Sir John había seguido sus recomendaciones, ordenando que la dieta en ambos barcos cambiase de modo que no menos de la mitad de las comidas fuesen preparadas con comidas enlatadas de las reservas. Parece que la cosa funcionó. No murió ningún hombre más, ni se pusieron enfermos, entre la muerte del soldado Braine a primeros de abril y el día en que ambos buques se liberaron de su prisión helada en la bahía de la isla de Beechey, a finales de mayo de 1846.
Después, el hielo se rompió rápidamente y Franklin, siguiendo las rutas entre los canales elegidos por sus dos excelentes patrones del hielo, dio orden de dar vapor, y navegaron hacia el sur y el oeste, avanzando, como les gustaba decir a los capitanes de la generación de sir John, viento en popa a toda vela.
Junto con la luz del sol y las aguas abiertas, los animales, las aves y la vida acuática volvieron con toda su plenitud. Durante aquellos largos y lentos días del verano ártico, en el cual el sol permanecía por encima del horizonte hasta casi medianoche y a veces la temperatura se elevaba por encima del punto de congelación, los cielos estaban llenos de aves migratorias. Hasta el propio podía distinguir a los petreles de las cercetas, los patos de las alcas, y a los pequeños frailecillos de todos los demás. Los canales que se ampliaban sin cesar en torno al
Erebus
y el
Terror
estaban rebosantes de ballenas que habrían sido la envidia de cualquier ballenero yanqui, y también se veía una profusión de bacalaos, arenques y otros peces pequeños, así como las enormes ballenas beluga y boreal. Los hombres sacaron los botes balleneros y pescaron, a menudo disparando a las ballenas más pequeñas sólo por diversión.
Cada partida de caza volvía con piezas frescas para la mesa cada noche: aves, por supuesto, pero también esas malditas focas anilladas y focas arpa, tan imposibles de cazar en sus agujeros en el invierno y que ahora se mostraban descaradas en el hielo abierto, como blancos fáciles. A los hombres no les gustaba la carne de foca, porque era demasiado aceitosa y astringente, pero había algo en la grasa de esos animales viscosos que excitaba sus apetitos invernales. También mataban a las grandes morsas aullantes, visibles a través de los catalejos, que iban cogiendo ostras por las orillas, y algunas partidas de caza volvían con pellejos y carne de zorro blanco ártico. Los hombres ignoraban a los pesados osos polares hasta que esos animales oscilantes parecían dispuestos a atacar o competir con las capturas de los cazadores humanos. A nadie le gustaba la carne del oso blanco, y, ciertamente, no cuando se podían encontrar otros animales mucho más apetitosos.
Las órdenes de Franklin incluían una opción: si «encontraba su camino hacia la aproximación del sur al pasaje del Noroeste bloqueada por el hielo u otros obstáculos», debía volver hacia el norte y seguir el paso de Wellington hacia «el mar Polar Abierto». Es decir, en esencia, navegar hacia el Polo Norte. Pero Franklin hizo lo que había hecho toda su vida, sin cuestionárselo en absoluto: siguió sus primeras órdenes. Aquel segundo verano en el Ártico, sus dos barcos habían navegado al sur desde la isla de Devon, y Franklin dirigió al
HMS Erebus
y al
HMS Terror
más allá del cabo Walker, hacia las desconocidas aguas de un archipiélago helado.
El verano anterior había parecido que tendría que dirigirse navegando hacia el Polo Norte en lugar de encontrar el paso del Noroeste. El capitán sir John Franklin tenía motivos para estar orgulloso de su velocidad y de su eficiencia, hasta el momento. Durante su viaje de verano en 1845, el año anterior, que resultó muy abreviado porque habían partido de Inglaterra y de Groenlandia mucho más tarde de lo planeado, había cruzado sin embargo la bahía de Baffin en un tiempo récord, pasó por el estrecho de Lancaster hacia el sur de la isla de Devon, luego por el estrecho de Barrow, y encontró su camino hacia el sur, más allá de Walker Point, bloqueado por el hielo muy tarde, en agosto. Pero sus patrones del hielo le informaron de que había aguas abiertas al norte, más allá de las extensiones occidentales de la isla de Devon en el canal de Wellington, de modo que Franklin obedeció sus segundas órdenes y se volvió hacia el norte hacia lo que podía ser un paso libre de hielo en el océano Polar Abierto y hacia el Polo Norte.
No había abertura alguna hacia el fabuloso océano Polar. La península de Grinnell, que podía haber formado parte de un continente ártico desconocido por lo que sabían los hombres de la expedición de Franklin, bloqueó su camino y los obligó a seguir aguas abiertas al noroeste, luego casi al oeste, hasta que alcanzaron el punto más occidental de aquella península, se volvieron de nuevo hacia el norte y encontraron una masa sólida de hielo que se extendía al norte desde el canal de Wellington, aparentemente hasta el infinito. Cinco días de navegación a lo largo de aquel enorme muro de hielo convencieron a Franklin, Fitzjames, Crozier y los patrones del hielo de que no había océano Polar Abierto al norte del canal de Wellington. Al menos no aquel verano.
Las condiciones del hielo, que habían empeorado, les hicieron volver hacia el sur, en torno a la masa de tierra previamente conocida sólo como tierra Cornwallis, pero ahora con el nombre de isla de Cornwallis. Si no habían conseguido nada más, al menos el capitán sir John Franklin sabía que su expedición había resuelto aquel rompecabezas.
Con la banquisa congelándose rápidamente a finales de aquel verano de 1845, Franklin acabó por circunnavegar la enorme y árida isla de Cornwallis, volvió a entrar por el estrecho de Barrow al norte del cabo Walker, confirmó que el camino hacia el sur más allá del cabo Walker estaba bloqueado todavía, y ahora convertido en hielo sólido, y buscó su anclaje de invierno en la pequeña isla de Beechey tras entrar en una pequeña bahía que habían reconocido dos semanas antes. Habían llegado justo a tiempo, y Franklin lo sabía, porque al día siguiente de anclar en el agua poco honda de la bahía los últimos canales abiertos en el estrecho de Lancaster que estaba más allá se cerraron y la banquisa movible habría hecho imposible la navegación. Resultaba dudoso que aun con esas obras maestras de tecnología reforzada de roble y hierro como el
Erebus
y el
Terror
hubiesen sobrevivido al invierno afuera, en el hielo del canal.
Pero era verano, y llevaban semanas navegando hacia el sur y el oeste, reabasteciendo sus provisiones cuando podían y siguiendo todos los canales, buscando cualquier atisbo de aguas abiertas que pudiesen espiar desde la posición del vigía, muy arriba, en el palo mayor, y abriéndose paso a la fuerza a través del hielo todos los días, cuando tenían que hacerlo.
El
HMS Erebus
continuó dirigiendo el camino en el rompehielos, como era su derecho al ser el buque insignia, y también era su responsabilidad lógica, por ser el buque con el motor de vapor más potente, cinco caballos de vapor más, pero ¡maldita sea!, el largo eje de la hélice se había doblado por el hielo que había debajo del agua; no se replegaba ni funcionaba adecuadamente, y el
Terror
se desplazó a la posición de cabeza.
Y con las costas heladas de la Tierra del Rey Guillermo visibles a no más de ochenta kilómetros por delante de ellos hacia el sur, los buques se habían desplazado y abandonado la protección de la enorme isla hacia el norte, la que había bloqueado su camino directamente hacia el sudoeste, pasado el cabo de Walker, donde sus órdenes le indicaban que debía navegar, y por el contrario le había obligado a ir hacia el sur, por el estrecho de Peel y los estrechos antes inexplorados. Ahora, el hielo hacia el sur y el oeste se había vuelto activo y casi continuo una vez más. Su paso se había hecho mucho más lento, casi parecía que se arrastraban. El hielo era mucho más espeso, los icebergs más frecuentes, los canales más delgados y más separados.
Aquella mañana del 3 de septiembre, sir John había convocado a una reunión a todos sus capitanes, oficiales principales, ingenieros y patrones del hielo. Toda aquella multitud cabía cómodamente en el camarote privado de sir John. Aquel espacio en el
HMS Terror
servía como sala grande para los oficiales, con biblioteca y música incluida, y toda la anchura de la popa del
HMS Erebus
eran los aposentos privados de sir John Franklin: tres metros y medio de ancho por seis metros de largo, algo asombroso, con un inodoro privado «de asiento» en una habitación aparte, en el costado de estribor. El excusado privado de Franklin era casi del mismo tamaño que los camarotes enteros del capitán Crozier y los demás oficiales.
Edmund Hoar, el mozo de sir John, había ampliado la mesa de comedor para poder acomodar a todos los oficiales presentes: el comandante Fitzjames, los tenientes Gore, Le Vesconte y Fairholme del
Erebus;
el capitán Crozier y los tenientes Little, Hodgson e Irving del
Terror.
Además de esos ocho oficiales sentados a cada lado de la mesa, ya que sir John estaba sentado a la cabecera, junto al mamparo de estribor y la entrada a su camarote privado, también estaban presentes, de pie a los pies de la mesa, los dos patrones del hielo, el señor Blanky del
Terror
y el señor Reid del
Erebus,
así como los dos ingenieros, el señor Thompson del barco de Crozier y el señor Gregory del buque insignia. Sir John también había solicitado a uno de los cirujanos, Stanley del
Erebus,
que asistiera. El mozo de Franklin había servido zumo de uva, quesos y galletas del buque, y hubo un breve período de conversaciones y distracción antes de que sir John los llamara al orden.
—Caballeros —dijo sir John—, estoy seguro de que todos ustedes saben por qué nos hemos reunido aquí. El avance de nuestra expedición los dos últimos meses, gracias a la generosidad del Señor, ha sido maravillosamente afortunado. Hemos dejado la isla de Beechey a más de quinientos kilómetros detrás de nosotros. Los vigías y nuestros exploradores con sus trineos todavía nos informan de que hay atisbos de agua abierta hacia el sur y el oeste. Podría estar en nuestro poder, Dios mediante, alcanzar esas aguas abiertas y navegar hacia el paso del Noroeste este mismo otoño.
»Pero el hielo al oeste está aumentando, me parece, tanto en grosor como en frecuencia. El señor Gregory nos informa de que el eje principal del
Erebus
ha quedado dañado por el hielo, y aunque podemos seguir a base de vapor, la efectividad del buque ha quedado comprometida. Nuestros suministros de carbón están disminuyendo. Otro invierno pronto llegará a nosotros. En otras palabras, caballeros, debemos decidir hoy cuál debe ser nuestro curso de acción y la dirección que seguir. Creo que no es injusto decir que el éxito o el fracaso de nuestra expedición quedará determinado por lo que decidamos aquí.
Hubo un largo silencio.
Sir John hizo un gesto hacia el patrón del hielo del
HMS Erebus,
de barba roja.
—Quizá nos ayudaría, antes de aventurar opiniones y discutir abiertamente, oír el informe de nuestros patrones del hielo, ingenieros y cirujano. Señor Reid, ¿puede usted informar a los demás de lo que me dijo ayer acerca de las actuales condiciones del hielo y de las previsiones?
Reid, de pie en el lado del
Erebus
de los cinco hombres y al final de la mesa, se aclaró la garganta. Reid era un hombre solitario, y hablar en una compañía tan elevada hacía que su rostro se sonrojase poniéndose más rojo que su barba.
—Sir John... Caballeros... No es ningún secreto que hemos tenido una suerte mal..., es decir, una extraordinaria suerte en términos de condiciones del hielo desde que los buques quedaron libres del hielo en mayo, y desde que dejamos el puerto de la isla de Beechey, hacia el primero de junio. Mientras estábamos en los estrechos, sobre todo nos encontramos hielo sedimentario. Eso no es problema. Las noches, esas pocas horas de oscuridad a las que llamamos noches por aquí, vamos pasando a través de un hielo en bandejas, que es lo que hemos visto durante la última semana en el mar, siempre a punto de congelarse, pero eso tampoco es ningún problema.
»Hemos podido apartarnos del hielo joven a lo largo de las costas..., eso sí que es un tema grave. Detrás de éste se encuentra el hielo rápido, que destrozaría hasta el casco de un buque tan reforzado como éste y el
Terror.
Pero, como digo, nos hemos podido apartar de ese hielo rápido... hasta ahora.
Reid sudaba, obviamente deseando no haberse extendido tanto, pero sabiendo también que todavía no había respondido plenamente la pregunta de sir John. Se aclaró la garganta y continuó:
—Igual que con el hielo suelto, sir John y la compañía, no hemos tenido tampoco ningún problema con los escombros de hielo y los bancos de hielo más grueso, y los trocitos de témpanos pequeños que se separan de los grandes, los de verdad, hemos podido evitarlos a causa de los amplios canales y las aguas abiertas que hemos podido encontrar. Pero todo eso está llegando a su fin, señores. Como las noches son más largas, el hielo en bandejas está ya siempre aquí, y vamos a tener cada vez más y más gruñones y montículos. Y son los montículos lo que nos preocupa al señor Blanky y a mí.
—¿Por qué, señor Reid? —preguntó sir John. Su expresión mostraba su habitual aburrimiento ante las diferentes condiciones del hielo. Para sir John, el hielo era hielo, algo que había que atravesar para pasar, o bien rodearlo, y vencer.
—Es la nieve, sir John —dijo Reid—. La nieve muy espesa encima de ellos, señor, y las marcas de la marea en los lados. Eso siempre significa hielo viejo por delante, señor, una banquisa muy jodida, y eso es lo que nos puede dejar encallados. Y por lo que se puede ver desde aquí o en trineo hacia el sur y el oeste, todo es banquisa, excepto la posible agua abierta mucho más al sur de la Tierra del Rey Guillermo.
—El paso del Noroeste —dijo bajito el comandante Fitzjames.
—Quizá —dijo sir John—. Muy probablemente. Pero para llegar hasta allí, tenemos que atravesar más de ciento sesenta kilómetros de banquisa..., quizá más de trescientos kilómetros. Me han dicho que el patrón del hielo del
Terror
tiene una teoría de por qué las condiciones empeoran hacia el oeste. ¿Señor Blanky?
Thomas Blanky no se ruborizó. La voz del patrón del hielo de más edad era una explosión entrecortada de sílabas tan penetrantes como fuego de mosquetería.
—Entrar en la banquisa supone la muerte. Ya hemos ido demasiado lejos. El hecho es que desde que salimos del estrecho de Peel hemos estado viendo una corriente de hielo tan mala como ninguna otra al norte de la bahía de Baffin, y cada día se pone peor.