Crozier vuelve la linterna hacia el casco, sube por el suelo ligeramente inclinado a causa de la desviación del buque a babor y empieza a caminar por la pared curvada e inclinada.
Ahí.
Sujeta la linterna más cerca.
—Vaya, que me condenen al Infierno y que me cuelguen por pagano —dice Honey—. Perdón, capitán, pero no creía que el hielo hiciese eso tan pronto.
Crozier no responde. Se agacha a investigar más de cerca la madera del casco doblada y forzada.
Las cuadernas del casco están dobladas hacia dentro por aquel lugar, sobresaliendo casi treinta centímetros de la graciosa curva que tiene todo el resto del lateral del casco. Las capas más interiores de la madera se han astillado, y al menos dos cuadernas cuelgan, sueltas.
—Dios Todopoderoso —dice el carpintero, que se ha agachado junto al capitán—. Ese hielo es un monstruo hijo de puta, con perdón, capitán, señor.
—Señor Honey —dice Crozier, añadiendo con su aliento cristales al hielo que ya cubre las cuadernas y refleja la luz de las linternas—, ¿podría haber causado esos daños algo que no fuese el hielo?
El carpintero suelta una agria carcajada, pero se para en seco cuando se da cuenta de que su capitán no está bromeando. Los ojos de Honey se abren mucho y luego se cierran hasta quedar guiñados.
—Le ruego que me perdone otra vez, capitán, pero si quiere decir que..., es imposible.
Crozier no dice nada.
—O sea, capitán, que este casco tenía siete centímetros y era del mejor roble inglés, señor. Y para este viaje, o sea, para el hielo, se reforzó con dos capas más de roble africano, capitán, cada una de apenas un centímetro de grueso. Y el roble africano se colocó en diagonal, señor, para darle mucha más fuerza que si lo hubiesen puesto recto, sin más.
Crozier está inspeccionando las cuadernas sueltas, intentando ignorar el río de ratas que pasan debajo de ellos y en torno a ellos, así como los sonidos de masticación que proceden de la dirección de los mamparos de popa.
—Y además, señor —continúa Honey, con la voz áspera por el frío y su aliento teñido por el ron helado en el aire—, encima de los siete centímetros de roble inglés y los siete centímetros de roble africano en diagonal, pusieron dos capas más de olmo canadiense, señor, cada una de cinco centímetros de grosor. Eso son diez centímetros más de casco, capitán, y colocado en diagonal con respecto al roble africano. Son cinco capas de madera buenísima, señor..., veinticinco centímetros de la madera más fuerte de toda la Tierra entre nosotros y el mar.
El carpintero se calla, dándose cuenta de que está aleccionando a su capitán sobre detalles del trabajo en los astilleros que Crozier había supervisado personalmente en los meses anteriores a la partida.
El capitán se pone de pie y coloca su mano enguantada contra las cuadernas más inferiores, en el sitio donde se han soltado. Hay unos tres centímetros de espacio libre por allí.
—Baje la linterna, señor Honey. Use la palanca de hierro para soltar eso. Quiero ver lo que ha hecho el hielo en la capa exterior de roble del casco.
El carpintero obedece. Durante varios minutos el sonido de la barra de hierro haciendo palanca en la madera y los gruñidos del carpintero casi consiguen ahogar el frenético mordisqueo de las ratas que tiene detrás. El olmo canadiense se rompe y cae. El roble africano hecho trizas queda apartado. Sólo el roble original del casco, doblado hacia dentro, sigue incólume, y Crozier se adelanta y se acerca un poco, sujetando la linterna de modo que ambos hombres puedan ver.
Fragmentos y carámbanos de hielo reflejan la luz de la linterna en los agujeros de treinta centímetros que hay en el casco, pero en el centro se ve algo mucho más inquietante: negrura. Nada. Un agujero en el hielo. Un túnel.
Honey dobla un trozo del roble astillado hacia fuera para que Crozier pueda iluminar aquello con su linterna.
—Madre de Dios, me cago en la puta —jadea el carpintero. Esta vez no ha pedido perdón a su capitán.
Crozier tiene la tentación de humedecerse los labios resecos, pero sabe lo doloroso que resulta ese gesto cuando están a cincuenta bajo cero en la oscuridad. Pero el corazón le late con tanta fuerza que casi está tentado de apoyarse contra el casco, igual que acaba de hacer el carpintero.
El aire helado del exterior entra a raudales con tanta rapidez que casi apaga la linterna. Crozier tiene que protegerla con la mano libre para que siga encendida, proyectando las sombras danzarinas de ambos hombres contra los baos, la cubierta y los mamparos.
Las dos largas cuadernas exteriores del casco están destrozadas y dobladas hacia dentro por alguna fuerza inconcebible e irresistible. Claramente visibles a la luz de la linterna, que tiembla ligeramente, se aprecian unas marcas veteadas de garras con manchurrones helados de una sangre de un color intenso, absurdo.
Goodsir
Latitud 75° 12' N — Longitud 61° 6' O
Bahía de Baffin, julio de 1845
Del diario privado del doctor Harry D. S. Goodsir:
11 de abril de 1845
En una carta dirigida a mi hermano escribo hoy: «Todos los oficiales esperan encontrar el paso y estar en el lado del Pacífico para el próximo verano».
Confieso que por muy Egoísta que parezca, mis expectativas sobre la Expedición me llevan a creer que nos costará algo más alcanzar Alaska, Rusia, China y las cálidas aguas del Pacífico. Aunque he recibido instrucción como anatomista y me he enrolado con el capitán sir John Franklin como simple ayudante de cirujano, yo, en Verdad, no soy un simple cirujano, sino un Doctor, y confieso además que por muy aficionados que puedan resultar mis intentos, espero convertirme en una especie de Naturalista en este viaje. Aunque no tengo ninguna Experiencia personal con la flora y la fauna árticas, tengo la intención de familiarizarme personalmente con las formas de vida de este Reino Helado hacia el cual nos hicimos a la mar hace sólo un mes. Estoy especialmente interesado en el oso blanco, aunque la mayoría de los relatos que he oído contar a balleneros y antiguos Lobos de Mar Árticos tienden a ser demasiado fabulosos para concederles algún crédito.
Reconozco que este Diario personal es poco habitual, ya que la Bitácora Oficial que debo iniciar cuando partamos el mes que viene registrará todos los acontecimientos profesionales pertinentes y observaciones de mi tiempo en el
HMS Erebus,
en mi calidad de Ayudante de Cirujano y como miembro de la expedición del capitán sir John Franklin para hallar el paso del Noroeste, pero siento que se debe hacer algo más, algún otro registro con un relato más personal, y aunque jamás deje que ningún otro ser humano lea esto después de mi Regreso, es mi Deber (ante mí mismo, ya que no ante los demás) llevar estas notas. Lo único que sé hasta el momento es que mi Expedición con el capitán sir John Franklin promete ser la Experiencia de mi Vida.
Domingo, 18 de mayo de 1845
Todos los hombres están a bordo y aunque siguen los preparativos de última hora ininterrumpidamente para la Partida de mañana, especialmente en el almacenamiento de lo que el capitán Fitzjames me informa de que son más de ocho mil latas de comida envasada que han llegado justo a tiempo, sir John ha dirigido un Servicio Espiritual hoy para nosotros a bordo del
Erebus
y para todos los miembros de la tripulación del
Terror
que han deseado unirse a nosotros. He observado que el capitán del
Terror,
un irlandés llamado Crozier, no estaba entre los asistentes.
Nadie puede haber asistido al largo oficio y oído el sermón verdaderamente largo de sir John de hoy sin haberse sentido profundamente conmovido. Me pregunto si algún Buque de otra Marina de cualquier otra nación habrá sido capitaneado jamás por un hombre tan Religioso. No hay duda alguna de que estamos verdadera e irrevocablemente en Manos del Señor para el viaje que se avecina.
19 de mayo de 1845
¡Qué Partida!
Como nunca antes había estado en Alta Mar, y mucho menos había sido miembro de ninguna Expedición tan Anunciada, no tenía ni Idea de lo que debía Esperar, pero Nada podía haberme preparado para la gloria de un Día como el de hoy.
El capitán Fitzjames estima que más de diez mil curiosos y Personas de Importancia se apiñaban en los muelles de Greenhithe para vernos partir.
Los discursos resonaban hasta tal punto de que pensaba que no podríamos partir mientras todavía la Luz del Sol llenase el Cielo Veraniego. Las bandas tocaban. Lady Jane, que había subido a bordo con sir John, bajó por la pasarela entre una serie de calurosos hurras de los sesenta y tantos tripulantes del
Erebus.
Las bandas volvieron a tocar. Entonces empezaron los vítores, mientras se largaban las estachas, y durante varios minutos el estruendo fue tan ensordecedor que no fui capaz de oír la orden que el propio sir John me gritó al oído.
La noche pasada, el teniente Gore y el Cirujano Jefe Stanley fueron tan Amables de informarme de que es costumbre durante la navegación que los oficiales no Muestren Emoción alguna, de modo que aunque sólo soy oficial técnicamente, permanecí en postura de firmes con los oficiales, con sus bonitas casacas azules, e intenté reprimir toda Exhibición de emociones, por muy varoniles que éstas fuesen.
Eramos los únicos en hacerlo. Los Marineros gritaban y agitaban los pañuelos y colgaban de los flechastes, y pude ver a muchas Mujeres de la Vida de los muelles, con su colorete, que los saludaban y les decían adiós. Incluso el capitán sir John Franklin agitaba un pañuelo de vivos colores rojo y verde a lady Jane, a su hija Eleanor y a su sobrina Sophia Cracroft, que le devolvieron el saludo hasta que la visión de los muelles quedó obstruida por el
Terror,
que nos seguía.
Nos están arrastrando unos remolcadores de vapor, y en esta etapa de nuestro viaje nos sigue el
HMS Rattler,
una fragata de vapor muy potente y nueva, y también un barco de transporte alquilado para llevar nuestras provisiones, el
Baretto júnior.
Justo antes de que el
Erebus
se alejase del muelle, una Paloma se posó en el palo mayor. La hija del primer matrimonio de sir John, Eleanor, bastante llamativa con un vestido de un verde intenso y un parasol color esmeralda, chilló entonces, pero no pudo ser oída entre los Vítores y las Bandas. Entonces señaló hacia arriba, y sir John y muchos de los Oficiales levantaron la vista, sonrieron y también señalaron a la Paloma a otros que iban a bordo del buque.
Combinado con las Palabras pronunciadas en el Oficio Espiritual de ayer, asumo que éste es el Mejor Presagio Posible.
4 de julio de 1845
Qué terrible Travesía la del Atlántico Norte a Groenlandia.
Durante treinta tormentosos días, aun siendo remolcado, el Buque estuvo cabeceando, oscilando y bamboleándose, y las Portas de cada costado, herméticamente selladas, apenas quedaban un metro y veinticinco centímetros por encima del agua durante las oscilaciones hacia abajo, a veces casi sin Avanzar. He estado terriblemente mareado Veintiocho de los últimos Treinta días. El teniente La Vesconte me dice que nunca hemos hecho más de cinco nudos, cosa que, según me asegura, es un tiempo Terrible para cualquier buque que navega simplemente a Vela, y mucho menos para un Milagro de la Tecnología como el
Erebus
y nuestra embarcación amiga, el
Terror,
ambos capaces de progresar mediante vapor bajo el Impulso de sus invencibles Hélices.
Hace tres días doblamos el cabo Farewell, en el extremo sur de Groenlandia, y confieso que atisbar ese Enorme Continente, con sus acantilados rocosos y sus glaciares sin fin que bajan hasta el Mar, oscureció de forma tan pesada mi Espíritu como el cabeceo y bamboleo hicieron con mi Estómago.
¡Buen Dios, qué lugar más inhóspito y frío! Y en el mes de julio...
Nuestra moral está por las Nubes, sin embargo, y a bordo todos confiamos en la Habilidad y el Buen Juicio de sir John. Ayer el teniente Fairholme, el más joven de todos los tenientes, me dijo Confidencialmente: «Nunca he sentido que ningún capitán con los que he navegado antes fuese tan buen compañero».
Hoy hemos llegado a la estación ballenera Danesa de la bahía de Disko. Toneladas de suministros se han transferido desde el
Baretto Júnior,
y diez bueyes vivos transportados a bordo de ese buque fueron sacrificados esta misma tarde. Todos los hombres de ambos buques de la Expedición se darán un festín de carne esta noche.
Cuatro hombres han sido despedidos hoy de la Expedición, siguiendo el consejo de cuatro de nuestros cirujanos, y volverán a Inglaterra con el barco de remolque y de transporte. Son un hombre del
Ere
bus,
un tal Thomas Burt, el armero del buque, y tres tripulantes del
Terror,
un soldado de la Marina llamado Aitken, un marinero que se llama John Brown, y el velero del
Terror,
James Elliott. Eso deja el número total de hombres en los dos buques en 129.
El pescado seco de los Daneses y una nube de Polvo de Carbón se ciernen encima de todos nosotros esta tarde. Centenares de sacos de carbón se han transferido hoy del
Baretto Júnior,
y los marineros a bordo del
Erebus
están muy atareados con las piedras suaves que llaman Piedras de Arena, frotando y volviendo a frotar las cubiertas para dejarlas bien limpias mientras los oficiales les gritan dándoles ánimos. A pesar del trabajo extra, Todos los Marineros están de Excelente Humor a causa de la promesa del Festín de esta Noche y gracias a raciones extra de Grog.
Además de los cuatro hombres inválidos que se han devuelto a casa, sir John también enviará las inspecciones de junio, los despachos oficiales y todas las cartas personales con el
Baretto
Júnior.
Todo el mundo estará muy ocupado escribiendo los próximos días.
¡Después de esta semana, la próxima carta que llegue a nuestros seres queridos la enviaremos desde Rusia o China!
12 de julio de 1845
Otra partida, esta vez la Ultima antes del paso del Noroeste. Esta mañana hemos soltado amarras y nos dirigimos hacia el oeste desde Groenlandia, mientras la tripulación del
Baretto Júnior
nos dirigía tres entusiastas hurras y agitaba las gorras. Seguro que éstos son los últimos Hombres Blancos que vemos hasta que lleguemos a Alaska.
26 de julio de 1845
Dos balleneros, el
Prince of Wales
y el
Enterprise
han anclado cerca del lugar donde nosotros nos habíamos sujetado a una Montaña de Hielo flotante. He disfrutado muchas horas de charla con los capitanes y la tripulación acerca de los osos blancos.