El Terror (3 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
11.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

El capitán alza la mano enguantada hasta la visera de su gorra, bien sujeta por dos vueltas de una gruesa bufanda, y por tanto imposible de quitar o levantar incluso, y dice:

—Saludos, señora. Le sugiero que piense en retirarse abajo a su cuarto. Aquí hace ya un poco de frío.

Silenciosa
le mira. No parpadea, aunque sus largas pestañas no tienen nada de hielo. No habla, claro. Le mira.

Crozier, simbólicamente, se toca de nuevo el sombrero y continúa su vuelta por la cubierta, trepando hacia la popa elevada sobre el hielo y luego bajando por el lado de estribor, y haciendo una pausa para hablar con los otros dos hombres de guardia, para darle tiempo a Irving a llegar abajo y quitarse su ropa de abrigo, de modo que no parezca que el capitán va siguiendo al teniente pisándole los talones.

Acaba su conversación con el último vigía que tirita, el marinero de primera Shanks, cuando el soldado Wilkes, el más joven de los infantes de marina de a bordo, sale corriendo de debajo de la lona. Wilkes sólo se ha puesto dos capas de ropa encima del uniforme y le empiezan a castañetear los dientes antes de entregarle el mensaje.

—Con los saludos del señor Thompson al capitán, señor, el ingeniero dice que el capitán debería bajar a la bodega tan rápido como pueda.

—¿Por qué? —Si al final se ha acabado rompiendo la caldera, Crozier sabe que están todos muertos.

—Ruego que me perdone, señor, pero el señor Thompson dice que se requiere al capitán porque el marinero Manson está muy cerca del motín, señor.

Crozier se pone tieso al momento.

—¿Motín?

—«Cerca del motín», han sido las palabras del señor Thompson, señor.

—Hable claro, soldado Wilkes.

—Manson no quiere llevar más sacos de carbón más allá de la sala de Muertos, señor. Ni quiere bajar a la bodega. Dice que respetuosamente se niega, capitán. No quiere levantarse y está sentado en lo más bajo de la escala y no piensa llevar más carbón abajo, a la sala de la caldera.

—¿Qué es esa tontería? —Crozier siente los primeros pinchazos de la familiar ira irlandesa.

—Son los fantasmas, capitán —dice el soldado Wilkes, entre los dientes castañeteantes—. Todos los hemos oído cuando llevamos carbón o cuando cogemos algo de los almacenes más hondos. Por eso los hombres no quieren bajar más de la cubierta del sollado, a menos que los oficiales se lo ordenen, señor. Hay algo ahí abajo en la bodega, en la oscuridad. Algo que ha estado arañando y golpeando desde dentro del barco, capitán. No es sólo el hielo. Manson está seguro de que es su antiguo compañero, Walker, y..., y los otros cadáveres guardados allí, en la sala de Muertos, que quieren salir.

Crozier controla su impulso de tranquilizar al soldado con hechos. El joven Wilkes no encontraría los hechos demasiado tranquilizadores.

El primer hecho y más sencillo de todos es que el ruido de rascar que procede de la sala de Muertos es, casi con toda seguridad, el de los centenares o miles de enormes ratas negras que se están dando un festín con los camaradas congelados de Wilkes. Las ratas noruegas, como Crozier sabe mucho mejor que el joven guardiamarina, son animales nocturnos, cosa que significa que están activas día y noche durante el largo invierno ártico, y esas criaturas tienen unos dientes que crecen sin cesar. Eso a su vez significa que los asquerosos bichos tienen que roer siempre. El las ha visto roer barriles de roble de la Marina Real, latas de dos centímetros y medio de grosor e incluso forros de plomo. Las ratas no tienen más problemas para comerse los restos congelados del marinero Walker y sus cinco desgraciados camaradas, incluyendo tres de los mejores oficiales de Crozier, de los que tendría un hombre cualquiera para comerse una tira de buey salado fría.

Pero Crozier no cree que sean sólo las ratas lo que oyen Manson y los demás.

Las ratas, como sabe Crozier por su experiencia de trece inviernos en el hielo, tienden a comerse a los amigos de uno de una forma tranquila y eficiente, excepto por los frecuentes chillidos que lanzan cuando esas voraces y enloquecidas alimañas se vuelven las unas contra las otras.

Hay algo más que produce esos ruidos de rascar y golpear abajo, en la cubierta de la bodega.

Lo que Crozier decide no recordarle al soldado Wilkes es el segundo hecho, el más sencillo: mientras la cubierta inferior normalmente estaría fría pero segura allí, debajo de la línea del agua o la línea invernal del mar helado, la presión del hielo ha forzado la proa del
Terror
más de cuatro metros más arriba de lo que debería estar. El casco en esa zona todavía está atrapado, pero sólo por varios centenares de toneladas amontonadas de hielo irregular, y por las toneladas añadidas de nieve que los hombres han apilado a sus costados a unos pocos centímetros de la barandilla para proporcionar un mayor aislamiento para el invierno.

Algo, según sospecha Francis Crozier, ha excavado a lo largo de esas toneladas de nieve y ha hecho un túnel a través de la masa de hielo, dura como el hierro, hasta llegar al casco del buque. De alguna forma, esa cosa ha notado qué partes del interior a lo largo del casco, como los tanques de almacenamiento de agua, están forradas de hierro, y ha encontrado una de las pocas zonas de almacenamiento huecas, la sala de Muertos, que conduce directamente al barco. Y ahora está golpeando y arañando para entrar.

Crozier sabe que sólo existe una cosa en la tierra que tenga tanta fuerza, una persistencia tan mortal, y una inteligencia tan malévola. El monstruo del hielo está intentando llegar hasta ellos desde abajo.

Sin decir ni una palabra más al guardiamarina Wilkes, el capitán Crozier se dirige abajo a intentar arreglar las cosas.

1.
Superficie nevada que presenta muchas irregularidades topográficas, modelada por surcos agudos e irregulares que se forman por la erosión del viento, la saltación de partículas de nieve y la propia deposición de la nieve caida, tanto en regiones polares como templadas.

2

Franklin

Latitud 51° 29' N — Longitud 0° 0' O

Londres, mayo, 1845

Era y sería siempre el hombre que se comió sus zapatos.

Cuatro días antes de echarse a la mar, el capitán sir John Franklin contrajo la gripe que corría por ahí. Se contagió, estaba seguro, no de uno de los marineros y estibadores corrientes que cargaban los barcos en los muelles de Londres, ni de ninguno de los ciento treinta y cuatro miembros de su tripulación y oficiales, porque todos estaban sanos como caballos de tiro, sino de algún enfermizo adulador de alguno de los círculos de amigos de la alta sociedad de lady Jane.

El hombre que se comió sus zapatos.

Era tradicional entre las mujeres de los héroes del Ártico coser una bandera para plantarla en algún lugar del lejano norte, o en este caso, para izarla en el punto en que se completase el tránsito de la expedición del paso del Noroeste, y la esposa de Franklin, Jane, estaba terminando de coser una Union Jack de seda cuando él llegó a casa. Sir John entró en el salón y se dejó caer medio derrengado en el sofá relleno de pelo de caballo, cerca del lugar donde ella estaba sentada. Más tarde no recordaba haberse quitado las botas, pero alguien debió de hacerlo, ya fuese Jane o uno de los sirvientes, porque pronto se encontró echado de espaldas y medio dormido, con un fuerte dolor de cabeza y el estómago más inquieto que si estuviera en el mar, y ardiendo de fiebre. Lady Jane le hablaba de lo ocupada que había pasado el día, sin hacer una pausa en su relato. Sir John intentaba escucharla mientras la fiebre le arrastraba en su incierta marea.

Él era el hombre que se comió sus zapatos, y así fue durante veintitrés años, desde que volvió a Inglaterra en 1822 después de su primera y fracasada expedición por tierra atravesando el norte de Canadá para encontrar el paso del Noroeste. Recordó las risitas y las bromas que se hicieron a su regreso. Franklin se había comido sus zapatos y cosas peores en aquel viaje malhadado de tres años, incluyendo
tripe-de-roche,
unas gachas asquerosas hechas con liquen rascado de las rocas. Dos años después de partir, muertos de hambre, él y sus hombres (Franklin los había dividido en tres grupos, dejando que los otros dos sobrevivieran o murieran por su cuenta) habían hervido la parte superior de sus botas y zapatos para sobrevivir. Sir John, que entonces era simplemente John, ya que fue nombrado caballero por su incompetencia después de un viaje posterior por tierra y una frustrada expedición polar por mar, había pasado muchos días en 1821 sin comer otra cosa que restos de piel sin curtir. Sus hombres se comieron los camisones de piel de búfalo. Y luego algunos habían empezado a comer otras cosas.

Pero nunca se comieron a otro ser humano.

Hasta aquel día, Franklin dudaba de si los otros de su expedición, incluyendo a su buen amigo y teniente jefe el doctor John Richardson, habrían conseguido resistir esa tentación. Habían ocurrido demasiadas cosas cuando los grupos estaban separados e iban dando tumbos por las inmensidades árticas, intentando desesperadamente volver al pequeño e improvisado
Fort Enterprise
de Franklin y a los auténticos fuertes,
Providence
y
Resolution
.

Nueve hombres blancos y un esquimal muertos. Nueve muertos de los veintiuno que el joven teniente John Franklin, de treinta y tres años de edad y por entonces chato y ya algo calvo, había conducido saliendo de
Fort Resolution
en 1819, más uno de los guías nativos que recogieron por el camino. Franklin se había negado a dejar que el hombre dejase la expedición para buscar algo de comer para sí mismo. Dos de los hombres fueron asesinados a sangre fría. Al menos uno de ellos, sin duda, fue devorado por otros. Pero sólo murió un inglés. Sólo un hombre realmente blanco. Los demás sólo eran
voyageurs
franceses o indios. Fue un éxito relativo, sólo un inglés muerto, aunque todos los demás se vieron reducidos a tartamudeantes esqueletos barbudos. Aunque los demás sobrevivieron sólo porque George Back, ese maldito guardiamarina hipersexuado, caminó por la nieve unos dos mil kilómetros para traer suministros y, más importante que los suministros aún, más indios para que alimentasen y cuidasen a Franklin y su moribunda partida.

Ese condenado Back. No era un buen cristiano, en absoluto. Arrogante. No era un verdadero caballero, a pesar de que después le nombraran sir por una expedición al Ártico navegando en el mismísimo
HMS Terror
que ahora comandaba sir John.

En aquella expedición, la de Back, el
Terror
fue levantado por el aire hasta una altura de quince metros por una torre de hielo que se elevó de pronto y luego lo dejó caer tan violentamente que todas las cuadernas de roble del casco se abrieron y se formó una vía. George Back llevó el barco con sus grietas a la costa de Irlanda, consiguiendo que encallase pocas horas antes de que acabase hundido. Todos los hombres padecían el escorbuto: encías negras, ojos sangrantes, dientes que se caían, y la locura y los delirios que lo acompañan.

Después de aquello nombraron sir a Back, desde luego. Es lo que hacían siempre Inglaterra y el Almirantazgo cuando uno volvía de una expedición polar que había fracasado miserablemente, con el resultado de una terrible pérdida de vidas. Si uno sobrevivía, te daban un título y celebraban un desfile. Después de que volviese Franklin de su segunda expedición al extremo norte y más alejado de Norteamérica para hacer mapas de la costa, en 1827, el rey Jorge IV le nombró, personalmente, caballero. La Sociedad Geográfica de París le entregó una medalla de oro. Fue recompensado nombrándole capitán de la preciosa y pequeña fragata de veintiséis cañones
HMS Rainbow
y le destinaron al Mediterráneo, un destino por el que todos y cada uno de los capitanes de la Marina Real rezaban cada día. El pidió en matrimonio a una de las mejores amigas de Eleanor, su esposa muerta, la enérgica, bella y desenvuelta Jane Griffin.

—Así que le expliqué a sir James, tomando el té —estaba diciendo Jane—, que el honor y la reputación de mi querido sir John son infinitamente más queridas para mí que cualquier deseo egoísta de regodearme en la compañía de mi marido, aunque deba ser por cuatro años... o cinco.

¿Cómo se llamaba aquella chica india
copper
por la cual Back estuvo a punto de pelear en un duelo en sus cuarteles de invierno, en
Fort Enterprise
?

Medias Verdes
. Sí, eso era.
Medias Verdes
.

Esa chica era mala. Sí, muy guapa, pero mala. No tenía vergüenza. El propio Franklin, a pesar de todos sus esfuerzos por no mirarla siquiera, la había visto quitarse sus ropas de pagana y atravesar desnuda la mitad de la cabaña, una noche de luna.

Él tenía treinta y cuatro años por aquel entonces, pero ella era la primera criatura humana femenina desnuda que veía, y la más bella. Aquella piel oscura. Esos pechos ya hinchados como un fruto maduro, pero todavía de adolescente, con los pezones todavía no erectos, con esa areola extraña, suave, como unos círculos de un marrón oscuro. Era una imagen que sir John no había podido erradicar nunca de su recuerdo, por mucho que lo intentase, en el cuarto de siglo transcurrido desde entonces. La chica no tenía la clásica uve de vello púbico que Franklin había visto posteriormente en su primera esposa, Eleanor, atisbada sólo una vez cuando ella se preparaba para el baño, ya que Eleanor nunca permitió que la más mínima luz los iluminara las escasas veces que hacían el amor, ni el nido de vello más ralo, pero también más agreste y rubio que formaba parte del cuerpo envejecido de su actual esposa, Jane. No, la muchacha india,
Medias Verdes
, tenía sólo una franja estrecha, pero de un negro impoluto, encima de sus partes femeninas. Tan delicada como una pluma de cuervo. Tan negra como el mismísimo pecado.

El guardiamarina escocés, Robert Hood, que ya había engendrado un bastardo con otra mujer india durante aquel interminable primer invierno en la cabaña que él había bautizado como
Fort Enterprise
, se enamoró rápidamente de la
squaw
adolescente
Medias Verdes
. La chica se había acostado previamente con otro guardiamarina, George Back, pero como Back se había ido a cazar, ella trasladó sus preferencias sexuales a Hood con la facilidad que sólo conocen los paganos y los primitivos.

Franklin todavía recordaba los gemidos de pasión en las largas noches..., no la pasión de unos pocos minutos, como la que él había experimentado con Eleanor, sin gemir ni hacer ruido alguno, por supuesto, ya que ningún caballero haría semejante cosa, ni tampoco los dos breves brotes de pasión como en aquella memorable noche de su luna de miel con Jane; no, Hood y
Medias Verdes
lo hacían al menos media docena de veces. En cuanto los ruidos de Hood y la chica cesaban en el cobertizo adjunto, empezaban otra vez... risas, cuchicheos, luego quejidos suaves, que conducían de nuevo a los gritos más altos a medida que la descarada muchacha apremiaba a Hood.

Other books

The Boar by Joe R. Lansdale
The Piper's Tune by Jessica Stirling
Kismet by AE Woodward
Serpents in the Garden by Anna Belfrage
Piratas de Venus by Edgar Rice Burroughs
Mated to the Wolf by Bonnie Vanak
Life With Toddlers by Michelle Smith Ms Slp, Dr. Rita Chandler
The Life We Bury by Allen Eskens