Los hombres sonrieron y bromearon. Ninguno de ellos había esperado llevar consigo buenas noticias a su parte correspondiente de tripulación después de aquella reunión.
Fitzjames levantó una ceja muy ligeramente. Su «sermón especial» y aquel oficio religioso al cabo de cinco días, como sabía bien Crozier, era algo nuevo para él, pero Crozier pensaba que quizás haría bien al capitán, cada vez más escuálido, preocuparse de algo que fuese el centro de atención, para variar. Fitzjames asintió levemente.
—Muy bien entonces, caballeros —dijo Crozier con un poco más de formalidad—. Este intercambio de ideas e información ha sido muy útil. El capitán Fitzjames y yo consultaremos y quizás hablemos con algunos de ustedes de nuevo, uno a uno, antes de decidir el curso de acción. Les dejo a ustedes, los del
Erebus,
para que vuelvan a su barco antes del ocaso de mediodía. Vayan con Dios, caballeros. Los veré el domingo.
Los hombres salieron. Fitzjames se unió a él, se acercó mucho y susurró:
—Quizá le pida prestado ese
Libro del Leviatán,
Francis. —Y siguió a sus hombres a proa, donde estaban ya poniéndose la ropa de abrigo.
Los oficiales del
Terror
volvieron a sus obligaciones. El capitán Crozier se quedó unos minutos sentado en su silla a la cabecera de la mesa, pensando en todo lo que se había hablado. El fuego de la supervivencia ardía con más fuerza que nunca en su pecho.
—¿Capitán?
Crozier levantó la vista. Era el viejo mozo del
Erebus,
Bridgens, que había ayudado al servicio a causa de la enfermedad de los mozos de ambos capitanes. El hombre había ayudado a Gibson a limpiar los platos y tazas de peltre.
—Ah, puede retirarse, Bridgens —dijo Crozier—. Vaya con los demás. Gibson se encargará de todo esto. No quiero que vuelva caminando solo al
Erebus.
—Sí, señor —dijo el mozo de los suboficiales—, pero me preguntaba si podría tener unas palabras con usted.
Crozier asintió. No invitó al mozo a sentarse. Nunca se sentía cómodo con aquel anciano, demasiado anciano para el Servicio de Descubrimientos. Si Crozier hubiera sido el responsable de tomar la decisión, hacía tres años, Bridgens nunca habría estado incluido en la lista, y ciertamente, jamás habría constado con la edad de «26 años» para engañar a la Marina... No obstante, a sir John le divertía tener a bordo un mozo mayor incluso que él mismo, y así estaban las cosas.
—No he podido evitar oír la discusión, capitán Crozier..., las tres opciones de quedarse con los barcos y esperar el deshielo, dirigirse al sur hacia el río del Pez o cruzar el hielo hacia Boothia. Si al capitán no le importa, me gustaría sugerirle otra opción.
Al capitán no le importaba, aunque hasta un irlandés igualitario como Francis Crozier torcía un poco el gesto al ver que un simple mozo daba opiniones sobre problemas de mando que podían considerarse de vida o muerte:
—Adelante —dijo.
El mozo se acercó a la pared de libros situados en el mamparo de proa y sacó dos grandes volúmenes, los colocó en la mesa y los dejó con un golpe.
—Sé que sabe usted, capitán, que en 1829 sir John Ross y su sobrino James navegaron con su buque
Victory
hacia el sur por la costa de Boothia Felix..., la península que descubrieron y que ahora llamamos península de Boothia.
—Lo sé perfectamente, señor Bridgens —dijo Crozier, fríamente—. Conozco a sir John y a su sobrino sir James muy bien. —Después de cinco años en los hielos de la Antártida con James Clark Ross, Crozier pensaba que lo conocía.
—Sí, señor —dijo Bridgens, asintiendo, pero nada avergonzado, al parecer—. Entonces, estoy seguro de que conocerá los detalles de su expedición, capitán Crozier. Pasaron «cuatro inviernos» en el hielo. El primer invierno, sir John fondeó el
Victory
en lo que llamó bahía Félix, en la costa este de Boothia..., casi completamente al este de nuestra posición de aquí.
—¿Estaba usted en aquella expedición, señor Bridgens? —preguntó Crozier, queriendo que el anciano siguiera ya.
—No tuve el honor, capitán. Pero he leído estos dos grandes volúmenes escritos por sir John, detallando esta expedición. Me preguntaba si usted habría hecho lo mismo, señor.
Crozier notó que su ira irlandesa le bullía dentro. El desparpajo de aquel viejo mozo bordeaba la impertinencia.
—Los he hojeado, por supuesto —dijo, fríamente—. No he tenido tiempo de leerlos cuidadosamente. ¿Adonde quiere ir a parar, señor Bridgens?
Cualquier otro oficial, suboficial, cabo de mar, marinero o marine bajo las órdenes de Crozier habría percibido el mensaje y se habría retirado de la sala Grande haciendo una profunda reverencia, pero Bridgens parecía no hacer caso de la irritación del comandante de su expedición.
—Sí, capitán —dijo el viejo—. El tema es que John Ross...
—Sir John —le interrumpió Crozier.
—Por supuesto. Sir John Ross tuvo el mismo problema que tenemos nosotros ahora, capitán.
—Tonterías. Él, James y el
Victory
se quedaron helados en el lado «este» de Boothia, Bridgens, precisamente adonde nos gustaría llegar con trineos, si tenemos tiempo y medios. A centenares de kilómetros al este de aquí.
—Sí, señor, pero a la misma latitud, aunque el
Victory
no tuvo que enfrentarse a esa maldita banquisa que bajaba desde el noroeste todo el tiempo, gracias a Boothia. Pero pasaron tres inviernos en el hielo, allí, capitán. James Ross fue en trineo casi mil kilómetros al oeste a través de Boothia y del hielo hacia la Tierra del Rey Guillermo, justo a cuarenta kilómetros al sudsudeste de nosotros, capitán. Llamó a ese lugar cabo Victoria... El mismo punto y mojón adonde llegó el pobre teniente Gore en trineo el verano pasado, antes de su desgraciado accidente.
—¿Y cree que no sé que sir James descubrió la Tierra del Rey Guillermo y la llamó cabo Victoria? —preguntó Crozier. Su voz sonaba tensa por la irritación—. También descubrió el maldito polo magnético durante esa expedición, Bridgens. Sir James es..., era... el hombre más destacado en los viajes en trineo de larga distancia de nuestra época.
Crozier se dio cuenta de que podía colgar a aquel hombre, pero no podría hacerlo callar. Frunció el ceño y escuchó.
—Sí, señor —dijo Bridgens. A Crozier le daban ganas de pegar al menudo mozo, que no paraba de sonreír. El capitán sabía, y lo había sabido antes de echarse a la mar, que aquel hombre era un sodomita reconocido, al menos en tierra firme. Después del amago de motín del ayudante de calafatero, el capitán Crozier estaba harto de los sodomitas—. Lo que quiero decir, capitán Crozier, es que después de tres inviernos en el hielo, con unos hombres tan enfermos de escorbuto como estarán los nuestros este verano, sir John decidió que nunca saldrían del hielo y hundió el
Victory
en diez brazas de agua, fuera de la costa de Boothia, al este de donde estamos nosotros, y se encaminaron hacia el norte a la bahía de Fury, donde el capitán Parry había dejado suministros y botes.
»Recordará, capitán, que los suministros de comida y botes de Parry estaban allí, en la playa de Fury. Ross cogió los botes y navegó hacia el norte a lo largo de la costa hacia el cabo Clarence, donde, desde los acantilados que hay allí, pudieron ver el norte hacia el estrecho de Barrow y el estrecho de Lancaster, donde esperaban encontrar buques balleneros..., pero el estrecho era de hielo sólido, señor. Aquel verano era tan malo como los últimos dos veranos que hemos pasado aquí, y como puede ser el que viene.
Crozier esperaba. Por primera vez desde su enfermedad mortal en enero, deseó tener un vaso de whisky.
—Volvieron a la playa de Fury y pasaron un cuarto invierno allí, capitán. Los hombres casi se murieron de escorbuto. Al siguiente mes de julio, cuatro años después de entrar en el hielo por ahí..., salieron con los botes pequeños hacia el norte y luego al este por el estrecho de Lancaster y pasaron la ensenada del Almirantazgo y la ensenada de la Marina, y la mañana del 25 de agosto, James Ross..., ahora sir James..., vio una vela. Le hicieron señas, gritaron y lanzaron cohetes. Pero la vela desapareció hacia el este, por encima del horizonte.
—Recuerdo que sir James mencionaba algo de eso —dijo Crozier, secamente.
—Sí, capitán, imagino que así fue —dijo Bridgens, con aquella irritante sonrisita suya tan pedante—. Pero el viento se calmó, y los hombres remaron como alma que lleva el diablo, señor, y consiguieron alcanzar al ballenero. Era el
Isabella,
capitán, el mismo buque que había mandado sir John en 1818.
»Sir John y sir James y la tripulación del
Victory
pasaron cuatro años en el hielo a nuestra latitud, capitán —continuó Bridgens—. Y sólo murió un hombre..., el carpintero, un tal señor Thomas, que tenía una disposición desagradable y dispéptica.
—¿Y adonde quiere ir a parar? —preguntó de nuevo Crozier. Su voz sonaba muy plana. Era demasiado consciente de que una docena de hombres habían muerto bajo su mando en aquella expedición.
—Todavía hay botes y provisiones en la playa de Fury —dijo Bridgens—. Y sospecho además que cualquier partida de rescate enviada a buscarnos, el último año o este verano mismo, dejará más botes y más provisiones allí. Es el primer lugar en el que pensará el Almirantazgo para dejarnos alijos a nosotros y a las futuras partidas de rescate. La supervivencia de sir John lo aseguraba.
Crozier suspiró.
—¿Tiene usted la costumbre de pensar como el Almirantazgo, mozo de suboficiales Bridgens?
—A veces, sí —dijo el anciano—. Es un hábito de décadas, capitán Crozier. Al cabo de un tiempo, la proximidad de los idiotas hace que uno piense como un idiota.
—Eso es todo, mozo Bridgens —exclamó Crozier.
—Sí, señor. Pero lea esos dos volúmenes, capitán. Sir John lo explica ahí todo... Cómo sobrevivir en el hielo. Cómo combatir el escorbuto. Cómo encontrar y usar a los nativos esquimales para que ayuden a cazar. Cómo construir casas con bloques de nieve...
—¡Eso es todo, mozo!
—Sí, señor. —Bridgens se llevó la mano a la frente y se retiró hacia la escala, no sin antes empujar los dos gruesos volúmenes más cerca de Crozier.
El capitán se quedó solo, sentado en la sala Grande, durante diez minutos más. Oyó a los del
Erebus
subir por la escala principal y pasear por la cubierta, arriba. Oyó los gritos cuando los oficiales del
Terror
en cubierta dijeron adiós a sus camaradas y les desearon una travesía segura por el hielo. El buque se quedó tranquilo, excepto por el bullir de los hombres que se acostaban después de cenar y de su grog. Crozier oyó cómo se subían las mesas en la zona de hamacas de la tripulación. Oyó a sus oficiales bajar la escala, colgar sus ropas de abrigo y pasar a popa para cenar. Parecían mucho más animados que para el desayuno.
Finalmente, Crozier se puso de pie, tieso de frío y con el cuerpo dolorido, levantó los dos pesados volúmenes y los volvió a colocar en su sitio en el estante del mamparo de popa, con mucho cuidado.
Goodsir
Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O
6 de marzo de 1848
El cirujano se despertó oyendo gritos y chillidos.
Durante un minuto no sabía dónde estaba y luego recordó: la sala Grande de sir John, ahora enfermería del
Erebus.
Estaban en mitad de la noche. Todas las lámparas de grasa de ballena se habían apagado, y sólo una luz entraba por la puerta abierta a la escalera de la cámara. Goodsir se había quedado dormido en un coy que sobraba, y siete hombres gravemente enfermos con escorbuto y uno con piedras en el riñon dormían en los otros coys. El hombre con piedras había recibido opio.
Goodsir soñaba que aquellos hombres gritaban mientras se iban muriendo. Se morían, en su sueño, porque él no sabía cómo salvarlos. Educado como anatomista, Goodsir era menos hábil que los tres cirujanos muertos de la expedición en las responsabilidades primarias de un cirujano naval: dispensar pildoras, pociones, eméticos, hierbas y bolos. El doctor Peddie le había explicado una vez a Goodsir que la inmensa mayoría de los medicamentos eran inútiles para los padecimientos específicos de los marineros, y la mayoría se administraban simplemente para limpiar los intestinos y el vientre de una manera explosiva, porque cuanto más potente fuese el purgante, más efectivo pensaban los marineros que era el tratamiento. Era la «idea» del apoyo medicinal lo que ayudaba a los marineros a curarse, según el difunto Peddie. En la mayoría de los casos que no requerían cirugía, el cuerpo se curaba a sí mismo o el paciente moría.
Goodsir había soñado que todos ellos morían, y entre gritos.
Pero aquellos gritos eran reales. Parecían proceder de abajo y atravesar el suelo.
Henry Lloyd, ayudante de Goodsir, entró corriendo en la enfermería con los faldones de la camisa por fuera de los jerséis. Lloyd llevaba una linterna y Goodsir vio que iba descalzo. Debía de haber corrido directamente desde su hamaca.
—¿Qué pasa? —susurró Goodsir. Los enfermos no se habían despertado de su sueño por los gritos de abajo.
—El capitán quiere que vaya a proa por la escalera principal —dijo Lloyd. No hizo ningún intento de bajar la voz. El joven parecía aterrorizado.
—Chist —dijo Goodsir—. ¿Qué ocurre, Henry?
—La cosa está dentro, doctor —gritó Lloyd, entre los dientes castañeteantes—. Está abajo. Está matando a los hombres abajo.
—Vigile a estos hombres aquí —ordenó Goodsir—. Venga a buscarme si alguno se despierta o se pone peor. Y póngase las botas y la ropa.
Goodsir fue a proa a través de un atropellado amontonamiento de contramaestres y suboficiales que salían de sus cubículos y se ponían la ropa. El capitán Fitzjames estaba de pie con Le Vesconte junto a la escotilla abierta hacía las cubiertas inferiores. El capitán llevaba una pistola en la mano.
—Cirujano, tenemos hombres heridos abajo. Vendrá con nosotros cuando bajemos a buscarlos. Necesitará sus ropas de abrigo.
Goodsir asintió como atontado.
El primer oficial Des Voeux bajó por la escala desde la cubierta superior. El aire frío bajó con él, quitándole el aliento a Goodsir. Durante la semana anterior, el
Erebus
se había visto azotado por una ventisca y temperaturas bajas y fluctuantes, algunas llegaron incluso a -75 grados. El cirujano no había podido pasar el tiempo que le correspondía en el
Terror.
No había comunicación entre ambos buques desde que la ventisca se hizo más intensa.