Viendo el cuerpo del joven Tommy Evans serrado por la cintura, las piernas con pantalones sobresaliendo en forma de Y, casi cómicas, las botas todavía firmemente abrochadas en los pies muertos, Crozier había recordado el día en que le llamaron al destrozado aguardo del oso, a medio kilómetro del
Erebus.
En menos de veinticuatro horas, pensó, se cumplirían cinco meses de aquella debacle del 11 de junio. Al principio, Crozier y los demás oficiales que llegaron corriendo no entendían todo aquel caos. La estructura misma de la tienda había quedado reducida a jirones, y las barras de hierro de su marco estaban dobladas y destrozadas. El asiento de tablas estaba reducido a astillas, y entre todas aquellas astillas yacía el cuerpo sin cabeza del sargento de marines Bryant, el oficial de mayor graduación de la expedición. Su cabeza (aún no recuperada cuando llegó Crozier) la habían arrojado a casi treinta metros por encima del hielo, hasta que se detuvo junto al cadáver de un osezno despellejado.
El teniente Le Vesconte tenía un brazo roto, no por el monstruo, al parecer, sino por haberse caído en el hielo, y el soldado William Pilkington había recibido una bala que le atravesaba el hombro izquierdo, disparada por el marine que tenía al lado, el soldado Robert Hopcraft. Este soldado tenía ocho costillas rotas, una clavícula destrozada y el brazo izquierdo dislocado, por lo que él mismo más tarde describió como un golpe de refilón de la enorme zarpa del monstruo. Healey y Reed habían sobrevivido sin recibir heridas graves, pero con la ignominia de haber huido del tumulto llenos de pánico, dando tumbos, chillando y corriendo a cuatro patas por el hielo. Reed se había roto tres dedos en la huida.
Pero fueron las piernas con sus pantalones y con las botas abrochadas y los pies de sir John Franklin, intactas por debajo de la rodilla, pero separadas, una tirada en el refugio, otra caída en algún lugar junto al agujero en el hielo en el cráter de enterramiento, lo que atrajo la atención de Francis Crozier.
¿Qué tipo de inteligencia malévola, se preguntaba mientras bebía whisky en su vasito, le corta las piernas a un hombre por las rodillas y luego se lleva a su presa, todavía viva, hasta un agujero en el hielo, y la deja caer, y la sigue un momento después? Crozier había intentado no imaginar lo que pudo ocurrir después debajo del hielo, aunque algunas noches, después de algunos tragos y mientras intentaba dormir, podía ver aquel horror. También pensó con certeza que el servicio funerario del teniente Graham Gore, una semana antes, no había sido más que un elaborado banquete ofrecido inconscientemente a una criatura que ya esperaba y observaba desde debajo del hielo.
Crozier no se había sentido completamente destrozado por la muerte del teniente Graham Gore. Gore era precisamente ese tipo de oficial de la Marina Real, héroe de guerra, de buena familia, bien educado, anglicano, colegio de pago, que accede de forma natural al mando, está a gusto con superiores e inferiores, es modesto en todo aunque está destinado a grandes cosas, británico bien educado amable hasta con los irlandeses, señoritingo imbécil y chulo de clase alta a quien Francis Crozier había visto promover y pasarle por delante durante más de cuarenta años.
Tomó otro trago.
¿Qué tipo de malévola inteligencia mata pero no se come toda su presa en un invierno en el que no hay caza, como éste, sino que devuelve la mitad superior del cadáver del marinero de primera William Strong y la parte inferior del cadáver del joven Tom Evans? Evans fue uno de los chicos que tocó los tambores enfundados en la procesión funeraria de Gore, cinco meses antes. ¿Qué tipo de criatura arranca a ese muchacho de al lado de Crozier en la oscuridad pero deja al capitán intacto a unos tres metros de distancia... y luego devuelve la mitad del cadáver?
Los hombres lo sabían. Crozier sabía lo que ellos sabían. Ellos sabían que era el diablo lo que estaba ahí fuera en el hielo, y no un oso polar especialmente grande.
El capitán Francis Crozier no estaba en desacuerdo con la afirmación de los hombres, a pesar de su absurda chachara antes, aquella misma noche, tomando brandy con el capitán Fitzjames, pero sabía algo que los hombres no sabían, y era que el diablo que intentaba matarlos a todos en aquel Reino Diabólico no era sólo la cosa blanca y peluda que los asesinaba y se los comía a uno a uno, sino «todo» lo que los rodeaba: el frío que no cejaba, el hielo tenso, las tormentas eléctricas, la extraña ausencia de focas y ballenas y aves y morsas y animales terrestres, el incesante encogimiento de la banquisa, los icebergs que se habían abierto camino a través del mar de hielo sólido sin dejar ni un solo fragmento de agua abierta tras ellos, la súbita erupción como un terremoto blanco de crestas de presión, las estrellas danzarinas, las latas de comida mal selladas y ahora convertidas en veneno, los veranos que no llegaban, los pasos que no se abrían..., todo. El monstruo del hielo no era otra cosa que una manifestación más de un diablo que los quería muertos. Y que deseaba que sufrieran.
Crozier tomó otro trago.
Comprendía la motivación del Ártico mejor que la suya propia. Los antiguos griegos tenían razón, pensó Crozier, cuando decían que el clima formaba cinco bandas que rodeaban el disco de la Tierra; cuatro de ellas eran iguales, opuestas y simétricas como tantas otras cosas griegas, envueltas en torno al mundo como los anillos de una serpiente. Dos eran templadas y hechas para los seres humanos. La banda central, la región ecuatorial, no era adecuada para la vida inteligente..., aunque los griegos estaban equivocados al asumir que no podían vivir allí seres humanos. Sólo que no son humanos civilizados, pensó Crozier, que había visto un poco de África y de las demás zonas ecuatoriales y estaba seguro de que nada de valor podría proceder jamás de ellas. Las dos regiones polares, razonaban los griegos mucho antes de que llegasen a las extensiones árticas y antarticas los exploradores, eran inhumanas en todos los sentidos: inadecuadas incluso para viajar por ellas, y también para residir cualquier período de tiempo.
De modo que ¿por qué, se preguntaba Crozier, una nación como Inglaterra, colocada por la gracia de Dios en una de las dos bandas templadas más amables y verdeantes en las que residía la humanidad, seguía arrojando a sus hombres y sus buques hacia los hielos de los extremos polares norte y sur, adonde hasta los salvajes que vestían de pieles se negaban a ir?
Y más pertinente para la cuestión fundamental: ¿por qué un tal Francis Crozier seguía volviendo a esos terribles lugares una y otra vez, sirviendo a una nación y unos oficiales que nunca habían reconocido sus habilidades y valía como hombre, aunque sabía en lo más hondo de su corazón que algún día moriría en el frío y la oscuridad del Ártico?
El capitán recordó que siendo todavía muy niño, antes de hacerse a la mar a los trece años, ya llevaba en su interior ese carácter profundamente melancólico, como si fuera un frío secreto. Esa naturaleza melancólica se había manifestado en su placer al permanecer fuera del pueblo una noche de invierno, contemplando cómo se apagaban los faroles, y encontrando lugares pequeños en los que esconderse (la claustrofobia nunca había sido un problema para Francis Crozier) y sintiendo un terror tal a la oscuridad, al verla como encarnación de la muerte que había reclamado a su madre y su abuela de una manera tan sigilosa, que perversamente la buscaba, escondiéndose en la bodega del sótano mientras otros muchachos jugaban a la luz del sol. Crozier recordaba aquella bodega, gélida y sepulcral, el olor frío a moho, la oscuridad y la introspección que lo dejaba a uno solo con sus oscuros pensamientos.
Llenó su vasito y tomó otro sorbo. De repente el hielo gimió más fuerte, y el barco se quejó como respuesta, intentando moverse en el mar helado, pero sin lugar adonde ir. Como recompensa, éste se apretó un poco más y gimió. Las abrazaderas de metal de la cubierta de la bodega se contrajeron, y el súbito crujido sonó como disparos de pistola. Los marineros de proa y los oficiales de.popa roncaban, acostumbrados a los ruidos del hielo que intentaba aplastarlos. En cubierta, el oficial de guardia en aquella noche por debajo de cincuenta y siete grados pataleaba para renovar la circulación, y los cuatro golpes de sus pies sonaron al capitán como un padre cansado que decía al barco que se callase y no protestase más.
A Crozier le resultaba muy difícil creer que Sophia Cracroft hubiese visitado aquel barco, hubiera estado de pie en aquel mismísimo camarote, exclamando: «Qué ordenado está, qué limpio, qué acogedor, y qué estudioso, con tantas hileras de libros, y qué agradable la luz austral que entra desde la claraboya».
Fue hace siete años casi exactos, semana a semana, el mes primaveral del hemisferio sur de noviembre de 1840, cuando Crozier llegó a la Tierra de Van Diemen, al sur de Australia, en aquellos mismos barcos,
Erebus
y
Terror,
de camino hacia la Antártida. La expedición iba al mando de un amigo de Crozier, aunque superior suyo socialmente, el capitán James Ross. Se habían detenido en Hobart Town para acabar de aprovisionarse antes de dirigirse a aguas antarticas, y el gobernador de aquella isla penal, sir John Franklin, insistió en que los dos oficiales más jóvenes, el capitán Ross y el comandante Crozier, se alojasen en la Casa del Gobierno durante su visita.
Fue una época encantadora, y para Crozier, románticamente fatal.
La inspección de los buques de la expedición ocurrió el segundo día de la visita. Los buques estaban limpios, bien acondicionados, casi totalmente aprovisionados, sus jóvenes tripulaciones aún no tenían barba ni estaban demacrados por los dos inviernos en el hielo antartico que estaban por venir, y mientras el capitán Ross acompañaba personalmente al gobernador sir John y a lady Jane Franklin, Crozier se encontró escoltando a la sobrina del gobernador, una joven morena y de ojos brillantes, Sophia Cracroft. Se enamoró aquel mismo día, y se llevó aquel amor incipiente a la oscuridad de los dos inviernos sureños siguientes, hasta que llegó a convertirse en una obsesión.
Las largas cenas bajo los ventiladores accionados por los sirvientes en casa del gobernador estaban llenas de vivaces conversaciones. El gobernador Franklin era un hombre ya muy agotado de cincuenta y tantos años, desanimado por la falta de reconocimiento de sus logros y más aún por la oposición de la prensa local, los ricos terratenientes y los burócratas durante su tercer año en la Tierra de Van Diemen, pero tanto él como su esposa, lady Jane, revivieron durante aquella visita de sus compatriotas del Servicio de Descubrimientos y, como le gustaba llamarlos a sir John, de sus «compañeros exploradores».
Sophia Cracroft, por otra parte, no mostraba señal alguna de infelicidad. Era ingeniosa, vivaz, alegre, a veces escandalosa en sus comentarios y su atrevimiento, mucho más que su controvertida tía lady Jane, y joven, y bella, y parecía interesada en todo lo referente a las opiniones, la vida y los pensamientos diversos del comandante Francis Crozier, soltero, de cuarenta y cuatro años de edad. Se reía de todas las bromas de Crozier, titubeantes al principio. El no estaba acostumbrado a aquel nivel de relación social y se esforzaba por comportarse siempre lo mejor posible, bebiendo menos de lo que había bebido desde hacía años, y sólo vino, y ella siempre respondía a sus vacilantes agudezas con niveles cada vez más elevados de ingenio. Para Crozier, era como aprender tenis con un jugador mucho mejor que él. Hacia el octavo y último día de su larga visita, Crozier se sentía igual a cualquier inglés... Sí, era un caballero nacido en Irlanda, pero se había abierto camino y había vivido una vida interesante y emocionante, igual a cualquier otro hombre, incluso superior a la mayoría de los demás hombres, a los ojos de un azul insólito de la señorita Cracroft.
Cuando el
HMS Erebus
y el
Terror
dejaron la bahía de Hobart Town, Crozier todavía llamaba a Sophia «señorita Cracroft», pero no se podían negar las conexiones secretas que habían establecido: las miraditas furtivas, los silencios cordiales, las bromas compartidas y los momentos privados a solas. Crozier sabía que estaba enamorado por primera vez en toda una vida cuyo único «romanticismo» había consistido en burdeles baratos de puerto, sórdidos encuentros en un callejón, chicas nativas que se dejaban hacer a cambio de alguna chuchería, y algunas noches carísimas en casas de putas finas en Londres. Todo aquello ya lo había dejado atrás.
Francis Crozier comprendió entonces que lo más deseable y erótico que podía llevar una mujer eran muchas y modestas capas de ropa, como las que llevaba Sophia Cracroft para cenar en casa del gobernador, con la seda suficiente para ocultar las líneas de su cuerpo, permitiendo que un hombre se concentrase en la atracción excitante de su ingenio.
Después vinieron casi dos años de banquisa, atisbos de la Antártida, el hedor de las colonias de pingüinos, el bautizo de dos volcanes distantes y humeantes con los nombres de sus cansados buques, oscuridad, primavera, la amenaza de quedar atrapados por el hielo, abrirse camino sin cesar, sólo a vela, a través de un mar que se llamaba ahora de James Ross, y finalmente el duro paso del Sur y el regreso a Hobart Town en una isla con dieciocho mil prisioneros y un gobernador muy desgraciado. Aquella vez no hubo inspección del
Erebus
y el
Terror.
Apestaban demasiado a grasa, cocina, sudor y fatiga. Los marineros que habían viajado al sur ya eran casi todos hombres barbudos y de ojos hundidos que no pensaban enrolarse en futuras expediciones del Servicio de Descubrimientos. Todos excepto el comandante del
HMS Terror
estaban ansiosos por volver a Inglaterra.
Francis Crozier sólo estaba ansioso por volver a ver a Sophia Cracroft.
Tomó otro sorbo de whisky. Por encima de él, apenas audible a través de la cubierta y la nieve, la campana del buque tocó seis campanadas. Las tres de la mañana.
Los hombres lo sintieron cuando sir John fue asesinado, hacía cinco meses, la mayoría de ellos porque sabían que la promesa de diez soberanos por hombre y de una segunda paga por adelantado había muerto con aquel hombre barrigón y calvo, pero poco cambió realmente después de la muerte de Franklin. El comandante Fitzjames simplemente fue confirmado como capitán del
Erebus,
cosa que siempre había sido, en realidad. El teniente Le Vesconte, con su diente de oro relampagueando cuando sonreía y con el brazo en cabestrillo, ocupó, sin visibles trastornos, el lugar de Graham Gore en la jerarquía de mando. El capitán Francis Crozier asumió el rango de comandante de la expedición, pero como la expedición estaba atrapada en el hielo, no se podía hacer nada distinto de lo que hubiese hecho Franklin.