También he notado el horror (mezclado con Placer) de subir a ese enorme iceberg esta mañana. Los marineros ya subieron ayer y tallaron unos escalones en el hielo vertical con sus hachas y luego colocaron unas sogas fijas para los menos ágiles. Sir John ordenó que se colocara un Observatorio en la cúspide de la montaña gigante, que se alza más de dos veces por encima de nuestro Palo Mayor, y mientras el teniente Gore y algunos de los oficiales del
Terror
toman allí algunas medidas atmosféricas y astronómicas, han erigido una tienda para aquellos que quieran pasar la noche en la cima de la Escarpada Montaña de Hielo. Nuestros Patrones de los Hielos de la Expedición, el señor Reid del
Erebus
y el señor Blanky del
Terror
han pasado todas las horas de luz solar mirando hacia el oeste y hacia el norte a través de sus catalejos de latón, buscando, según se me informó, el camino más probable entre el mar de hielo ya casi sólido formado allí. Edward Couch, nuestro Primer Oficial Responsable y Locuaz, me cuenta que es «muy tarde» en la Estación Ártica para que los barcos busquen un paso, y mucho menos el Mítico Paso del Noroeste.
La visión del
Erebus
y del
Terror
al ancla en el iceberg que tenemos «debajo», un laberinto de cuerdas que debo recordar llamar «cabos», ahora que soy un auténtico lobo de mar, sujetando ambos barcos a la Montaña de Hielo, las elevadas cofas de ambos buques «por debajo» de mi precario observatorio de hielo, tan alto por encima de todo lo demás, creaban una suerte de Vértigo emocionante en mi interior.
Me sentía eufórico de pie, muchos metros por encima del mar. La cumbre del iceberg era casi del tamaño de un campo de criquet, y la tienda que albergaba nuestro Observatorio Meteorológico parecía bastante incongruente en el cielo azul, pero mis esperanzas de tener unos cuantos momentos de Tranquila Ensoñación se vieron destrozadas en mil pedazos por los constantes Disparos de Escopetas, ya que los hombres que estaban en la Cumbre de nuestra Montaña de Hielo disparaban a las aves, golondrinas árticas, según me dijeron, a centenares. Esas montañas de aves recién cazadas se salarían y se almacenarían convenientemente, aunque sólo el Cielo Sabe dónde se guardarán esos barriles, ya que ambos buques van ya Gimiendo y muy hundidos bajo el peso de tantos Víveres.
El doctor McDonald, ayudante de cirujano a bordo del HSM
Terror,
mi homólogo de ese buque, en resumidas cuentas, tiene la teoría de que la comida fuertemente salada no resulta tan eficiente contra el escorbuto como las vituallas frescas o no saladas, y como los marineros normales a bordo de ambos buques prefieren su Cerdo Salado a cualquier otra comida, al doctor McDonald le preocupa que esas aves tan saladas añadan poco a nuestras Defensas contra el Escorbuto. Sin embargo, Stephen Stanley, nuestro Cirujano a bordo del
Erebus,
descarta esas preocupaciones. Señala que además de las 10.000 cajas de comida en conserva a bordo del
Erebus,
nuestras raciones en lata incluyen cordero hervido y asado, ternera, todo tipo de vegetales, incluyendo patatas, zanahorias, chirivías y verduras diversas, muchas variedades de sopas y 4.250 kilos de chocolate. Llevamos también un peso similar (4.180 kilos) de zumo de limón como principal medida antiescorbútica. Stanley me informa de que aunque el zumo se halla endulzado con generosas porciones de azúcar, los hombres odian su ración diaria y que uno de nuestros Principales Deberes como cirujanos de la Expedición es asegurarnos de que se la tragan.
Resultó interesante para mí que casi toda la caza de los oficiales y hombres de ambos buques se hizo casi exclusivamente mediante Escopetas. El teniente Gore me asegura que cada barco contiene un arsenal completo de mosquetes. Por supuesto, sólo tiene sentido usar Escopetas para cazar aves en el caso de que se maten a cientos, como hoy, pero aun en la bahía de Disko, cuando pequeñas partidas salían a cazar Caribúes y Zorros Árticos, los hombres, incluso los marinos que obviamente han recibido entrenamiento en el uso de los mosquetes, preferían llevarse Escopetas. Esto, por supuesto, puede ser producto del Hábito tanto como de la Preferencia, ya que los oficiales tienden a ser Caballeros Ingleses que jamás han usado mosquetes o Rifles en la caza, y excepto por el uso de armas de un solo tiro en el Combate Naval Cuerpo a Cuerpo, hasta los marines han usado Escopetas casi exclusivamente en sus pasadas experiencias de caza.
¿Bastarán las Escopetas para cazar al Gran Oso Blanco? No hemos visto todavía a ninguna de esas asombrosas criaturas, aunque todos los Oficiales y Marineros con Experiencia me aseguran que deberíamos encontrarlas en cuanto entremos en el Banco de Témpanos, y si no, ciertamente cuando tengamos que Pasar el Invierno..., si es que nos vemos obligados a ello. Realmente, las historias que los balleneros me han contado de los elusivos Osos Blancos son Maravillosas y Terroríficas.
Mientras escribo estas palabras, me informan de que la corriente, o el viento, o quizá las necesidades del negocio de la caza de ballenas se han llevado a ambos balleneros, el
Prince of Wales
y el
Enterprise
lejos de nuestras amarras aquí en nuestra Montaña de Hielo. El capitán sir John no podrá comer con uno de los capitanes de los balleneros, el capitán Martin del
Enterprise,
creo, como había planeado para esta noche.
Quizá de forma más Pertinente, el Oficial Robert Sergeant me acaba de informar de que nuestros hombres están bajando ya los instrumentos astronómicos y meteorológicos, plegando la tienda y enrollando los metros y metros de cuerda (quiero decir, de cabo) fijas que me permitieron el Ascenso esta misma mañana.
Evidentemente, los Patrones del Hielo, el capitán sir John, el comandante Fitzjames, el capitán Crozier y los otros oficiales han decidido cuál es Nuestro Camino más Prometedor entre el banco de témpanos siempre en movimiento.
Vamos a zarpar de nuestro pequeño Hogar en el Iceberg dentro de unos minutos, y navegaremos hacia el Noroeste mientras el que parece interminable Crepúsculo Ártico nos lo permita.
Estaremos más allá del alcance de los Resistentes Balleneros a partir de este punto. Por lo que respecta al Mundo Exterior a nuestra Intrépida Expedición, como dijo Hamlet: «El resto es silencio».
Crozier
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
9 de noviembre de 1847
Crozier está soñando con el picnic del estanque del Ornitorrinco y con Sophia, que le acaricia por debajo del agua, cuando oye el sonido de un disparo y se despierta de golpe.
Se sienta en su litera sin saber qué hora es, sin saber si es de día o de noche, aunque ya no hay ninguna línea que separe el día y la noche, desde que el sol ha desaparecido, aquel mismo día, para no volver a reaparecer hasta febrero. Pero antes incluso de encender la pequeña lámpara que tiene en su litera para comprobar el reloj, sabe que es «tarde». El barco está más quieto que nunca; silencio total, excepto los crujidos de la madera torturada y el metal helado en su interior; silencio total, excepto los ronquidos, los murmullos y las ventosidades de los hombres que duermen, y las maldiciones del cocinero, el señor Diggle; silencio, excepto por el incesante gemir, golpear, crujir e hincharse del hielo en el exterior; y aparte de esas excepciones al silencio de aquella noche, silencio, excepto por el gemido de alma en pena del viento.
Pero no ha sido el sonido del hielo ni del viento lo que ha despertado a Crozier. Ha sido un disparo. Un disparo de escopeta... ahogado por capas y capas de cuadernas de roble y nieve superpuesta y hielo, pero un disparo de escopeta, sin ninguna duda.
Crozier estaba durmiendo con la mayor parte de la ropa puesta, y ahora se ha acabado de poner las otras capas y está ya preparado para colocarse la capa final de abrigo cuando Thomas Jopson, su mozo, llama a la puerta con su característico golpecito triple. El capitán la abre.
—Problemas en cubierta, señor.
Crozier asiente.
—¿Quién está de guardia esta noche, Thomas? —Su reloj de bolsillo le demuestra que casi son las tres de la mañana, hora civil. Su recuerdo del calendario de guardias del mes y del día le da los nombres un instante antes de que Jopson los pronuncie en voz alta.
—Billy Strong y el soldado Heather, señor.
Crozier asiente de nuevo, coge una pistola de su aparador, comprueba el cebo, se la mete en el cinturón y pasa apretándose junto al mozo, pasa por el cubículo donde comen los oficiales, que está junto al diminuto camarote del capitán en el costado de estribor, y luego avanza rápidamente pasando por otra puerta hacia la escala principal. La cubierta inferior está casi a oscuras del todo a esa hora de la madrugada, con la única excepción del resplandor que desprende la estufa del señor Diggle, pero se han encendido algunas lámparas en varios alojamientos de los oficiales, suboficiales y mozos, mientras Crozier hace una pausa en la base de la escala para coger sus pesadas ropas de abrigo del gancho y ponérselas.
Las puertas se abren. El primer oficial Hornby se dirige a popa y se coloca firmes junto a Crozier, al lado de la escala. El primer teniente Little corre hacia delante por la escalera de cámara, con tres mosquetes y un sable. Le siguen los tenientes Hodgson e Irving, que también llevan armas.
Delante de la escala, los marineros gruñen desde las profundidades de sus coys, pero un segundo oficial ya está formando una partida, volcando literalmente los coys de los hombres para sacarlos del sueño y empujándolos a popa, hacia las ropas y las armas que los esperan.
—
¿
Ha subido ya alguien a cubierta para comprobar el disparo? —pregunta Crozier a su primer oficial.
—El señor Male estaba de guardia, señor —dice Hornby—. Ha salido en cuanto ha enviado a su mozo a buscarle.
Reuben Male es el capitán del castillo de proa. Un hombre sensato. Billy Strong, el marinero de la guardia de babor, ya había navegado antes, según sabe Crozier, en el
HMS Belvidera.
No habría disparado a ningún fantasma. El otro hombre de guardia es el más viejo y, según estima Crozier, el más estúpido de los marines supervivientes: William Heather. Con treinta y cinco años y todavía soldado raso, frecuentemente enfermo, demasiado a menudo borracho y la mayor parte de las veces inútil, Heather casi fue enviado a casa desde la isla de Disko dos años antes cuando su mejor amigo Billy Aitken fue relevado del servicio y enviado de vuelta al
HMS Rattler.
Crozier se mete la pistola en el enorme bolsillo de su pesado sobretodo de lana, acepta una linterna de Jopson, se envuelve un pañuelo en torno a la cara y encabeza la marcha hacia arriba por la escala inclinada.
Crozier ve que fuera todavía está tan oscuro como el vientre de una anguila, no hay estrellas, no hay aurora ni luna, y hace muchísimo frío; la temperatura en cubierta registraba algo más de cincuenta grados bajo cero seis horas antes, cuando el joven Irving fue enviado arriba a tomar registros, y ahora un viento salvaje aulla por encima de los muñones de mástiles y por el puente inclinado y congelado, arrastrando la nieve por él. Al salir del helado recinto de lona que se encuentra encima de la escotilla principal, Crozier se lleva la mano enguantada al rostro para proteger los ojos y ve el brillo de una linterna a estribor.
Reuben Male está con una rodilla encima del soldado Heather, echado de espaldas con el gorro y la gorra de orejeras caídas, y parte del cráneo también desaparecido, según ve Crozier. Parece que no hay sangre, pero Crozier ve los sesos del marine brillar a la luz de la linterna..., y el capitán se da cuenta de que brillan porque ya hay una capa de cristales recubriendo la pulposa materia gris.
—Todavía está vivo, capitán —dice el jefe del castillo de proa.
—¡Cristo y la puta de...! —dice uno de los hombres de la tripulación detrás de Crozier.
—¡Basta! —grita el primer oficial—. Nada de blasfemias. Habla cuando te pregunten, joder, Crispe. —La voz de Hornby es un cruce entre el gruñido de un mastín y el bufido de un toro.
—Señor Hornby —dice Crozier—. Envíe al marinero Crispe abajo volando y que traiga su coy para llevar abajo al soldado Heather.
—Sí, señor —dicen Hornby y el marinero a la vez.
Se nota la vibración de las botas que corren, pero no se oye debido al gemido del viento.
Crozier se queda de pie, haciendo oscilar en círculo la linterna que lleva.
El pesado pasamanos en el cual hacía guardia el soldado Heather en la base de los helados flechastes ha sido destruido. Más allá del hueco, como sabe Crozier, la nieve y el hielo amontonado corren hacia abajo, como una rampa de un tobogán, durante nueve metros o más, pero la mayor parte de esa rampa no es visible con la nieve cegadora. No hay huellas tampoco en el pequeño círculo de nieve iluminado por la linterna del capitán.
Reuben Male levanta el mosquete de Heather.
—No se ha disparado, capitán.
—Con esta tormenta, el soldado Heather no habrá visto nada hasta que se le haya echado encima —dice el teniente Little.
—¿Y Strong? —pregunta Crozier.
Male señala hacia el otro lado del barco.
—Desaparecido, capitán.
—Elija a un hombre y quédese con el soldado Heather hasta que vuelva Crispe con el coy, y llévelo abajo —le dice Crozier a Hornby.
De pronto, ambos cirujanos, Peddie y su ayudante, McDonald, aparecen en el círculo de luz de la linterna. McDonald es el único que lleva la ropa de abrigo.
—Jesús —exclama el jefe cirujano, arrodillándose ante el marinero—. Aún respira.
—Ayúdele si puede, John —dice Crozier. Señala hacia Male y el resto de los marineros congregados a su alrededor—. El resto de ustedes, vengan conmigo. Tengan las armas dispuestas para disparar, aunque tengan que quitarse los guantes para hacerlo. Wilson, lleve esas dos linternas. Teniente Little, por favor, vaya abajo y elija a veinte hombres buenos, con traje completo, y ármelos con mosquetes..., no con escopetas, sino con mosquetes.
—Sí, señor —grita Little por encima del viento, pero Crozier ya está dirigiendo la procesión hacia delante, en torno a la nieve apilada y la temblorosa pirámide de lona en medio del buque, y sube por la cubierta inclinada hacia el puesto del vigía de babor.
William Strong ha desaparecido. Una larga bufanda de lana ha quedado allí hecha jirones, y los fragmentos, cogidos entre las estachas, ondean salvajemente. El sobretodo de Strong, su gorra con orejeras, escopeta y un guante están tirados cerca del pasamanos, al abrigo del retrete de babor donde los hombres de guardia se acurrucan para guarecerse del viento, pero William Strong no está. Hay un churrete de hielo rojo en el pasamanos, donde debía de encontrarse de pie cuando vio la enorme forma que venía hacia él por encima de la nieve.