La botella de whisky estaba casi vacía.
Crozier decidió allí y en aquel preciso momento que tendrían que reanudar los viajes en trineos para llevar provisiones a la Tierra del Rey Guillermo aquel invierno, a través de la oscuridad, las tormentas y con la amenaza de la «cosa» en el hielo, siempre presente. No había elección. Si iban a abandonar los barcos en los meses que se avecinaban (y el
Erebus
ya estaba mostrando señales de inminente desmoronamiento en el hielo), no sería simplemente para establecer un campamento allí en el hielo, junto al lugar donde los barcos iban a quedar destruidos. Normalmente sería lo más sensato (más de una desafortunada expedición polar había establecido un campamento en el hielo dejando que la corriente de la bahía de Baffin los llevase a cientos de kilómetros al sur, a mar abierto), pero aquel hielo no iba a ninguna parte, y un campamento allí, en el hielo, sería mucho menos defendible de la criatura que un campamento en la grava helada de la costa, península o isla, cuarenta kilómetros más allá, en la oscuridad. Y ya habían ocultado más de cinco toneladas de material allí. El resto tendría que seguir antes de que volviese el sol.
Crozier bebió un poco de whisky y decidió que él conduciría la siguiente expedición en trineo. La comida caliente era el mayor aliciente moral que podían tener aquellos hombres helados, sin posibilidad de rescate a la vista o de raciones extra de ron, de modo que los siguientes viajes en trineo consistirían en despojar a los cuatro botes balleneros, unas embarcaciones serias aparejadas para una navegación seria, si los barcos auténticos debían ser abandonados en el mar, de sus estufas. La estufa patentada Frazer del
Terror
y su gemela del
Erebus
eran demasiado pesadas y enormes para trasladarlas a la costa, y el señor Diggle la usaría para cocinar sus bizcochos hasta el mismo minuto en que Crozier diese la orden de abandonar el barco, de modo que era mejor usar las estufas de los botes. Las cuatro estufas eran de hierro y pesarían como las mismísimas pezuñas de Satanás, especialmente si los trineos llevaban más material, comida y ropas al escondite, pero estarían a salvo en la costa y podrían encenderse con rapidez, aunque habría que llevar también el carbón por el helado infierno de las cuarenta kilómetros de mar helado y crestas de presión. No había madera alguna en la Tierra del Rey Guillermo, ni en centenares de kilómetros al sur de allí. Las estufas irían en el siguiente viaje, decidió Crozier, y él las llevaría. Irían con los trineos por entre la oscuridad absoluta y el frío más increíble, y que el diablo los persiguiera, si quería.
Crozier y Sophia Cracroft salieron a la mañana siguiente, en abril de 1843, a ver el estanque del Ornitorrinco.
Crozier esperaba que cogieran una calesa, como hacían durante las estancias en Hobart Town, pero Sophia tenía dos caballos ensillados para los dos, y una mula cargada con cosas para el picnic. Ella cabalgaba como un hombre. Crozier se dio cuenta de que la «falda» oscura que parecía llevar, en realidad, era un pantalón de gaucho. La blusa blanca de loneta que llevaba era, de algún modo, al mismo tiempo femenina y tosca. Llevaba también un sombrero de ala ancha para que no le diera el sol en la piel. Sus botas eran altas, brillantes y suaves, y debían de costar más o menos un año del salario de capitán de Francis Crozier.
Cabalgaron hacia el norte, alejándose de la Casa del Gobierno y de la capital, y siguieron un sendero estrecho entre los campos de las plantaciones, pasaron junto a los corrales de la colonia penitenciaria y luego por un trozo de selva tropical, y luego volvieron a salir a campo abierto de nuevo.
—Pensaba que sólo había ornitorrincos en Australia —dijo Crozier. Le estaba costando un poco encontrar una postura cómoda en la silla. Nunca había tenido demasiadas oportunidades ni razones para montar. Era muy embarazoso cuando su voz vibraba, mientras él se sacudía y daba saltos. Sophia parecía completamente a gusto en la silla; ella y su caballo se movían a la vez.
—Ah, no, querido —dijo Sophia—. Esos seres extraños sólo se encuentran en ciertas zonas costeras del continente, al norte, pero los hay en toda la Tierra de Van Diemen. Pero son muy tímidos. Ya no se ve ninguno en torno a Hobart Town.
Las mejillas de Crozier se calentaron mucho al oír lo de «querido».
—¿Son peligrosos? —preguntó.
Sophia se rio con ganas.
—En realidad, los machos sí que son peligrosos en la estación de apareamiento. Tienen un espolón oculto y venenoso en los miembros posteriores, y durante la época de cría se vuelve más venenoso aún.
—¿Lo suficiente para matar a un hombre? —preguntó Crozier. Lo había preguntado en broma, lo de que aquellas criaturas tan cómicas que sólo había visto en las ilustraciones pudieran ser peligrosas.
—Un hombre pequeño —dijo Sophia—. Pero los supervivientes del espolón del ornitorrinco dicen que el dolor es tan terrible que habrían preferido la muerte.
Crozier miró a su derecha, a la joven. A veces le resultaba muy difícil saber cuándo Sophia hablaba en broma y cuándo en serio. En este caso le pareció que estaba diciendo la verdad.
—¿Y ahora es la estación de cría? —preguntó.
Ella volvió a sonreír.
—No, mi querido Francis. Es entre agosto y octubre. Estaremos a salvo. A menos que encontremos un demonio.
—¿El demonio?
—No, querido. «Un» demonio. Lo que quizás hayas oído describir como demonio de Tasmania.
—Sí, he oído hablar de esos animales —dijo Crozier—. Se cree que son criaturas terribles con mandíbulas que se abren tanto como la escotilla de la bodega de un barco. Y se dice que son feroces, cazadores insaciables, capaces de tragarse y devorar un caballo o un tigre de Tasmania enterito.
Sophia asintió, con la cara seria.
—Todo es cierto. El demonio es todo pelo, y pecho, apetito y furia. Y no sé si ha oído el ruido que producen... No se puede llamar, en realidad, ni ladrido, ni gruñido ni rugido, sino más bien los balbuceos y chillidos que se podrían esperar de un manicomio ardiendo... Bueno, le garantizo que ni siquiera un explorador tan valeroso como usted, Francis Crozier, se adentraría en el bosque o en los campos de por aquí solo por la noche.
—¿Los ha oído? —preguntó Crozier, escrutando de nuevo el rostro serio de ella para ver si le estaba tomando el pelo.
—Ah, sí. Es un ruido indescriptible, absolutamente terrorífico. Hace que su presa se quede helada justo el tiempo suficiente para que el demonio abra esas mandíbulas increíblemente anchas y se trague a su víctima entera. El único ruido igual de espantoso que se puede oír son los chillidos de su presa. He oído a un rebaño entero de ovejas balando y chillando mientras un solo demonio las devoraba a todas, una a una, y dejaba apenas una pezuña.
—Está de broma —dijo Crozier, todavía mirándola fijamente, para ver si era verdad.
—Nunca bromeo con el demonio, Francis —dijo ella. Cabalgaban por otra extensión de oscura selva.
—¿Y esos demonios comen ornitorrincos? —preguntó Crozier. La pregunta iba en serio, pero se alegró mucho de que ni James Ross ni ninguno de los hombres de su tripulación estuvieran cerca para oírle plantearla, porque parecía absurda.
—Un demonio de Tasmania se come «cualquier cosa» —dijo Sophia—. Pero una vez más tenemos suerte, Francis. El demonio sólo caza de noche, y a menos que nos perdamos de una manera terrible, veremos el estanque del Ornitorrinco, y al ornitorrinco mismo, y tomaremos el almuerzo y volveremos a la Casa del Gobierno antes de que caiga la noche. Que Dios nos ayude si nos quedamos ahí fuera en la selva cuando llegue la oscuridad.
—¿Por el demonio? —preguntó Crozier. Quería que la pregunta resultase ligera e insinuante, pero hasta él mismo notó la corriente subterránea de tensión en su tono.
Sophia tiró de las riendas de su yegua y la hizo parar, y le sonrió con una sonrisa auténtica, deslumbrante, total. Crozier consiguió, aunque sin gracia, que su caballo castrado se detuviera también.
—No, querido —dijo la joven, con un susurro entrecortado—. No por el demonio. Por mi «reputación».
Antes de que a Crozier se le ocurriera algo que decir, Sophia se echó a reír, espoleó a su caballo y salió al galope hacia el camino.
No quedaba el whisky suficiente en la botella para dos últimos vasos. Crozier apuró la mayor parte, levantó el vaso entre sus ojos y la parpadeante linterna de aceite colocada en la pared de separación interior y vio bailar la luz a través del líquido ambarino. Bebió lentamente.
No llegaron a ver el ornitorrinco. Sophia le aseguró que el ornitorrinco aparecía casi siempre en aquel estanque, un diminuto círculo de agua de menos de cincuenta metros de diámetro, a medio kilómetro del camino, en una selva espesa, y que las entradas a su madriguera estaban detrás de las raíces retorcidas de algún árbol que corrían hacia la orilla, pero en realidad él no vio el ornitorrinco.
Sin embargo, sí que vio desnuda a Sophia Cracroft.
Tomaron un almuerzo muy agradable en el extremo más sombreado del estanque del Ornitorrinco, con un carísimo mantel de algodón extendido en la hierba y colocada encima la cesta de picnic, los vasos, los recipientes con comida y ellos mismos. Sophia había ordenado a los sirvientes que prepararan algunos paquetes de rosbif envueltos en tela impermeable y que contenían un artículo que era el más caro de todos los que se encontraban allí, y el más barato en el lugar de donde venía Crozier: hielo, para evitar que se estropease durante la cabalgata matutina. Había también patatas a la parrilla y unos cuencos pequeños de sabrosa ensalada. Ella también había puesto una buena botella de borgoña en la cesta, junto con unas copas de auténtico cristal de la colección de sir John, con su escudo grabado al ácido, y bebió casi más vino que el propio capitán.
Después de la comida se echaron a poca distancia el uno del otro y hablaron de esto y de aquello durante una hora, mirando todo el rato hacia la oscura superficie del estanque.
—¿Estamos esperando al ornitorrinco, señorita Cracroft? —preguntó Crozier, durante un breve intervalo en su discusión sobre los peligros y las bellezas del viaje ártico.
—No, creo que tendría que haber aparecido ya, si hubiese querido que lo viéramos —dijo Sophia—. Estamos esperando un rato antes de ir a bañarnos.
Crozier la miró, sorprendido. Ciertamente, no había llevado traje de baño. No tenía ningún traje de baño. Pensó que era otra de sus bromas, pero ella siempre hablaba con tanta seriedad que nunca estaba seguro al cien por cien. Eso hacía que su picaro sentido del humor le resultase aún más excitante.
Ampliando su estimulante broma un poco más, ella se puso de pie, se quitó unas hojas muertas adheridas a los pantalones de gaucho y miró a su alrededor.
—Creo que me desnudaré detrás de esos arbustos de ahí y me meteré en el agua desde ese repecho de hierba. Puede venir también a nadar conmigo, por supuesto, Francis, o no, según su sentido personal del decoro.
El sonrió para demostrarle que era un caballero sofisticado, pero su sonrisa era insegura.
Ella se dirigió hacia los espesos arbustos sin volver la vista. Crozier se quedó en el mantel, medio reclinado y con una mirada divertida en su rostro cuidadosamente afeitado, pero cuando vio la blusa clara de ella alzada repentinamente por unos brazos pálidos, y colocada encima de la parte superior del arbusto, su expresión se quedó helada. Pero su polla no. Debajo de los pantalones de pana que llevaba, y del chaleco, demasiado corto, las partes privadas de Crozier pasaron del «descansen» al «presenten armas» en menos de dos segundos.
Los oscuros pantalones de gaucho de Sophia y otras cosas blancas y con volantes de las que no sabía el nombre se unieron a la blusa, encima del grueso arbusto, unos segundos después.
Crozier no podía hacer otra cosa que mirar. Su sonrisa podía ser el rictus de un hombre muerto. Estaba seguro de que los ojos se le salían de las órbitas, pero no podía volver la cabeza ni apartar la vista.
Sophia Cracroft salió a la luz del sol.
Estaba completamente desnuda. Los brazos colgaban a los lados, tranquilamente; sus manos estaban ligeramente flexionadas. No tenía los pechos grandes, pero sí muy erguidos y blancos, coronados por unos pezones grandes de color rosa y no marrón, como era el caso de todas las demás mujeres, las putas del puerto, las prostitutas desdentadas, las chicas nativas, a las que Crozier había visto desnudas hasta aquel momento.
¿Habría visto a alguna mujer desnuda de verdad, hasta aquel momento? ¿A una mujer blanca? En aquel instante pensaba que no. Y si lo había hecho, supo que en realidad no importaba lo más mínimo.
La luz del sol se reflejaba en la joven piel de Sophia, cegadoramente blanca. Ella no se cubría. Todavía congelado en su lánguida postura y su expresión ausente, sólo su pene reaccionaba poniéndose todavía más erecto y doloroso, y Crozier se dio cuenta de que se sentía asombrado de que aquella diosa que tenía en la mente, aquel modelo de feminidad inglesa, la mujer a la que mental y emocionalmente había elegido como esposa y madre de sus hijos, tuviera un vello púbico espeso y lujurioso que parecía decidido, aquí y allá, a saltar fuera de la adecuada V negra de un triángulo invertido. «Rebelde» era la única palabra que venía a su mente, vacía por lo demás. Ella se había soltado el largo pelo y lo había dejado caer sobre sus hombros.
—¿No viene, Francis? —le llamó suavemente desde donde estaba de pie, en el repecho de hierba. Su tono era tan neutro como si le estuviese preguntando si no quería un poco más de té—. ¿O se va a quedar mirando sin más?
Sin una palabra más, ella se sumergió en el agua en un arco perfecto, con las manos pálidas y los brazos blancos hendiendo la superficie como de espejo un instante antes que el resto de su cuerpo.
Por aquel entonces, Crozier había abierto la boca para hablar, pero el habla articulada era obviamente una imposibilidad. Al cabo de un momento cerró la boca.
Sophia nadaba con facilidad hacia delante y hacia atrás. Él veía sus blancas nalgas elevándose por detrás de su espalda blanca y fuerte, a lo largo de la cual su cabello mojado yacía separado como tres pinceladas de la más negra de las tintas indias.
Ella levantó la cabeza, chapoteando con facilidad mientras se detenía en el extremo más alejado del estanque, junto al árbol grande que había señalado a su llegada.
—La madriguera del ornitorrinco está detrás de esas raíces —dijo—. No creo que quiera salir a jugar hoy. Es tímido. No sea tímido, Francis. Por favor.