beauty crowned, and manly hearts to guard the fair!
De pronto, los hombres de la sala Ébano se apretaban hacia atrás, contra la multitud de marineros que todavía empujaban, intentando meterse.
—¿Qué es eso, en nombre del Cielo? —preguntó el doctor McDonald.
Los cuatro cirujanos, todos vestidos con trajes de arlequín, pero con las máscaras colgando bajas, resultaban reconocibles a Crozier con el resplandor violeta que venía de la curva forrada de lona entre las salas.
Un hombre en la sala de Ébano chilló, lleno de terror. Luego se oyó un segundo rugido, muy distinto de todo lo que había oído Francis Rawdon Moira Crozier. Era algo que cuadraba más en una espesa selva de alguna era primordial que en el Ártico en pleno siglo XIX. El sonido se fue haciendo tan intenso en los bajos, tan reverberante, y emergía con tanta ferocidad, que el capitán del
HMS Terror
estuvo a punto de mearse en los pantalones allí mismo, delante de todos sus hombres.
La mayor de las dos siluetas blancas en la oscuridad cargó hacia delante.
Los hombres disfrazados chillaron, intentaron echarse atrás en la oleada de los curiosos que empujaban, y luego corrieron a izquierda y derecha en la oscuridad, chocando con los casi invisibles muros de lona teñidos de negro.
Crozier, desarmado, se quedó donde estaba. Notó que la masa enorme de la criatura pasaba rozándole en la oscuridad. Lo notó con la mente..., lo sintió en su cabeza. Hubo un súbito hedor a sangre antigua y luego a carroña.
Princesas y hadas arrojaban los disfraces y las ropas de abrigo a su alrededor en la oscuridad, agarrándose a los negros muros y buscando sus cuchillos en la oscuridad, en sus cinturones.
Crozier oyó un chasquido horripilante, de carne, cuando unas enormes garras del tamaño de una bandeja dieron en el cuerpo de un hombre. Algo crujió también de forma espantosa cuando unos dientes más largos que bayonetas mordieron un cráneo o hueso. En las salas exteriores los hombres todavía seguían cantando.
Rule, Britannia! Britannia, rule the waves!
Brittons never, never, never, never, never shall be slaves!
El reloj de ébano acabó de dar las campanadas. Era medianoche. Estaban en 1848.
Los hombres usaron sus cuchillos para cortar las paredes teñidas de negro, y tiras de lona atormentada por el viento dieron al momento en las llamas de antorchas y trípodes que había fuera, en el hielo. Las llamas subieron hacia el cielo y casi de inmediato prendieron en los aparejos.
La forma blanca había salido hacia la habitación violeta. Los hombres que había allí chillaron y se desperdigaron, maldiciendo y empujando, algunos ya acuchillando las paredes en lugar de intentar hacer el largo recorrido a lo largo del laberinto de compartimentos, y Crozier empujó a los marineros a un lado, intentando seguir adelante. Ambos muros de la sala Ébano estaban ahora en llamas. Más hombres chillaban, y uno de ellos pasó junto a Crozier con su traje de arlequín y su gorro y el pelo llameando tras él como serpentinas de seda amarilla.
Cuando Crozier consiguió liberarse de la multitud de formas disfrazadas que huían, la sala Violeta ardía también y la criatura del hielo se había desplazado a la sala Blanca. El capitán oía los gritos de los hombres que corrían delante de la aparición blanca en una avalancha de brazos que se agitaban y de disfraces arrojados al aire. La red de jarcias bellamente aparejadas que unían la lona con los mástiles en el iceberg que dominaba todo el conjunto estaba ardiendo, y los dibujos de las llamas destacaban como runas de fuego garabateadas en la negra pizarra del cielo. El muro de hielo de treinta metros de alto reflejaba las llamas en sus mil facetas.
Los palos mismos, que se alzaban como costillas expuestas a lo largo de los muros ardientes de la sala Ébano, la sala Violeta y ahora también la sala Blanca, estaban también en llamas. Años de almacenamiento en aquel desierto de sequedad del Ártico habían eliminado toda humedad de la madera. Alimentaron las llamas como piezas de yesca de cuatrocientos cincuenta kilos.
Crozier abandonó toda esperanza de controlar la situación y corrió con los demás. Tenía que salir del laberinto en llamas.
La sala Blanca estaba ardiendo entera. Las llamas subían por los blancos muros, de las alfombras de lona sobre la nieve, de las mesas del banquete, envueltas en sábanas, y de los barriles, de las sillas y de la parrilla del señor Diggle. Alguien había volcado el ingenio mecánico que tocaba los discos en su huida aterrorizada, y el instrumento de roble y bronce reflejaba las llamas desde todas sus caras y curvas bellamente talladas.
Crozier vio que el capitán Fitzjames estaba de pie en la sala Blanca, la única figura no disfrazada y que no corría. Agarró al hombre inmóvil por la manga.
—¡Vamos, James! Tenemos que irnos.
El comandante del
HMS Erebus
volvió lentamente la cabeza y miró a su oficial superior como si no se conocieran. Fitzjames tenía otra vez en la cara aquella sonrisa ausente y enloquecida.
Crozier le dio una bofetada.
—¡Vamos!
Tirando y empujando al sonámbulo Fitzjames, Crozier pasó a trompicones por la sala Blanca que estaba en llamas y salió por la cuarta habitación, cuyos muros estaban más anaranjados por las llamas que por el tinte, y fue hacia la sala Verde, que también ardía. El laberinto parecía seguir y seguir eternamente. Figuras disfrazadas yacían en el hielo aquí y allá, algunos quejándose y con los trajes destrozados, un hombre desnudo y quemado, pero otros marineros se paraban ya a atenderlos y los sacaban afuera, llevándolos hacia delante. El mar de hielo que tenían bajo los pies, donde no había alfombras de lona ardiendo, estaba sembrado con jirones de trajes y ropa de abrigo abandonada. La mayor parte de aquellos harapos, o bien estaban en llamas, o a punto de arder.
—¡Salid! —repetía Crozier, tirando de un tambaleante Fitzjames, que iba tras él.
Un marinero yacía inconsciente en el hielo. Crozier vio que era el joven George Chambers, del
Erebus,
uno de los grumetes del barco, aunque ya tenía veintiún años, uno de los que tocaban el tambor en los primeros entierros en el hielo, y nadie parecía ocuparse de él. Crozier soltó a Fitzjames sólo lo justo para echarse a Chambers encima del hombro y luego agarró de nuevo la manga del otro capitán y empezó a correr justo cuando las llamas a cada lado explotaban hasta las jarcias que había arriba.
Crozier oyó un silbido monstruoso tras él.
Seguro de que la criatura había ido tras él en la confusión, quizás abriéndose paso entre el hielo impenetrable, dio la vuelta para enfrentarse a él sólo con su puño libre.
Todo el iceberg estaba humeando y chasqueando por el calor. Enormes trozos de hielo y pesados rebordes que sobresalían se rompían y caían en el suelo de hielo, siseando como serpientes mientras caían en el caldero de llamas que había sido el laberinto de lona. Aquella visión dejó a Crozier incapaz de moverse, arrobado, durante un minuto: las innumerables facetas del iceberg que reflejaban las llamas le hacían pensar en un castillo de cuento de hadas de cien pisos iluminado por una luz intensísima. Sabía en aquel instante que, por mucho que viviera, nunca vería nada parecido a aquello.