—¿Cómo es posible que se perdieran —preguntó el comandante Fitzjames—, si iban siguiendo las huellas del trineo?
—Pues no lo sé, señor —dijo Best, con la voz inexpresiva debido al cansancio y el sufrimiento—. Había niebla. Mucha, muchísima niebla. No veíamos a más de tres metros en cualquier dirección. La luz del sol hacía que todo brillase y todo parecía llano. Creo que trepamos por la misma cresta tres o cuatro veces, y cada vez nuestro sentido de la dirección quedaba distorsionado. Y afuera, en el mar helado, había grandes zonas en las cuales había desaparecido la nieve y los patines del trineo no habían dejado marcas. Pero la verdad, señores, es que creo que ambos, el teniente Gore y yo, íbamos andando dormidos, y simplemente perdimos las huellas sin darnos cuenta.
—Muy bien —dijo sir John—. Continúe.
—Bueno, pues entonces oímos los disparos... —empezó Best.
—¿Disparos? —dijo el comandante Fitzjames.
—Sí, señor. Eran de escopeta y de mosquete. En la niebla, con el sonido rebotando desde los icebergs y las crestas a nuestro alrededor, parecía que los disparos venían de todas partes a la vez, pero estaban muy cerca. Empezamos a gritar en la niebla y muy pronto oímos la voz del señor Des Voeux, que respondía a nuestros gritos, y treinta minutos después (nos costó todo ese tiempo que la niebla se levantara un poco) fuimos dando tumbos al campamento marino. Los chicos habían arreglado la tienda en las treinta y seis horas o así que nosotros habíamos pasado fuera, bueno, arreglado más o menos, claro, y estaba montada al lado del trineo.
—¿Los disparos eran para guiarles a ustedes? —preguntó Crozier.
—No, señor —dijo Best—. Estaban disparando a los osos. Y al viejo esquimal.
—Expliqúese —dijo sir John.
Charles Best se humedeció con la lengua los labios agrietados y desgarrados.
—El señor Des Voeux puede explicarlo mejor que yo, señor, pero básicamente volvieron al campamento marino el día anterior y encontraron las latas de comida todas rotas y todo desperdigado y estropeado, por los osos, al parecer, de modo que el señor Des Voeux y el doctor Goodsir decidieron disparar a algunos de los osos blancos que seguían husmeando en torno al campamento. Dispararon a una osa y a sus dos cachorros justo antes de que nosotros llegásemos, y estaban preparando la carne. Pero oyeron movimiento a su alrededor, más toses y respiraciones de ésas en la niebla, como las que yo les describía antes, señores, y entonces, supongo, los dos esquimales, el viejo y la mujer, vinieron por encima de una cresta entre la niebla, todos cubiertos de pelo blanco también, y el soldado Pilkington disparó su mosquete y Bobby Ferrier su escopeta. Ferrier falló a los dos blancos, pero Pilkington le metió al hombre una bala en el pecho.
»Cuando nosotros llegamos, estaban llevando al esquimal herido y a la mujer y parte de la carne de oso de vuelta al campamento, dejando unas rayas rojas en la nieve, y por eso nos guiamos durante los últimos cien metros o así..., y el doctor Goodsir intentó salvar la vida del viejo esquimal.
—¿Por qué? —preguntó sir John.
Best no tenía respuesta a eso. Nadie más hablaba.
—Muy bien —dijo sir John al fin—. ¿Cuánto tiempo pasó después de que se reunieran con el segundo oficial Des Voeux y los otros en ese campamento hasta que el teniente Gore fue atacado?
—No más de treinta minutos, sir John. Probablemente menos.
—¿Y qué fue lo que provocó el ataque?
—¿Provocarlo? —repitió Best. Sus ojos ya no parecían enfocados—. ¿Quiere decir, como disparar a los osos blancos?
—Quiero decir que cuáles fueron exactamente las circunstancias del ataque, marinero Best —dijo sir John.
Best se frotó la frente. Abrió la boca durante largo rato antes de hablar.
—No lo provocó nada. Yo estaba hablando con Tommy Hartnell. El estaba en la tienda con la cabeza toda vendada, pero despierto otra vez, y no recordaba nada desde algún momento en la primera tormenta eléctrica, y el señor Des Voeux estaba supervisando a Morfin y Ferrier, que intentaban que funcionasen dos de las estufas, de modo que pudiésemos calentar algo de carne de oso, y el doctor Goodsir había quitado la parka al viejo esquimal y estaba examinando un feo agujero que tenía el hombre en el pecho. La mujer estaba allí de pie mirando, pero yo no veía muy bien el sitio donde ella estaba porque la niebla se había espesado mucho, y el soldado Pilkington estaba de pie, haciendo guardia con el mosquete, cuando de repente el teniente Gore gritó: «¡Quietos todos! ¡Quietos!», y todos nos callamos y dejamos de hablar y de hacer lo que estábamos haciendo. El único sonido era el silbido de las dos estufas de alcohol y el burbujeo de la nieve que estábamos fundiendo para hacer agua en las enormes ollas, porque íbamos a hacer una especie de estofado de oso blanco, supongo, y entonces el teniente Gore cogió la pistola, la amartilló y dio unos pocos pasos alejándose de la tienda y...
Best se detuvo. Tenía los ojos completamente perdidos, la boca todavía abierta y un hilillo de baba en la barbilla. Parecía mirar algo que no estaba en el camarote de sir John.
—Continúe —dijo sir John.
La boca de Best se movió, pero ningún sonido salió de ella.
—Continúe, marinero —dijo el capitán Crozier con una voz más amable.
Best volvió la cara en dirección a Crozier, pero sus ojos seguían concentrados todavía en algo muy lejano.
—Entonces... —empezó Best—. Entonces el hielo... se elevó, capitán. Se elevó y rodeó al teniente Gore.
—¿Qué dice usted? —exclamó sir John, después de otro intervalo de silencio—. El hielo no se eleva. ¿Qué es lo que vio?
Best no volvió la cara en dirección a sir John.
—El hielo se levantó, sin más. Como cuando se ven las crestas de presión que surgen de repente. Pero no era ninguna cresta, no, sólo el hielo que se levantó y cogió una... forma. Una forma blanca. Una silueta. Recuerdo que tenía... garras. No tenía brazos ni puños, sólo garras. Muy grandes. Y dientes. Recuerdo los dientes.
—Un oso —dijo sir John—. Un oso polar blanco.
Best meneó la cabeza negativamente.
—Alta. Aquella cosa se levantó por «debajo» del teniente Gore, y era... demasiado alta. Más de dos veces la estatura del teniente Gore, y usted sabe que era un hombre alto. Al menos mediría unos tres metros de alto, o más incluso, creo, y también era muy grande. Demasiado grande. Y luego, el teniente Gore desapareció... La cosa le rodeaba... y lo único que veíamos era la cabeza del teniente y los hombros y las botas, y disparó la pistola, sin apuntar, creo que disparó al hielo, y luego todos nos pusimos a chillar, y Morfin fue a cuatro patas a buscar la escopeta, y el soldado Pilkington corría y apuntaba con el mosquete, pero tenía miedo de disparar, porque aquello y el teniente eran una sola cosa, y entonces..., entonces fue cuando oímos el ruido, los chasquidos.
—¿El oso estaba mordiendo al teniente? —preguntó el comandante Fitzjames.
Best parpadeó y miró al rubicundo comandante.
—¿Morderle? No, señor. Esa cosa no mordía. Ni siquiera tenía cabeza..., en realidad. Sólo dos huecos negros flotando a unos cuatro metros en el aire..., negros pero también rojos, ¿sabe?, como cuando un lobo se vuelve hacia uno y le da el sol en los ojos..., los chasquidos que se oían eran las costillas y el pecho del teniente Gore y los brazos y los huesos que se rompían.
—¿Chillaba el teniente Gore? —preguntó sir John.
—No, señor. No hizo ni un ruido.
—Y Morfin y Pilkington, ¿dispararon sus armas? —preguntó Crozier.
—No, señor.
—¿Por qué no?
Best sonrió extrañamente.
—Bueno, no se podía disparar contra nada, capitán. En un momentó dado la cosa estaba allí, levantándose junto al teniente Gore y aplastándolo como usted y yo aplastaríamos a un ratón en nuestra mano, y al momento siguiente, había desaparecido.
—¿Qué quiere decir con eso de que había desaparecido? —preguntó sir John—. ¿No pudieron dispararle Morfin y el soldado mientras se retiraba entre la niebla?
—¿Retirarse? —repitió Best, y su absurda e inquietante sonrisa se hizo más amplia—. Esa cosa no se retiró. Simplemente, volvió al hielo... como una sombra que desaparece cuando el sol queda tapado detrás de una nube, y cuando llegamos adonde estaba el teniente Gore, él había muerto. Con la boca abierta. Ni siquiera tuvo tiempo para gritar. Entonces se alzó la niebla. No había agujeros en el hielo. Ni grietas. Ni siquiera un agujerito pequeño para respirar, como suelen hacer las focas. Sólo el teniente Gore allí tirado, destrozado, con el pecho hundido, ambos brazos rotos, y sangrando por los oídos, los ojos y la boca. El doctor Goodsir nos apartó, pero no se podía hacer nada. Gore estaba muerto, y se estaba poniendo ya tan frío como el hielo que tenía debajo.
La sonrisa loca e irritante de Best vaciló, los labios agrietados del hombre temblaban, pero seguían apartados de sus dientes, y los ojos se pusieron más nublados que nunca.
—Acaso... —empezó sir John, pero se detuvo porque Charles Best se derrumbó al suelo como un fardo.
Goodsir
Lat. 70° 05' N — Long. 98° 23' O
Junio de 1847
El diario privado del doctor Harry D. S. Goodsir:
4 de junio de 1847
Cuando Stanley y yo desnudamos al hombre esquimal herido, recordé que llevaba un amuleto hecho con una piedra plana y suave, más pequeña que mi puño, con la forma de un Oso Polar. La piedra no parecía tallada, sino que su forma natural, como si hubiese sido suavizada por el pulgar, captaba perfectamente el largo cuello, la pequeña cabeza, las poderosas patas extendidas y el movimiento hacia delante del animal viviente. Yo había visto el Amuleto cuando inspeccionaba la herida del hombre en el hielo, pero no había pensado más en él.
La bala del mosquete del Soldado Pilkington había entrado en el Pecho del nativo menos de dos centímetros por debajo del amuleto, había perforado la carne y el músculo entre las costillas tercera y cuarta (desviada ligeramente por la más elevada de las dos), pasando a través de su Pulmón Izquierdo, y quedó alojada en la Columna, segando allí varios Nervios.
No podía salvarle de ninguna manera, sabía por un examen previo que cualquier Intento de Eliminar la bala de mosquete habría causado la muerte instantánea, y no podía detener la Hemorragia Interna del Pulmón, pero hice lo que pude, haciendo que llevasen al Esquimal a la parte de la Enfermería que el Cirujano Stanley y yo habíamos preparado para la cirugía. Durante Media Hora ayer, después de mi regreso al Buque, Stanley yo estuvimos limpiando la herida por delante y por detrás con nuestro Instrumental más Cruel y Cortando con Energía hasta que encontramos el lugar donde se encontraba la Bala en la Columna, y confirmamos nuestra prognosis de Muerte Inminente.
Pero aquel Salvaje excepcionalmente alto y de constitución fuerte y con el pelo gris no había aceptado aún nuestra Prognosis. Siguió existiendo como hombre. Siguió esforzándose por respirar a través de su pulmón desgarrado y ensangrentado, tosiendo sangre repetidamente. Siguió mirándonos con sus ojos de un color extraño para ser esquimal, unos ojos que acechaban todos Nuestros Movimientos.
El doctor McDonald vino del
Terror
y, siguiendo la sugerencia de Stanley, tomó al segundo esquimal (la chica) y la llevó al hueco trasero de la Enfermería, separado de nosotros por una manta que servía de cortina, para Examinarla. Creo que el Cirujano Stanley estaba menos interesado en examinar a la chica que en sacarla de la enfermería mientras hurgábamos en las heridas de su marido o padre..., aunque ni el Sujeto ni la Chica parecían preocupados por la Sangre o la Herida que habría hecho que cualquier Dama Londinense y no pocos aprendices de cirujanos se desmayasen de golpe.
Y hablando de desmayarse, Stanley y yo acabábamos de examinar al Esquimal moribundo cuando el Capitán Sir John Franklin se acercó a nosotros con dos tripulantes que llevaban a Charles Best, que, según nos informaron, se había desvanecido en el camarote de Sir John. Hicimos que los hombres pusieran a Best en el coy más cercano y sólo me costó un minuto de Somero Examen comprobar las razones por las cuales aquel hombre se había desmayado: era debido al mismo Agotamiento extremo que sufríamos todos los miembros de la partida del Teniente Gore, después de diez días de Esfuerzos Constantes, hambre (prácticamente no nos quedaba nada que comer, excepto Carne de Oso cruda para nuestros dos últimos días y noches en el hielo), y el resecamiento de toda la humedad de nuestro cuerpo (no podíamos permitirnos perder tiempo para detenernos a fundir nieve en las estufas de alcohol, de modo que recurrimos a la Mala Idea de masticar nieve y hielo, un proceso que reduce rápidamente el agua del cuerpo, en lugar de añadir más) y, un motivo mucho más Obvio para mí, pero extrañamente Oscuro para los oficiales que le estaban Interrogando: el pobre Best tuvo que permanecer de pie ante los capitanes llevando todavía siete Capas de Lana, habiéndole dado tiempo solamente para quitarse su ensangrentado Gabán. Después de diez días y noches en el hielo, a una temperatura media de cerca de veinte bajo cero, el calor del
Erebus
era casi demasiado para mí, y yo me había quitado, al llegar a la Enfermería, todas las capas de ropa excepto dos. Estaba claro que había sido demasiado para Best.
Después de asegurarme de que Best se recuperaría, pues una dosis de Sales de Olor le habían hecho volver ya en sí, sir John examinó con visible disgusto a nuestro paciente Esquimal, ahora echado sobre el pecho ensangrentado y el vientre, ya que Stanley y yo habíamos estado hurgando en su espalda en busca de la bala, y nuestro comandante dijo:
—¿Va a vivir?
—No por mucho tiempo, sir John —informó Stephen Samuel Stanley.
Me dio vergüenza ajena hablar así frente al paciente. Los médicos normalmente nos comunicamos unos a otros las prognosis más funestas en un latín de tono neutro en presencia de nuestros pacientes moribundos, pero me di cuenta de inmediato de que era muy improbable que el esquimal entendiese el inglés.
—Denle la vuelta de espaldas —ordenó sir John.
Lo hicimos con gran cuidado, y aunque el dolor que sentía el nativo de pelo canoso debía de ser terrible, ya que había permanecido consciente durante todo nuestro examen y continuaba igual ahora, no emitió ningún sonido. Su mirada estaba fija en el rostro del Líder de nuestra expedición.
Sir John se inclinó sobre él y, elevando la Voz y hablando lentamente, como si hablase con un Niño Sordo o un Idiota, gritó: