Los hombres sonreían, aunque subrepticiamente iban dando con las botas en cubierta para evitar perder los dedos de los pies.
—He ordenado al señor Diggle, del
Terror,
y al señor Wall, de aquí, del
Erebus,
que nos preparen una comida especial de fiesta como anticipación de nuestro triunfo sobre esta adversidad temporal, y la certeza segura del éxito de nuestra misión de exploración —exclamó sir John desde su lugar en la bitácora engalanada con banderas—. En ambos buques he permitido raciones extra de ron para hoy.
Los del
Erebus
sólo podían quedarse mirando con la boca abierta unos a otros. ¿Sir John Franklin permitía que se sirviera grog el domingo... y raciones extra, además?
—Unios a mí en esta plegaria, hombres —dijo sir John—. Oh, Dios Señor nuestro, vuelve tu rostro en nuestra dirección de nuevo, oh, Señor, y sé misericordioso con tus siervos. Otórganos tu misericordia, y que sea pronto: así nos alegraremos y nos regocijaremos todos los días de nuestra vida.
»Consuélanos de nuevo después de este tiempo en el que nos has probado, y por los años en los que hemos sufrido adversidades.
»Muestra a tus siervos tu obra, y a tus hijos la gloria.
»Y que la gloriosa majestad de Dios nuestro Señor sea con nosotros, que prospere la obra de tus manos sobre nosotros, y que prospere también la obra de nuestras manos.
»Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
»Como era en un principio, y es ahora, y será siempre, por toda la eternidad. Amén.
—Amén —respondieron ciento quince voces.
Durante cuatro días y cuatro noches después del sermón de sir John, a pesar de una tormenta de nieve de junio que soplaba del noroeste y convertía en pobre la visibilidad y la vida en un infierno, el mar helado hizo eco día y noche con los disparos de escopeta y las descargas de los fusiles. Todos los hombres que podían encontrar algún motivo para estar en el hielo (una partida de caza, la partida del agujero para el fuego, mensajeros que pasaban entre los buques, carpinteros que probaban sus nuevos trineos, marineros que pedían permiso para pasear a
Neptuno,
el perro) se llevaban un arma y disparaban a todo lo que se movía o daba la impresión de ser capaz de algún movimiento, entre la nieve arrastrada por el viento y la niebla. No murió ningún hombre, pero tres tuvieron que presentarse ante el doctor McDonald o el doctor Goodsir para que les extrajeran postas de escopeta de los muslos, las pantorrillas o las nalgas.
El miércoles, una partida de caza que no había conseguido encontrar focas trajo, atado entre dos trineos unidos, el cadáver de un oso blanco y a un cachorro de oso blanco vivo del tamaño de una ternera pequeña.
Hubo algo de revuelo para que se pagara la recompensa de diez soberanos de oro a cada hombre, pero hasta los hombres que habían matado al oso a kilómetro y medio al norte del buque (había costado más de doce disparos de dos mosquetes y tres escopetas abatir al animal) tuvieron que admitir que era demasiado pequeño, menos de dos metros y medio de largo cuando se estiró en el hielo ensangrentado, y estaba demasiado flaco, y además era una hembra. Habían matado a la hembra pero dejaron vivo al cachorro lloriqueante, y lo arrastraron detrás del trineo con ellos.
Sir John fue a inspeccionar al animal muerto, alabó a los hombres por encontrar carne (aunque todo el mundo odiaba la carne de oso hervida y aquel animal tan huesudo parecía más fibroso y duro que la mayoría), pero señaló que no era el monstruo del
Leviatán
que había asesinado al teniente Gore. Todos los testigos de la muerte del teniente estaban seguros, explicó sir John, de que cuando murió, el valiente oficial disparó su pistola al pecho de la bestia. Aquella hembra de oso estaba llena de balazos, pero no tenía ninguna herida de pistola en el pecho, ni se le encontró bala alguna de pistola. Así, dijo sir John, era como se podía identificar al auténtico oso blanco.
Algunos de los hombres querían guardar al cachorro como mascota, porque el animal ya estaba destetado y podía comer buey descongelado, y en cambio otros querían matarlo allí mismo, en el hielo. Siguiendo el consejo del sargento de Marina Bryant, sir John ordenó que mantuviesen vivo al animal, unido por un collar y una cadena a una estaca en el hielo. Fue el miércoles por la tarde, el 9 de junio, cuando los sargentos Bryant y Tozer, junto con el oficial Edward Couch y el viejo John Murray, el único velero que quedaba en el viaje, pidieron hablar con sir John en su camarote.
—Estamos llevando mal este asunto, sir John —dijo el sargento Bryant, portavoz del grupito—. La caza del animal, queremos decir.
—¿Y cómo es eso? —preguntó sir John.
Bryant hizo un gesto como refiriéndose a la osa muerta que estaba siendo descuartizada en el hielo ensangrentado.
—Nuestros hombres no son cazadores, sir John. No hay ningún buen cazador a bordo de ninguno de los dos barcos. Aquellos de nosotros que cazábamos en tierra lo que cogíamos eran pájaros, no caza mayor. Ah, sí, podríamos abatir un ciervo o un caribú ártico, si viéramos alguno por aquí, pero ese oso blanco es un enemigo formidable, sir John. Los que hemos matado en el pasado ha sido más bien por suerte que por habilidad. Su cráneo es tan duro que puede parar una bala de mosquete. Su cuerpo tiene tanta grasa y músculos que podría ir con una armadura, como si fuera un caballero antiguo. Es un animal muy poderoso, hasta los ejemplares más pequeños. Bueno, ya los ha visto, sir John..., ni siquiera un disparo de escopeta en el vientre o de rifle en los pulmones los abate. Sus corazones parecen difíciles de encontrar. Esa hembra escuálida necesitó una docena de disparos de escopeta y mosquete, todos a poca distancia, y aun así, se habría escapado de no haberse quedado por allí para proteger a su cachorro.
—¿Y qué está sugiriendo, sargento?
—Un aguardo, sir John.
—¿Un aguardo?
—Como si estuviéramos cazando patos, sir John —dijo el sargento Tozer, un marine con una marca de nacimiento morada que le atravesaba el pálido rostro—. El señor Murray tiene una idea de cómo hacerlo.
Sir John se volvió hacia el viejo velero del
Erebus.
—Podemos usar unas varillas de hierro que nos sobran, piezas de recambio para ejes, sir John, y doblarlos para dar forma a los soportes que necesitamos —dijo Murray—. Así conseguiremos un marco ligero para el aguardo o acecho, que sería como una tienda de campaña.
»Sólo que no tendría forma de pirámide, como nuestras tiendas —continuó John Murray—, sino larga y baja, con un toldo largo que colgase, casi como una caseta de feria de lona, milord.
Sir John sonrió.
—¿Y nuestro oso no se daría cuenta de que hay una caseta de feria de lona ahí en medio, en el hielo, caballeros?
—No, señor —dijo el velero—. Si hago que corten la lona, la cosan y la pinten de blanco nieve antes de que caiga la noche..., o esa medio oscuridad que llamamos noche aquí. Colocaremos el aguardo pegado a una cresta de presión baja, para que se confunda con ella. Sólo sería visible una rendija muy pequeña para disparar. El señor Weekes usará la madera del catafalco del servicio funerario para hacer unos bancos dentro y que los tiradores puedan estar calientes y protegidos del hielo.
—¿Y cuántos tiradores considera que pueden entrar en ese... aguardo para osos? —preguntó sir John.
—Seis, señor —respondió el sargento Bryant—. Sólo una buena andanada de fuego puede abatir a ese animal, señor. Igual que abatió a los subalternos de Napoleón, a miles, en Waterloo.
—Pero ¿y si el oso tiene un mejor sentido del olfato que Napoleón en Waterloo? —preguntó sir John.
Los hombres soltaron una risita, pero el sargento Tozer dijo:
—Hemos pensado también en eso, sir John. Estos días el viento viene sobre todo del nornoroeste. Si construimos el aguardo pegado a la cresta de presión que hay cerca de donde fue abatido el pobre teniente Gore, señor, bueno, pues tendremos una bonita extensión de hielo abierto hacia el noroeste como zona de tiro. Casi cien metros de espacio abierto. Existen muchas oportunidades de que el animal baje por las crestas más grandes contra el viento, sir John. Y cuando llegue adonde queremos, las ráfagas rápidas de balas Minié le darán en el corazón y los pulmones, señor.
Sir John pensó en todo aquello.
—Pero tendremos que retirar a todos los hombres, señor —dijo Edward Couch, el oficial—. Si los hombres andan por el hielo armando escándalo y los vigías disparan las escopetas a cada serac y a cada ráfaga de viento, ningún oso que se respete se acercará a ocho kilómetros del buque, señor.
Sir John asintió.
—¿Y cómo vamos a atraer a nuestro oso a esa zona de disparo, caballeros? ¿Han pensado cuál puede ser el señuelo?
—Sí, señor —dijo el sargento Bryant, sonriendo—. Es la carne fresca lo que atrae a esos asesinos.
—Pero no tenemos carne fresca —dijo sir John—. Ni un filete de foca.
—No, señor —admitió el curtido sargento de marines—. Pero tenemos al osito. Una vez hayamos construido el aguardo y lo hayamos colocado en su sitio, matamos al bicho, sin ahorrar nada de sangre, señor, y dejamos la carne allá afuera en el hielo a menos de veinticinco metros de nuestra posición de disparo.
—¿Así que creen que nuestro animal es caníbal? —dijo sir John.
—Ah, sí, señor —dijo el sargento Tozer, con el rostro sonrojado bajo la marca de nacimiento morada—. Creemos que ese animal se comerá cualquier cosa que sangre o huele a carne. Y cuando lo haga, le dispararemos a discreción, señor, y entonces habrá diez soberanos por hombre..., y luego el invierno y luego el triunfo y luego a casa.
Sir John asintió, pensativo.
—Háganlo —dijo.
El viernes por la tarde, 11 de junio, sir John salió con el teniente Le Vesconte a inspeccionar el aguardo para el oso.
Los dos oficiales tuvieron que admitir que hasta a nueve metros de distancia el aguardo era completamente invisible, ya que su techo y su parte posterior estaban construidos tocando la cresta de nieve y hielo donde sir John había pronunciado el panegírico. Las velas blancas se mimetizaban casi a la perfección, y la rendija de fuego tenía unos jirones de lona colgando a intervalos irregulares para romper la línea horizontal. El velero y el armero habían unido la lona con tanta maestría a las varillas y costillas de hierro que aun en el viento que ahora arreciaba, cargado de nieve, por encima del hielo abierto, no aleteaba la lona ni lo más mínimo.
Le Vesconte precedió a sir John y bajaron por el camino helado detrás de la cresta de presión, fuera de la vista de la zona de disparo, y luego por encima del bajo muro de hielo, y pasaron a través de una rendija que había en la parte baja de la tienda. El sargento Bryant estaba allí con los marines del
Erebus,
el cabo Pearson y los soldados Healey, Reed, Hopcraft y Pilkington, y los hombres empezaron a levantarse cuando entró el comandante de su expedición.
—Ah, no, no, caballeros, sigan sentados —susurró sir John.
Se habían colocado unas tablas de madera aromática en unos elevados estribos de hierro curvados hacia las barras de soporte de hierro, a cada lado de la tienda larga y estrecha, permitiendo a los marines sentarse a una altura de tiro, cuando no estuvieran de pie ante la estrecha ranura de disparo. Otra capa de tablas mantenía sus pies separados del hielo. Tenían los mosquetes listos, delante de ellos. El espacio atestado olía a madera fresca, a lana húmeda y a aceite de escopeta.
—¿Cuánto tiempo llevan esperando? —susurró sir John.
—No llevamos aún ni cinco horas, sir John —susurró a su vez el sargento Bryant.
—Deben de tener frío.
—No, ni pizca, señor —dijo Bryant, en voz baja—. El aguardo es lo bastante grande para poder movernos de vez en cuando, y las tablas evitan que se nos congelen los pies. Los marines del
Terror,
a las órdenes del sargento Tozer, nos relevarán a las dos campanadas.
—¿Han visto algo? —susurró el teniente Le Vesconte.
—No, todavía no, señor —respondió Bryant.
El sargento y los dos oficiales se inclinaron hacia delante hasta que sus rostros se asomaron al frío aire de la ranura de disparo.
Sir John veía el cadáver del cachorro de oso, sus músculos de un rojo chillón en contraste con el hielo. Habían despellejado todo excepto la cabeza pequeña y blanca, lo habían desangrado, habían recogido la sangre en cubos y la habían desparramado toda en torno al cuerpo. El viento soplaba y arrojaba nieve por la amplia llanura helada, y la sangre roja ante el blanco, gris y azul pálido resultaba desconcertante.
—Todavía tenemos que ver si nuestro enemigo es caníbal o no —susurró sir John.
—Sí, señor —dijo el sargento Bryant—. ¿Quiere unirse a nosotros en el banco, señor? Hay sitio suficiente.
No había sitio suficiente, sobre todo si el amplio corpachón de sir John se unía a los traseros robustos que ya se alineaban sobre la tabla. Pero si el teniente Le Vesconte se quedaba de pie y todos los demás marines se apretujaban al máximo, era posible que los siete hombres se apiñaran encima de la madera. Sir John se dio cuenta de que podía ver bastante bien hacia fuera, hacia el hielo, desde aquella posición privilegiada.
En aquel momento, el capitán sir John Franklin era tan feliz como nunca había sido en compañía de otros hombres. A sir John le había costado años darse cuenta de que estaba mucho más cómodo en presencia de las mujeres, incluso de mujeres de temperamento artístico y nervioso como su primera esposa, Eleanor, o indómitas y fuertes como su actual esposa, Jane, que en compañía de hombres. Pero desde el oficio religioso del domingo anterior había recibido más sonrisas, saludos y miradas de sincera aprobación de sus oficiales y marineros que en cualquier otro momento de sus cuarenta años de carrera.
Cierto es que la promesa de diez soberanos de oro por hombre, para no mencionar el doblar la paga por adelantado, equivalente a cinco meses de salario regular para un marinero, la había hecho llevado por un inusual brote de buenos sentimientos e improvisación. Pero sir John tenía sobrados recursos financieros, y aunque éstos hubieran sufrido durante los tres años que llevaba fuera, estaba bastante seguro de que la fortuna privada de lady Jane se encontraría disponible para cubrir esas nuevas deudas de honor.
En conjunto, razonaba sir John, las ofertas financieras y su sorprendente concesión de raciones de grog a bordo de su abstemio buque habían sido golpes de genio. Como todos los demás, sir John se había visto muy abatido por la súbita muerte de Graham Gore, uno de los oficiales jóvenes más prometedores de la flota. La mala noticia de que no había ningún camino abierto en el hielo y la terrible certeza de pasar otro sombrío invierno allí había pesado muchísimo sobre todos ellos, pero con la promesa de los diez soberanos de oro por hombre y un solo día de fiesta a bordo de los dos buques había remontado aquel problema, al menos por el momento.