El Terror (25 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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—¿Quién... es... usted?

El esquimal miraba a Sir John.

—¿Cuál... es... su nombre? —gritó Sir John—. ¿Cuál... su... tribu?

El hombre moribundo no respondió.

Sir John meneó la cabeza y mostró una expresión de disgusto, aunque no se sabe si era por la Herida Abierta en el pecho del Esquimal o debido a su obstinación aborigen.

—¿Dónde está el otro nativo? —preguntó Sir John a Stanley.

Mi cirujano jefe, con ambas manos ocupadas presionando la herida y aplicando los ensangrentados vendajes con los cuales esperaba disminuir, si no cortar, el pulso constante de la sangre que manaba del pulmón del salvaje, asintió en dirección al hueco tras la cortina.

—El doctor McDonald está con ella, Sir John.

Sir John pasó bruscamente al otro lado de la cortina. Oí varios tartamudeos, unas pocas palabras confusas, y luego el Líder de nuestra Expedición reapareció caminando de espaldas, con la cara de un rojo tan intenso y encendido que yo temí que nuestro comandante de sesenta y un años de edad estuviera sufriendo un ataque.

Entonces la roja cara de Sir John se puso bastante blanca por la conmoción.

Me di cuenta demasiado tarde de que la joven debía de estar desnuda. Unos pocos minutos antes había mirado a través de la cortina parcialmente abierta y observado que cuando McDonald le hizo un gesto de que se quitara la ropa exterior, la parka de piel de oso, la chica asintió y se quitó la pesada prenda exterior, y debajo no llevaba nada, de cintura para arriba. Yo estaba muy ocupado con el hombre moribundo en la mesa, en aquel momento, pero observé que era una forma muy inteligente de permanecer caliente bajo la capa suelta de pellejo peludo, mucho mejor que las múltiples capas de lana que llevábamos todos en el destacamento del trineo del pobre teniente Gore. Desnudo bajo la piel o el pelo de un animal, el cuerpo puede calentarse a sí mismo cuando está helado, y refrescarse adecuadamente cuando es necesario, por ejemplo durante el ejercicio, ya que la transpiración rápidamente se separa del cuerpo entre los pelos de la piel de lobo o de oso. La lana que llevábamos nosotros, los ingleses, se empapaba de sudor casi de inmediato, nunca se secaba del todo, se helaba rápidamente cuando dejábamos de caminar o tirábamos del trineo, y perdía gran parte de su Capacidad Aislante. En el momento que Volvíamos al barco, yo no tuve duda alguna de que llevábamos a nuestras espaldas casi dos veces el Peso que cargábamos cuando salimos.

—Ya vo..., volveré en un momento más adecuado —tartamudeó Sir John, y retrocedió, pasando junto a nosotros.

El capitán Sir John Franklin parecía agitado, pero si era debido a la cómoda Desnudez Edécnica de la joven o por algo que hubiese visto en el rincón de la Enfermería, no puedo asegurarlo. Dejó la Enfermería sin añadir una palabra más.

Un momento más tarde, McDonald me llamó hacia el cuarto posterior. La chica, muy joven, según había observado, aunque se ha probado científicamente que las hembras de las tribus salvajes alcanzan la pubertad mucho antes que las jovencitas de las sociedades civilizadas, se había vuelto a poner su abultada parka y sus pantalones de piel de foca. El doctor McDonald mismo parecía agitado, casi agobiado, y cuando yo le interrogué preguntándole cuál era el problema, hizo un gesto hacia la joven esquimal y le pidió que abriera la boca. Entonces levantó una linterna y un espejo convexo para concentrar la luz y yo lo vi por mí mismo.

Le había sido amputada la lengua junto a la raíz. Le quedaba lo suficiente, según vi y McDonald estuvo de acuerdo, para poder tragar y comer la mayoría de los alimentos, aunque de una manera algo rara; pero, ciertamente, la articulación de sonidos complejos, si se puede llamar al lenguaje esquimal complejo de algún modo, estaba fuera de sus capacidades. Las cicatrices eran antiguas. Aquello no había ocurrido recientemente.

Confieso que retrocedí lleno de Horror. ¿Quién podía hacer aquello a una simple niñita..., y por qué? Pero cuando usé la palabra «amputación», el doctor McDonald me corrigió con sutileza.

—Mire de nuevo, doctor Goodsir —susurró—. No se trata de una amputación quirúrgica circular, ni siquiera con un instrumento tan burdo como un cuchillo de piedra. La lengua de esta pobre joven le fue arrancada de un mordisco cuando era muy pequeña..., y tan cerca de la raíz del miembro que no es posible que se lo hiciese a sí misma.

Me aparté un paso de la mujer.

—¿Tiene alguna otra mutilación? —pregunté, hablando en latín por pura costumbre. Había leído algo de costumbres bárbaras en el Continente Oscuro y que circulan entre los mahometanos, que circuncidan a sus mujeres cruelmente en una parodia de la costumbre hebrea para los varones.

—No, ninguna más —respondió McDonald.

Entonces pensé que comprendía la fuente de la súbita palidez de Sir John y su evidente conmoción, pero cuando le pregunté a McDonald si había compartido aquella información con nuestro comandante, el cirujano me aseguró que no había sido así. Sir John había entrado en el cubículo, había visto a la joven esquimal sin ropa y había salido presa de la agitación. McDonald me empezó a dar los resultados de su rápida inspección física de nuestra cautiva o huésped, cuando nos interrumpió el Cirujano Stanley.

Mi primera idea fue que el hombre Esquimal había muerto, pero no fue ése el Caso. Un tripulante había venido a pedir que fuese a informar ante Sir John y a los demás Capitanes.

Podría decir que Sir John, el Comandante Fitzjames y el Capitán Crozier se sintieron decepcionados por mi Informe de lo que había observado de la muerte del Teniente Gore, y mientras ese hecho de ordinario me habría Alterado, aquel día, quizá debido a mi enorme Fatiga y a los Cambios Psicológicos que quizás hubiesen tenido lugar durante el tiempo pasado con la Partida del Hielo del Teniente Gore, el caso es que la decepción de mis Superiores no me Afectaba.

Primero volví a informar del estado de nuestro hombre Esquimal moribundo, y sobre el curioso hecho de la falta de lengua de la chica. Los tres capitanes murmuraron entre ellos sobre este hecho, pero las únicas preguntas procedieron del capitán Crozier.

—¿Sabe por qué podría haberle hecho alguien eso a esta joven, doctor Goodsir?

—No tengo ni idea, señor.

—¿Podría haberlo hecho un animal? —insistió.

Hice una pausa. La idea no se me había ocurrido.

—Podría ser —dije al fin, aunque me resultaba muy difícil Imaginar a algún Carnívoro Ártico que devorase la lengua de una niña y, sin embargo, la dejase viva. Pero es bien sabido que estos Esquimales tienden a vivir con Perros Salvajes. Yo mismo lo había visto en la bahía de Disko.

No hubo más preguntas acerca de los dos Esquimales.

Me preguntaron por los detalles de la muerte del Teniente Gore y de la Criatura que le había matado, y les dije la verdad: que yo estaba trabajando para salvar la vida del hombre Esquimal que había salido de la niebla y recibió un disparo del Soldado Pilkington, y que sólo había levantado la vista en el instante final de la muerte de Graham Gore. Les expliqué que entre la niebla que se movía, los gritos, el estruendo del mosquete que me distrajo y el sonido de la pistola del teniente que se disparaba, mi limitada visión desde el costado del trineo, donde yo estaba arrodillado, el movimiento rápido y cambiante tanto de hombres como de luces, no estaba seguro de lo que había visto: sólo una forma grande y blanca envolviendo al indefenso oficial, el relámpago de su pistola, más gritos, y luego la niebla que lo engullía todo de nuevo.

—Pero ¿está usted seguro de que era un oso blanco? —preguntó el comandante Fitzjames.

Yo dudé.

—Si lo era —dije al fin—, era un ejemplar de
Ursus maritimus
extraordinariamente grande. Yo tuve la impresión de un carnívoro semejante a un oso: un cuerpo grande, unos brazos gigantescos, la cabeza pequeña, los ojos de obsidiana, pero los detalles no estaban tan claros como parece por la descripción. En su mayor parte, lo que recuerdo es que aquella cosa pareció salir de la nada, levantándose en torno al hombre, y que era dos veces más alto que el teniente Gore. Fue terrible.

—Estoy seguro de que sí —dijo Sir John, secamente, casi con un tono sarcástico, me pareció—. Pero ¿qué iba a ser si no era un oso, señor Goodsir?

No era la primera vez que observaba que Sir John nunca se dirigía a mí con mi título correspondiente de doctor. Usaba el «señor» como lo habría hecho con cualquier contramaestre u oficial no instruido. Me había costado dos años darme cuenta de que el envejecido comandante de la expedición, a quien yo tenía en tan alta estima, no tenía una estima recíproca por un simple cirujano naval.

—Pues no lo sé, Sir John —dije. Quería volver con mi paciente.

—Comprendo que ha demostrado usted cierto interés por los osos blancos, señor Goodsir —continuó Sir John—. ¿A qué se debe?

—Hice estudios de anatomía, Sir John. Y antes de que zarpara la expedición, tenía el sueño de convertirme en naturalista.

—¿Ya no lo tiene? —preguntó el capitán Crozier con ese acento irlandés suyo.

Yo me encogí de hombros.

—He averiguado que el trabajo de campo no es lo mío, capitán.

—Sin embargo, usted ha diseccionado alguno de los osos blancos a los que hemos disparado aquí, y en la isla de Beechey —insistió Sir John—. Y estudió sus esqueletos y musculatura. Y los ha observado en el hielo, igual que nosotros.

—Sí, Sir John.

—¿Cree que las heridas del teniente Gore se corresponden con los daños que podría causar un animal de estas características?

Dudé sólo un segundo. Yo había examinado el cadáver del pobre Graham Gore antes de cargarlo en el trineo para nuestro pesadillesco viaje de vuelta por la banquisa.

—Sí, Sir John —dije—. El oso polar blanco de esta región es, por lo que sabemos, el depredador más grande de la Tierra. Puede pesar media vez más y medir un metro más erguido sobre las patas posteriores que el Oso Grizzly, el oso más enorme y feroz de Norteamérica. Es un depredador muy fuerte, perfectamente capaz de aplastar el pecho de un hombre y de cortarle la médula espinal, como fue el caso del pobre teniente Gore. Y más aún: el oso polar blanco es el único depredador que acecha a los humanos habitualmente como presas.

El comandante Fitzjames se aclaró la garganta.

—Yo digo, doctor Goodsir —dijo, sosegadamente—, que vi una vez un tigre en la India bastante feroz, que, según los campesinos, se había comido a doce personas.

Asentí, dándome cuenta en aquel preciso momento de lo horriblemente cansado que estaba. El agotamiento obraba sobre mí como una Bebida Poderosa.

—Señor... Comandante... Caballeros... Ustedes han visto todos muchísimo más mundo que yo. Sin embargo, por mis extensas lecturas sobre este tema, parece que todos los demás carnívoros terrestres (lobos, leones, tigres, otros osos) pueden matar a seres humanos si se los provoca, y algunos de ellos, como su tigre, comandante Fitzjames, se convertirán en comedores de hombres si se ven obligados debido a alguna enfermedad o herida que les evita buscar presas en su entorno natural, pero sólo el oso polar blanco, el
Ursus maritimus,
busca activamente presas humanas de forma habitual.

Crozier asentía.

—¿Dónde ha aprendido eso, doctor Goodsir? ¿En sus libros?

—Hasta cierto punto, señor. Pero he pasado mucho tiempo en la bahía de Disko hablando con los locales acerca de la conducta de los osos, y también le pregunté al capitán Martin del
Enterprise
y al capitán Dannert del
Principe de Gales,
cuando estábamos al ancla cerca de ellos en la bahía de Baffin. Esos dos caballeros respondieron a mis preguntas sobre los osos blancos y me pusieron en contacto con varios hombres de su tripulación, incluyendo dos ancianos balleneros americanos que habían pasado más de doce años cada uno en el hielo. Tenían muchas anécdotas sobre los osos blancos que acechaban a los nativos Esquimales de la región e incluso se llevaban a los hombres de sus propios buques cuando éstos se hallaban atrapados en el hielo. Un hombre viejo, creo que su nombre era Connors, decía que su buque, en el 28, no había perdido un cocinero, sino dos, ante los osos... Uno de ellos atrapado bajo cubierta, donde estaba trabajando junto a los fogones mientras los hombres dormían.

El capitán Crozier sonrió al oír aquello.

—Quizá no debería creerse todos los cuentos que cuentan por ahí los marineros, doctor Goodsir.

—No, señor. Claro que no, señor.

—Eso es todo, señor Goodsir —dijo Sir John—. Ya le volveremos a llamar si tenemos más preguntas.

—Sí, señor —dije yo entonces, y cansadamente me volví para regresar a proa, a la enfermería.

—Ah, doctor Goodsir —me llamó el comandante Fitzjames antes de que yo saliera por la puerta del camarote de Sir John—. Yo tengo una pregunta, aunque estoy enormemente avergonzado de no conocer la respuesta. ¿Por qué se llama al oso blanco
Ursus maritimusl
No debe de ser por su afición a comer marineros, supongo.

—No, señor —dije—. Creo que el nombre se le otorgó al oso polar porque es más un mamífero acuático que un animal terrestre. He leído informes de que se avistaron osos polares blancos a centenares de kilómetros mar adentro, y el capitán Martin, del
Enterprise,
me dijo que mientras el oso es rápido en el ataque por tierra o en el hielo, viniendo a una velocidad de más de cuarenta kilómetros por hora, en mar es uno de los nadadores más poderosos del océano, capaz de nadar más de cien kilómetros sin descanso. El capitán Dannert decía que una vez su barco estaba haciendo ocho nudos con buen viento, muy lejos de tierra, y dos osos blancos mantuvieron el mismo paso que el buque aproximadamente veinte kilómetros, y luego sencillamente lo dejaron atrás y siguieron nadando hacia unos témpanos que había en la distancia, con la facilidad y velocidad de una ballena beluga. De ahí la nomenclatura...
Ursus maritimus...
Un mamífero, sí, pero sobre todo una criatura del mar.

—Gracias, señor Goodsir —dijo Sir John.

—No hay de qué, señor —dije, y salí.

4 de junio de 1847 (continúa)

El Esquimal murió sólo unos pocos minutos después de medianoche. Pero primero habló.

Yo estaba dormido por entonces, sentado con la espalda apoyada contra el mamparo de la Enfermería, pero Stanley me despertó.

El hombre canoso estaba debatiéndose en el Banco de Cirugía donde se encontraba echado, moviendo los brazos casi como si intentara nadar en el aire. Su pulmón pinchado sangraba y la sangre corría por su mejilla y sobre su pecho vendado.

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