El Terror (22 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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El ser que había atravesado su campamento, fuera quien fuese, lo había hecho en el momento culminante de la tormenta de granizos y rayos, tal y como había informado Morfin.

—Pero ¿qué es esto? —dijo el teniente Gore—. No es posible. Señor Des Voeux, sea tan amable de coger una de las escopetas y unos cartuchos del trineo, por favor.

—Sí, señor.

Antes incluso de que el oficial volviese con la escopeta, Morfin, el soldado Pilkington, Best, Ferrier y Goodsir empezaron a caminar detrás de Gore siguiendo las imposibles huellas hacia el noroeste.

—Son demasiado grandes, señor —dijo el marine. Le habían incluido en la partida, según sabía Goodsir, porque era uno de los pocos hombres a bordo de los dos barcos que había cazado piezas mayores que un ganso.

—Ya lo sé, soldado —dijo Gore. Cogió la escopeta que le tendía el segundo oficial Des Voeux y, con toda calma, la cargó con un cartucho mientras los siete hombres iban andando por los montones de granizo hacia las oscuras nubes que había más allá de la línea de la costa, custodiada por los icebergs.

—Quizá no sean huellas de patas sino de algo..., una liebre ártica o algo que saltaba entre la nieve, formando las huellas con todo el cuerpo —dijo Des Voeux.

—Sí —dijo Gore ausente—. Quizá, Charles.

Pero la verdad es que eran huellas de pies de algún tipo. El doctor Harry D. S. Goodsir lo sabía. Todos los hombres que caminaban junto a él lo sabían también. Goodsir, que nunca había cazado nada más grande que un conejo o una perdiz, podía asegurar, que aquello no eran las huellas de algún animal pequeño que arrojara su cuerpo a la izquierda y luego a la derecha, sino más bien las huellas de los pies de alguien o algo que caminaba primero a cuatro patas y después, si había que creer a las huellas, casi cien metros con dos. En aquel punto eran las huellas de un hombre caminando, si existiese un hombre que tuviera los centímetros de la longitud de un brazo, y pudiera cubrir casi metro y medio con sus zancadas y no dejara impresión alguna de los dedos, sino más bien las estrías de unas garras.

Llegaron a la zona de piedra barrida por los vientos donde Goodsir había caído de rodillas tantas horas antes. El granizo allí estaba desmenuzado en incontables fragmentos de hielo de modo que la zona permanecía casi desnuda, y allí paraban las huellas.

—Despliéguense —dijo Gore, sujetando todavía la escopeta de una manera informal bajo el brazo como si estuviera dando un paseo por la finca de su familia en Essex. Señaló a cada uno de los hombres y luego hacia el borde de la zona abierta que quería que cada uno controlase. El espacio rocoso no era mayor que un campo de criquet.

No había huellas que condujesen fuera de las rocas. Los hombres fueron arriba y abajo durante unos minutos, comprobando y volviendo a comprobar, sin querer hollar la nieve impoluta que había más allá de las rocas con sus propias huellas, y luego todos se quedaron quietos, mirándose entre sí. Estaban de pie casi formando un círculo perfecto. Ninguna huella conducía fuera del espacio rocoso.

—Teniente... —empezó Best.

—Un momento —dijo Gore, bruscamente, pero no de forma grosera—. Estoy pensando.

Era el único hombre que se movía entonces, caminando junto a los hombres y mirando hacia la nieve, el hielo y el granizo que los rodeaba, como si se estuviese fraguando alguna travesura infantil. La luz era más fuerte ahora, a medida que la tormenta pasaba hacia el este y se alejaba. Eran casi las dos de la mañana y la nieve y las capas de granizo permanecían intactas más allá de las piedras.

—Teniente —insistió Best—. Es Tom Hartnell.

—¿Qué le pasa? —exclamó Gore. Empezaba su tercer recorrido del espacio.

—Que no está aquí. Me acabo de dar cuenta... No está con nosotros desde que salimos de la tienda.

La cabeza de Goodsir dio un respingo y se volvió en el mismo momento que las de los demás. A unos trescientos metros de distancia por detrás, la baja cresta de hielo ocultaba la visión de su tienda caída y el trineo. Nada más se movía en la vasta extensión de blanco

Y gris.

Todos se echaron a correr a la vez.

Hartnell estaba vivo pero inconsciente, y todavía yacía bajo la lona de la tienda. Tenía un verdugón enorme en un costado de la cabeza. La gruesa lona se había desgarrado en un lugar donde la había roto una bola de granizo del tamaño de un puño, y el hombre sangraba por la oreja izquierda, pero Goodsir pronto encontró un pulso lento. Sacaron al hombre inconsciente de la tienda caída, retiraron dos sacos de dormir y le pusieron lo más cómodo y caliente que pudieron. Unas nubes negras se arremolinaban de nuevo sobre sus cabezas.

—¿Es muy grave? —preguntó el teniente Gore.

Goodsir meneó la cabeza.

—No lo sabremos hasta que se despierte..., si es que se despierta. Me sorprende que no hayamos quedado inconscientes algunos más. Ha sido una granizada terrible, de granizos enormes.

Gore asintió.

—No soportaría perder a Tommy después de la muerte de su hermano John el año pasado. Sería demasiado para la familia.

Goodsir recordó haber preparado a John Hartnell para su entierro con la mejor camisa de franela de su hermano. Pensó en aquella camisa bajo el helado suelo y la grava cubierta de nieve, a muchos kilómetros hacia el norte, y el frío viento que soplaría hacia aquel acantilado negro entre las lápidas de madera. Se echó a temblar.

—Todos nos estamos quedando helados —dijo Gore—. Tenemos que dormir un poco. Soldado Pilkington, busque las estaquillas de los palos de la tienda y ayude a Best y a Ferrier a levantar de nuevo la tienda.

—Sí, señor.

Mientras aquellos hombres iban en busca de las estaquillas, Morfin levantó la lona. La tienda había sufrido tantos desgarrones por los granizos que parecía una bandera de batalla.

—Dios mío —dijo Des Voeux.

—Los sacos de dormir están todos empapados —informó Morfin—. El interior de la tienda también.

Gore suspiró.

Pilkington y Best volvieron con dos trozos carbonizados y doblados de madera y hierro.

—Les cayó un rayo a los postes, teniente —informó el soldado—. Parece que el núcleo de hierro atrajo a los rayos, señor. Ya no sirve como poste para la tienda.

Gore asintió.

—Todavía tenemos el eje en el trineo. Córtelo y traiga la escopeta de repuesto para usarlos como postes. Funda un poco de hielo para usarlo como ancla, si tiene que hacerlo.

—La estufa de alcohol está rota —les recordó Ferrier—. No podremos fundir hielo durante un tiempo.

—Tenemos dos estufas más en el trineo —dijo Gore—. Y también agua potable en las botellas. Ahora está helada, pero deben meterse las botellas dentro de la ropa hasta que se funda un poco. Échela en un agujero cavado en la nieve. Se helará enseguida. ¿Señor Best?

—Sí, señor —dijo el robusto y joven marinero, intentando ahogar un bostezo.

—Sacuda la tienda lo mejor que pueda, traiga su cuchillo y corte las costuras de dos sacos de dormir. Los usaremos como mantas para encima y debajo de los sacos y nos acurrucaremos todos bien apretados para darnos calor esta noche. Tenemos que dormir un poco.

Goodsir miraba al inconsciente Hartnell buscando algún signo de conciencia, pero el joven estaba tan inmóvil como un cadáver. El cirujano tuvo que comprobar que respiraba para asegurarse de que estaba vivo.

—¿Vamos a volver por la mañana, señor? —preguntó John Morfin—. Para recoger nuestro alijo en el hielo y luego volver a los barcos, quiero decir. No tenemos suficiente comida ahora para volver con unas raciones suficientes.

Gore sonrió y meneó la cabeza.

—Un par de días de ayuno no nos harán ningún daño, hombre. Pero como Hartnell está herido, enviaré a cuatro de ustedes de vuelta al escondite en el hielo con él, en el trineo. Deben acampar allí lo mejor que puedan mientras yo llevo a un hombre hacia el sur, a cumplir las órdenes de sir John. Tengo que dejar una segunda carta para el Almirantazgo, pero más importante aún, tenemos que ir todo lo posible hacia el sur para ver si hay alguna señal de agua abierta. Todo este viaje no habrá servido de nada si no lo hacemos así.

—Me ofrezco voluntario para ir con usted, teniente Gore —dijo Goodsir, y se sintió asombrado al oír el sonido de su propia voz. Sin saber por qué, seguir adelante con el oficial era muy importante para él.

Gore también pareció sorprendido.

—Gracias, doctor —dijo bajito—, pero sería mucho más sensato que se quedase con nuestro compañero herido, ¿no le parece?

Goodsir enrojeció profundamente.

—Best vendrá conmigo —dijo el teniente—. El segundo oficial Des Voeux quedará al mando de la partida en el hielo hasta que yo vuelva.

—Sí, señor —dijeron ambos hombres a la vez.

—Best y yo partiremos dentro de unas tres horas, y seguiremos hacia el sur mientras podamos; nos llevaremos sólo un poco de cerdo salado, la lata de los mensajes, una botella de agua por cabeza, unas mantas por si tenemos que vivaquear y una de las escopetas. Volveremos hacia la medianoche e intentaremos reunimos con ustedes en el hielo hacia los ocho toques de mañana por la mañana. Para volver a los barcos tendremos una carga mucho más ligera en el trineo, excepto por Hartnell, quiero decir, y sabemos cuáles son los mejores lugares para cruzar las crestas, de modo que apuesto a que volvemos a casa en tres días o menos, en lugar de en cinco.

»Si Best y yo no estamos de vuelta en el campamento hacia la medianoche de pasado mañana, señor Des Voeux, llévese a Hartnell y vuelva al barco.

—Sí, señor.

—Soldado Pilkington, ¿está usted especialmente cansado?

—Sí, señor —dijo el marine, de treinta años—. Quiero decir que no, señor. Estoy dispuesto para cumplir cualquier misión que me pida, teniente.

Gore sonrió.

—Bien. Usted hará guardia las tres próximas horas. Lo único que puedo prometerle es que será el primer hombre al que se permita dormir cuando la partida del trineo alcance el campamento, más tarde. Llévese el mosquete que no esté haciendo las funciones de poste de la tienda, pero quédese dentro de ésta. Simplemente, asome la cabeza fuera de vez en cuando.

—Muy bien, señor.

—¿Doctor Goodsir?

La cabeza del cirujano se levantó.

—¿Serían tan amables usted y el señor Morfin de llevar al señor Hartnell a la tienda y ponerlo lo más cómodo posible? Pondremos a Tommy en el centro de nuestro pequeño grupo para intentar mantenerlo bien caliente.

Goodsir asintió y se desplazó para levantar a su paciente por los hombros sin quitarle el saco de dormir. El chichón de la cabeza del inconsciente Hartnell era ahora tan grande como el pálido puño del cirujano.

—Muy bien —dijo Gore, entre sus dientes castañeteantes, mirando hacia la destrozada tienda que estaban levantando—, el resto de nosotros vamos a coger esas mantas y acurrucamos bien juntos, como unos huérfanos, e intentemos dormir una hora o dos.

13

Franklin

Lat. 70° 05' N — Long. 98° 23' O

3 de junio de 1846

Sir John no podía creer lo que estaba viendo. Había ocho figuras, tal y como había anticipado, pero estaban... «equivocadas».

Cuatro de los cinco hombres exhaustos, barbudos y con gafas que iban en el arnés del trineo sí que eran los que debían: el marinero Morfin, Ferrier, Best y el soldado Pilkington dirigiendo, pero el quinto hombre en el arnés era el segundo oficial Des Voeux, cuya expresión sugería que había ido al Infierno y había vuelto. El marinero Hartnell iba caminando junto al trineo. La diminuta cabeza del marinero estaba pesadamente vendada, e iba tambaleándose como si formara parte de la retirada de Napoleón de Moscú. El cirujano, Goodsir, también iba caminando junto al trineo y cuidando a alguien (o algo) que iba en el propio trineo. Franklin vio el inconfundible pañuelo de Gore de lana roja, ya que medía casi metro ochenta de largo y era imposible de pasar por alto, pero, curiosamente, parecía que la mayoría de las figuras oscuras y titubeantes llevaban versiones más cortas del mismo pañuelo.

Finalmente, caminando detrás del trineo venía una criatura bajita y con una parka peluda cuyo rostro resultaba invisible bajo una capucha, y que sólo podía ser un esquimal.

Pero fue el propio trineo el que hizo que el capitán sir John Franklin gritase «¡Dios mío!».

Aquel trineo era demasiado estrecho para que dos hombres permanecieran echados en él uno al lado del otro, y el catalejo de sir John no le había mentido. Dos cuerpos yacían uno encima del otro. El que iba encima era otro esquimal, un viejo dormido o inconsciente con el rostro marrón y arrugado y el pelo veteado de blanco asomando debajo de la capucha de piel de lobo que alguien había echado hacia atrás y colocado debajo de su cabeza, como si fuese una almohada. A aquella figura era a la que atendía Goodsir a medida que el trineo se acercaba al
Erebus.
Debajo del cuerpo supino del esquimal estaba el ennegrecido, distorsionado y obviamente muerto rostro y cuerpo del teniente Graham Gore.

Franklin, el comandante Fitzjames, el teniente Le Vesconte, el primer oficial Robert Sergeant, el patrón del hielo Reid, el jefe cirujano Stanley y oficiales de menor graduación como Brown (el segundo contramaestre), John Sullivan (capitán de la cofa mayor), y el señor Hoar (el mozo del sir John) corrieron hacia el trineo, así como cuarenta de los marineros o más que habían subido a cubierta al oír el sonido de la alerta del vigía.

Franklin y los demás se detuvieron en seco antes de unirse a la partida del trineo. Lo que había parecido a través del catalejo de Franklin la salpicadura de unos pañuelos rojos de lana en los hombres habían resultado ser grandes manchurrones rojos en sus sobretodos. Los hombres iban manchados de sangre.

Hubo una explosión de gritos. Algunos de los hombres del arnés abrazaban a los amigos que corrían hacia ellos. Thomas Hartnell cayó redondo en el hielo, y se vio rodeado de hombres que intentaban ayudarle. Todo el mundo hablaba y gritaba a la vez.

Los ojos de sir John se clavaron en el cadáver del teniente Graham Gore. El cuerpo iba cubierto por un camisón, pero éste se había deslizado en parte, de modo que sir John podía ver el hermoso rostro de Gore, ahora absolutamente blanco en los lugares donde la sangre había desaparecido, y negro y quemado por el sol ártico en otras zonas. Sus rasgos estaban distorsionados; los párpados parcialmente abiertos y los blancos visibles y brillantes de hielo, la mandíbula abierta y colgante, la lengua sobresaliente, y los labios ya retirándose de los dientes en lo que parecía una mueca o una expresión del más puro horror.

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