No hay clases esta noche, y falta menos de una hora para que desenrollen sus coys y se acuesten, de modo que la mayoría de los hombres están sentados en sus baúles o montones de material apilados, fumando o hablando a la débil luz. El centro del espacio está ocupado por la gigantesca estufa Frazer, en la cual el señor Diggle está cocinando unos bizcochos. Diggle, el mejor cocinero de la flota por lo que respecta a Crozier, y un verdadero botín, literalmente, porque Crozier robó al escandaloso cocinero del buque insignia del capitán sir John Franklin justo antes de que partiese la expedición, siempre está cocinando, normalmente galletas, y maldice, golpea y da patadas y reprende a sus ayudantes mientras tanto. Los hombres, literalmente, se escabullen de la gigantesca estufa y desaparecen por la escotilla, buscando provisiones en las cubiertas inferiores o apresurándose para evitar la voluble ira del señor Diggle.
La estufa Frazer en sí misma parece, a ojos de Crozier, casi tan grande como el motor de locomotora que llevan en la bodega. Además de su gigantesco horno y de seis grandes quemadores, el enorme artefacto de hierro tiene un desalinizador incorporado y una prodigiosa bomba de mano para sacar agua, o bien del océano, o bien de las hileras de enormes tanques de almacenamiento de agua que hay abajo, en la bodega. Pero tanto el mar exterior como el agua de la bodega están ahora completamente congeladas, de modo que las enormes ollas que burbujean en los quemadores del señor Diggle están muy ocupadas fundiendo enormes trozos de hielo cortados de los tanques de agua de abajo y subidos para ese fin.
El capitán ve, más allá de la mampara que forman los estantes y las alacenas del señor Diggle, donde antes estaba la amurada delantera, la enfermería en el pique de proa del buque. Durante dos años no hubo enfermería. La zona estaba repleta de arriba abajo con cajas y barriles, y los hombres que tenían que acudir al cirujano o a su ayudante a las 7.30 lo hacían junto a la estufa del señor Diggle. Pero ahora, como había más provisiones gastadas y el número de enfermos y heridos se multiplicaba, los carpinteros habían creado una parte más permanente y separada del pique de proa para que sirviera de enfermería. Y el capitán también veía la entrada como un túnel entre las cajas donde habían creado un espacio para que durmiese
Lady Silenciosa
.
Esa discusión había ocupado la mayor parte de un día en el pasado mes de junio. Franklin había insistido en que no se permitiese subir a la mujer esquimal a su buque. Crozier la había aceptado, pero su discusión con su oficial ejecutivo, el teniente Little, en cuanto a dónde alojarla había sido casi absurda. Hasta una esquimal puede helarse y morir en cubierta o en las dos cubiertas inferiores, y eso lo sabían, de modo que sólo quedaba la cubierta inferior principal. Ciertamente, ella no podía dormir en la zona de la tripulación, aunque hubiese coys vacíos por entonces, gracias a la cosa de afuera en el hielo.
En los tiempos en que Crozier era un marinero adolescente, y luego como guardiamarina, a las mujeres que conseguían introducirse a bordo a escondidas las colocaban en el cuarto de la guindaleza, sin luz y casi sin aire, en la parte más baja a proa del barco, al alcance del castillo de proa, para el hombre u hombres afortunados que conseguían subirlas. Pero ya en junio, cuando apareció
Silenciosa
, en el cuarto de la guindaleza del
HMS Terror
estaban a bajo cero.
No, alojarla con la tripulación era una idea que no se podía ni considerar.
¿Con los oficiales? Quizá. Había camarotes vacíos, ya que algunos de los oficiales estaban muertos y descuartizados. Pero tanto el teniente Little como su capitán habían estado de acuerdo al momento en que la presencia de una mujer sólo unos pocos tabiques endebles y unas puertas deslizantes más allá de los hombres dormidos no sería nada saludable.
¿Dónde, entonces? No podían asignarle un lugar donde dormir y luego colocar un guardia armado delante de ella todo el tiempo.
Fue Edward Little quien dio con la idea de trasladar algunas mercancías y formar un pequeño hueco con una zona para dormir para la mujer en el pique de proa, donde habría debido encontrarse la enfermería. La única persona que estaba despierta toda la noche y todas las noches era el señor Diggle, cocinando sus bizcochos como Dios manda y friendo su carne para el desayuno, y si el señor Diggle había tenido algún día gusto por las damas, era evidente que aquel día había pasado hacía tiempo. Del mismo modo —razonaron el teniente Little y el capitán Crozier—, la proximidad de la estufa Frazer ayudaría a mantener caliente a su huésped.
En eso tenían razón, desde luego. Aquel calor excesivo ponía enferma a
Lady Silenciosa
, y la obligaba a dormir completamente desnuda encima de sus pieles, en su pequeña caverna hecha de cajas y barriles. El capitán lo descubrió por accidente y la imagen se le quedó grabada.
Ahora Crozier toma una linterna de su gancho, la ilumina, levanta la trampilla y baja por la escala hasta la cubierta del sollado para no empezar a fundirse como uno de los bloques de hielo de la estufa.
Decir que hace frío en la cubierta del sollado es un eufemismo que el mismo Crozier usaba antes de su primer viaje ártico. En el recorrido de un metro y ochenta centímetros bajando la escala hacia la cubierta inferior, la temperatura ha caído al menos treinta grados. La oscuridad aquí es casi absoluta.
Crozier se toma el habitual minuto del capitán para mirar a su alrededor. El círculo de luz de su linterna es débil, ilumina sobre todo la niebla que forma su aliento en el aire. A su alrededor se encuentra el laberinto de cajas, toneles, latas, barrilitos, barriles grandes, sacos de carbón y bultos cubiertos de lona y apiñados de arriba abajo, con las provisiones que quedan en el buque. Aunque no llevase la linterna, Crozier podía abrirse camino entre la oscuridad y los chillidos de las ratas. Conoce cada centímetro de ese barco. A veces, especialmente muy tarde por la noche, cuando se queja el hielo, Francis Rawdon Moira Crozier se da cuenta de que el
HMS Terror
es su esposa, madre, novia y puta. Ese conocimiento tan íntimo de una dama hecha de roble y de hierro, estopa y lastre, lona y latón, es el único matrimonio verdadero que conocerá. ¿Cómo se le ocurrió pensar otra cosa con Sophia?
En otros tiempos, aunque sea tarde por la noche, cuando los quejidos del hielo se convierten en gritos, Crozier piensa que el barco se ha convertido en su cuerpo y su mente. Allá fuera, fuera de las cubiertas y del casco, se encuentra la muerte. El frío eterno. Aquí, aunque estén congelados en medio del hielo, continúan los latidos, por muy débiles que sean, del calor, la conversación, el movimiento y la cordura.
Pero viajar hacia lo más profundo del barco, observa Crozier, es como viajar demasiado adentro del propio cuerpo o de la propia mente. Lo que uno encuentra allí puede no ser agradable. La cubierta del sollado es el vientre. Allí es donde se almacenan la comida y los recursos necesarios, cada cosa bien empaquetada en el orden en que se supone que se necesitará, fácil de encontrar para los que deben bajar aquí acosados por los gritos y los golpes del señor Diggle. Más abajo, en la cubierta de la bodega adonde se dirige, están los intestinos y los riñones, los tanques de agua y la mayor parte del carbón almacenado, y más provisiones. Pero es la analogía con la mente lo que más molesta a Crozier. Perseguido y asediado por la melancolía gran parte de su vida, sabiendo que se trata de una debilidad secreta empeorada por sus doce inviernos pasados en la helada oscuridad ártica ya de adulto, exacerbada recientemente hasta convertirse en una pura agonía por el rechazo de Sophia Cracroft, Crozier piensa en la cubierta inferior, parcialmente iluminada y ocasionalmente caliente pero vivible, como la parte más sana de sí mismo. El mundo mental inferior de la cubierta del sollado, inquietante, es donde pasa la mayor parte del tiempo ahora, escuchando los gritos del hielo y esperando que los pernos de metal y las sujeciones de las vigas se suelten y exploten por el frío. Y la cubierta inferior de la bodega, con sus olores terribles y su sala de Muertos, es la locura.
Crozier aparta de sí esos pensamientos. Mira hacia abajo, al pasillo de la cubierta del sollado que corre hacia delante entre los barriles apilados y las cajas. El resplandor de la linterna queda bloqueado por los mamparos de la sala del pan, y los pasillos a ambos lados se constriñen hasta convertirse en túneles más estrechos aún que la escalera de cámara del alojamiento de oficiales, en la cubierta que tiene justo encima. Allí, los hombres deben apretujarse entre la sala del pan y las fundas que sujetan los últimos sacos de carbón del
Terror.
La habitación de almacenaje del carpintero está más adelante, en el costado de estribor; y el almacén del contramaestre, al otro lado, a babor.
Crozier se vuelve e ilumina con su linterna a popa. Las ratas huyen de la luz, algo letárgicas, y desaparecen entre los barriles de carne salada y las cajas de provisiones que van menguando.
A la luz mortecina de la linterna, el capitán ve el candado bien seguro en la sala de Licores. Cada día uno de los oficiales de Crozier baja aquí para coger la cantidad de ron necesaria para repartir el grog de mediodía a cada hombre, un cuarto de pinta de ron de setenta grados con tres cuartas partes de pinta de agua. En la sala de Licores también se guardan el vino y el brandy de los oficiales, así como doscientos mosquetes, machetes y espadas. Como siempre se ha hecho en la Marina Real, las escotillas conducen directamente desde el comedor de oficiales y el camarote Grande de encima a la sala de Licores. Si hubiese un motín, los oficiales serían los primeros en llegar a las armas.
Detrás de la sala de Licores se encuentra la santabárbara, con sus barriles de pólvora y su munición. A cada lado de la sala de Licores se hallan varios espacios de almacenamiento y casillas, incluyendo los pañoles de cables; la sala de Velas, con su fría lona, y el ropero, del cual el señor Helpman, el amanuense de a bordo, saca las ropas de abrigo.
Detrás de la sala de Licores y la santabárbara se encuentra la despensa del capitán, que contiene un suministro privado, y pagado de su bolsillo, de jamones, quesos y otros lujos. Todavía es costumbre que el capitán del buque invite a la mesa de vez en cuando a sus oficiales, y mientras las vituallas de la despensa de Crozier palidecen al lado de las lujosas golosinas almacenadas en la despensa privada del difunto capitán sir John Franklin en el
Erebus,
el almacén de Crozier, casi vacío ya, ha aguantado durante dos veranos y dos inviernos en el hielo. Y además, piensa con una sonrisa, tiene la ventaja de contar con una bodega de vino bastante decente, de la cual todavía se benefician los oficiales. Y muchas botellas de whisky de las cuales él, su capitán, depende. Los pobres comandantes, tenientes y oficiales civiles a bordo del
Erebus
se las han tenido que arreglar sin licores durante dos años. Sir John Franklin era abstemio, y, por lo tanto, mientras él estuvo vivo, también lo fue su comedor de oficiales.
Una linterna oscila hacia Crozier en el pasillo estrecho que conduce hacia abajo desde la proa. El capitán se vuelve a tiempo de ver algo parecido a un oso negro y peludo que introduce su bulto entre las fundas del carbón y el mamparo de la sala del pan.
—Señor Wilson —dice Crozier, reconociendo al ayudante de carpintero por su rotundidad y por sus guantes de piel de foca y los pantalones de piel de ciervo regalados a todos los hombres antes de la partida, pero que sólo unos pocos habían preferido a sus ropas de lana y de franela. En algún momento del viaje, el carpintero había cosido unas pieles de lobo conseguidas en la estación ballenera danesa de Disko Bay y se había hecho una especie de abrigo muy abultado, pero, según insistía él, cálido.
—Capitán. —Wilson, uno de los hombres más gordos a bordo, lleva la linterna en una mano y varias cajas de herramientas de carpintero metidas debajo del otro brazo.
—Señor Wilson, salude al señor Honey y pídale que venga a verme a la cubierta de la bodega.
—Sí, señor. ¿En qué parte de la cubierta de la bodega, señor?
—En la sala de Muertos, señor Wilson.
—Sí, señor. —La luz de la linterna se refleja en los ojos de Wilson mientras el ayudante mantiene su mirada curiosa clavada un segundo más de lo necesario.
—Y dígale al señor Honey que traiga una barra para hacer palanca, señor Wilson.
—Sí, señor.
Crozier se aparta a un lado, apretándose entre dos barriles para permitir al hombre grandote que suba por la escala hasta la cubierta superior. El capitán sabe que quizá despierte a su carpintero para nada, y que el hombre quizá se tome la molestia de ponerse sus ropas de abrigo mucho antes de que haya luz por ningún motivo en especial, pero tiene un palpito, y prefiere molestar al hombre ahora en lugar de hacerlo más tarde.
Cuando Wilson ya ha conseguido meter su enorme bulto por la escalera y subir a la escotilla superior, el capitán Crozier levanta la trampilla inferior y baja hacia la cubierta de la bodega.
Como todo el espacio de la cubierta se encuentra por debajo del hielo exterior, la cubierta de la bodega está casi tan fría como ese mundo ajeno que hay más allá del casco. Y más oscuro, sin aurora ni estrellas ni luna que alivie la negrura omnipresente. El aire está cargado de polvo de carbón y humo de carbón, y Crozier ve las partículas negras girar en torno a su linterna chisporroteante como si fuesen las garras de un aparecido, y apesta a aguas residuales y a sentina. Un ruido como de algo que rasca, roza y se desliza viene desde la oscuridad de popa, pero Crozier sabe que sólo es el carbón que están cargando a paletadas en la habitación de la caldera. Sólo el calor residual de la caldera mantiene líquidos los siete centímetros de agua sucia a los pies de la escala y evita que se conviertan en hielo. Adelante, donde la proa se sumerge mucho más honda en el hielo, hay casi treinta centímetros de agua helada, a pesar de que los hombres trabajan en las bombas seis horas al día o más. El
Terror,
como cualquier ser viviente, exhala humedad mediante sus funciones vitales, incluyendo la estufa del señor Diggle, siempre en funcionamiento, y mientras la cubierta inferior siempre está húmeda y cubierta de hielo y la cubierta del sollado está congelada, la bodega es una mazmorra con el hielo colgando de todas las vigas y agua que es hielo fundido hasta la altura de los tobillos. Los laterales negros y planos de los veintiún tanques de agua que forran el casco por cada lado añaden más frío aún. Llenos con treinta y ocho toneladas de agua fresca cuando la expedición zarpó, los tanques son ahora verdaderos icebergs blindados, y tocar el hierro es perder piel.