—Los hombres de guardia en el mar siempre oyen cosas en la oscuridad —dijo el teniente Little—. Ya en tiempos de los griegos.
—Quizá se haya ido —dijo el teniente Irving—. Haya emigrado. O se haya desplazado al sur. O al norte.
Todo el mundo se quedó callado ante aquella idea.
—Quizá se ha comido a bastantes de los nuestros para saber que no somos muy sabrosos —dijo el patrón del hielo Blanky.
Algunos de los hombres sonrieron al oír aquello. Nadie más podía haber dicho tal cosa y que se le disculpase por su humor negro, pero el señor Blanky, con su pierna de madera, se había ganado algunas prerrogativas.
—Mis marines han estado investigando, siguiendo las órdenes del capitán Crozier y del capitán Fitzjames —dijo el sargento Tozer—. Hemos disparado a algunos osos, pero ninguno de ellos parecía el grande..., el ser.
—Espero que sus hombres hayan disparado con mejor puntería que en la noche de carnaval —dijo Sinclair, capitán de la cofa del
Erebus.
Tozer se volvió a la derecha y le miró.
—No hablaremos más de este tema —dijo Crozier—. De momento, debemos asumir que la criatura del hielo todavía sigue viva y que volverá. Cualquier actividad que se lleve a cabo fuera de los buques deberá incluir algún plan de defensa contra el ser. No tenemos los marines suficientes para acompañar a todas las partidas de trineo que se puedan organizar, especialmente si van armados y no tiran de los trineos, así que quizá la respuesta es armar todas las partidas en el hielo y hacer que los hombres extra, los que no tiren de los trineos, hagan turno para servir de centinelas y guardias. Aunque el hielo no se abra de nuevo este verano, será más fácil viajar con la luz del día constante.
—Perdone si lo planteo de una forma un tanto brusca, capitán —dijo el doctor Goodsir—, pero el tema es: ¿podemos permitirnos esperar hasta el verano para decidir si abandonamos los buques?
—¿Y podemos, doctor? —preguntó Crozier.
—No lo creo —dijo el cirujano—. Hay más comida enlatada contaminada o putrefacta de la que creíamos. Nos estamos quedando sin provisiones. La dieta de los hombres ya está por debajo de lo que necesitarían para el trabajo que están haciendo cada día en el buque o fuera, en el hielo. Todos estamos perdiendo peso y energía. Y a ello hay que añadir el aumento repentino de los casos de escorbuto y..., bueno, caballeros, sencillamente, no creo que muchos de nosotros, ni en el
Erebus
ni en el
Terror,
si los mismos buques duran hasta entonces, tenga la energía o la capacidad de concentración necesarias para llevar a cabo algún viaje en trineo, si esperamos a junio o julio para ver si hay deshielo o no.
La sala se quedó de nuevo silenciosa.
En el silencio, Goodsir añadió:
—O más bien: unos pocos hombres pueden tener la energía suficiente para tirar de los trineos en un intento de buscar rescate o de llegar a la civilización, pero tendrían que dejar a la inmensa mayoría de los demás atrás, muriéndose de hambre.
—Los más fuertes podrían ir a buscar ayuda y traer partidas de rescate de vuelta a los buques —dijo el teniente Le Vesconte.
Fue el patrón del hielo Thomas Blanky quien respondió.
—Cualquiera que se dirija al sur, digamos tirando de nuestros botes hacia el sur, a la boca del río del Gran Pez y luego corriente arriba, bastante más de dos mil kilómetros más al sur hacia el lago Gran Esclavo, donde hay otra avanzada, no conseguiría llegar allí hasta finales del otoño o del invierno en el mejor de los casos, y no podría volver con una partida de rescate por tierra hasta finales del verano de 1849. Todo el que hubiese quedado en los barcos habría muerto de escorbuto y de inanición, por entonces.
—Podríamos cargar trineos y dirigirnos todos al este, a la bahía de Baffin —dijo el primer oficial Des Voeux—. Allí es posible que haya balleneros. O incluso buques de rescate y partidas de trineo que ya pueden estar buscándonos.
—Sí—dijo Blanky—. Es una posibilidad. Pero tendríamos que tirar de los trineos a mano por encima de cientos de kilómetros de hielo abierto, con todas esas crestas de presión y quizá canales abiertos. O quizá seguir la costa..., y eso representaría casi dos mil kilómetros. Y entonces tendríamos que cruzar toda la península de Boothia, con todas sus montañas y obstáculos para llegar a la costa este, donde podrían estar los balleneros. Podríamos llevar los botes con nosotros para cruzar los canales, pero eso triplicaría el esfuerzo. Una cosa es segura: si el hielo se vuelve a abrir aquí, no estará abierto si nos dirigimos hacia el nordeste, hacia la bahía de Baffin.
—Sería muchísimo menos peso si sólo llevamos trineos con provisiones y tiendas hacia el nordeste, a través de Boothia —dijo el teniente Hodgson del
Terror,
al otro lado de la mesa—. Una de las pinazas puede pesar alrededor de doscientos setenta kilos.
—Más bien cerca de trescientos sesenta —dijo el capitán Crozier, apaciblemente—. Sin provisiones cargadas.
—Añada a eso más de casi doscientos setenta kilos para un trineo que pueda llevar un bote —dijo Thomas Blanky—, y estaremos arrastrando manualmente más de seiscientos kilos con cada partida, sólo el peso del bote y el trineo, sin contar comida, tiendas, armas, ropas y otras cosas que nos llevaríamos con nosotros. Nadie ha acarreado a mano todo ese peso durante más de, aproximadamente, mil quinientos kilómetros..., y gran parte sería en mar abierto además, si nos dirigimos a la bahía de Baffin.
—Pero un trineo con patines en el hielo y posiblemente una vela, especialmente si nos vamos en marzo o abril, antes de que el hielo se ponga líquido y pegajoso, sería mucho más fácil de conducir que llevar el equipo arrastrando por tierra o por la nieve medio derretida del verano —dijo el teniente Le Vesconte.
—Yo digo que dejemos los botes y que viajemos ligeros hacia la bahía de Baffin, sólo con unos trineos y unos equipos de supervivencia —dijo Charles des Voeux—. Si llegamos a la costa este de la isla de Somerset, al norte, antes de que acabe la estación de la caza de ballenas, podríamos conseguir que nos recogiera algún buque. Y yo apostaría a que allí hay buques de rescate de la Marina y partidas de trineo buscándonos.
—Si dejamos los botes —dijo el patrón del hielo Blanky—, una extensión abierta de agua nos detendría para siempre. Moriríamos allí, en el hielo.
—¿Por qué iban a estar los rescatadores en el costado este de la isla de Somerset y de la península de Boothia, ya de entrada? —preguntó el teniente Little—. Si nos buscan, ¿no seguirán nuestras huellas por el estrecho de Lancaster a las islas de Devon, Beechey y Cornualles? Saben cuáles son las órdenes de navegación de sir John. Presumirán que nos dirigimos a través del estrecho de Lancaster, ya que está abierto la mayoría de los veranos. No hay oportunidad alguna de que nos busquen tan lejos al norte.
—Quizás el hielo esté tan mal arriba en el estrecho de Lancaster este año como aquí —dijo el patrón del hielo Reid—. Eso mantendría las partidas de búsqueda mucho más al sur, en el lado este de la isla de Somerset y de Boothia.
—Quizás encuentren los mensajes que dejamos en los mojones, allí en Beechey, si pasan por allí —dijo el sargento Tozer—. Y envíen trineos o barcos al sur por el camino que seguimos nosotros.
El silencio descendió como un sudario.
—No se dejaron mensajes en Beechey —dijo el capitán Fitzjames, en medio del silencio.
En el vacío incómodo que siguió a esa afirmación, Francis Rawdon Moira Crozier encontró una llama extraña, cálida, pura, ardiendo en su pecho. Era una sensación como la del primer sorbo de un whisky después de días sin él, pero no se parecía en nada a eso, tampoco.
Crozier quería vivir. Así de sencillo. Estaba «decidido» a vivir. Iba a sobrevivir a aquel mal trago, en contra de todas las posibilidades y de los dioses dictando lo que podía y no podía hacer. Aquel fuego en su pecho estaba allí incluso en las horas más temblorosas y enfermas y en los dolorosos días después de emerger del abismo de su enfrentamiento con la muerte entre malaria y abstinencia, a principios de enero. La llama se hacía más fuerte cada día.
Quizá más que ninguno de los demás hombres sentados a aquella larga mesa en la sala Grande, aquel día, Francis Crozier comprendía la casi imposibilidad de las acciones que se discutían. Era una locura encaminarse hacia el sur por el hielo, hacia el río del Gran Pez. Una locura encaminarse hacia la isla de Somerset, a través de más de treinta mil kilómetros de hielo costero, crestas de presión, canales abiertos y una península desconocida. Una locura pensar que el hielo se abriría aquel verano y permitiría al
Terror,
abarrotado con dos tripulaciones y casi sin provisiones, navegar hacia la trampa sin esperanza en la que los había metido sir John.
Sin embargo, Francis Crozier estaba decidido a vivir. La llama ardía en él como el whisky irlandés, fuerte.
—¿Hemos abandonado la idea de navegar? —dijo Robert Sinclair.
James Reid, el patrón del hielo del
Erebus,
le respondió:
—Tendríamos que navegar a lo largo de casi quinientos kilómetros al norte del estrecho sin nombre que descubrió sir John, y luego por el estrecho de Barrow y de Lancaster, y luego al sur a través de la bahía de Baffin antes de que el hielo se volviera a cerrar en torno a nosotros. Teníamos la caldera de vapor y las chapas de hierro para ayudarnos a atravesar el hielo, al dirigirnos hacia el sur. Aunque el hielo disminuya hasta los niveles que tenía hace dos años, tendríamos graves dificultades para atravesar esa distancia sólo a vela. Y menos con nuestro debilitado casco de madera.
—El hielo puede ser considerablemente menor que en 1846 —dijo Sinclair.
—Y también me pueden salir ángeles del culo —dijo Thomas Blanky.
Como le faltaba una pierna, ninguno de los oficiales de la mesa regañó al patrón del hielo. Algunos incluso sonrieron.
—Podría haber otra opción... de navegación, quiero decir —dijo el teniente Edward Little.
Todos los ojos se volvieron en su dirección. Bastantes hombres habían ahorrado algunas raciones de tabaco, alargándolas añadiendo cosas inimaginables, de modo que media docena fumaban en pipa en torno a la mesa. El humo hacía más espesa si cabe la oscuridad al débil resplandor de las lámparas de grasa de ballena.
—El teniente Gore, el verano pasado, pensó que había avistado tierra al sur de la Tierra del Rey Guillermo —continuó Little—. Si lo hizo, debería ser la península de Adelaida, un territorio conocido, que a menudo tiene un canal de aguas abiertas entre el hielo costero y la banquisa. Si se abren los suficientes pasos para permitir al
Terror
navegar hacia el sur, sólo un poco más de ciento sesenta kilómetros, quizá, en lugar de los casi quinientos kilómetros de vuelta por el estrecho de Lancaster, podríamos seguir canales abiertos a lo largo de la costa hasta llegar al estrecho de Bering. Todo lo que hay más allá sería territorio conocido.
—El pasaje del Noroeste —dijo el tercer teniente John Irving. Sus palabras sonaron como un lastimero conjuro.
—Pero ¿tendríamos los suficientes marineros capacitados para tripular el barco, a finales del verano? —preguntó el doctor Goodsir, en voz baja—. En mayo, más o menos, el escorbuto puede haber hecho presa en todos nosotros. ¿Y qué nos quedaría para comer durante las semanas o meses de nuestro trayecto hacia el oeste?
—La caza puede ser mejor hacia el oeste —dijo el sargento de marines Tozer—. Bueyes almizclados, grandes ciervos, morsas, zorros blancos. Quizá comamos como pachás antes de llegar a Alaska.
Crozier casi esperaba que el patrón del hielo Thomas Blanky dijese: «Sí, hombre, y también me pueden salir bueyes almizclados del culo», pero el atolondrado patrón del hielo parecía perdido en sus propias ensoñaciones.
El que respondió fue el teniente Little.
—Sargento, nuestro problema es que aunque la caza volviese milagrosamente después de estar ausente dos veranos, ninguno de los que estamos a bordo parece capaz de darle a nada con los mosquetes..., excluidos sus hombres, claro está. Necesitaríamos más marines de los que han sobrevivido para cazar. Y parece que ninguno de nosotros tiene experiencia en la caza de animales mayores que un pajarito. ¿Con las escopetas se podrá abatir la caza de la que está hablando?
—Si se acerca uno lo suficiente —dijo Tozer, hoscamente.
Crozier interrumpió aquella discusión.
—El doctor Goodsir ha hecho una observación excelente antes... Si esperamos hasta mediados del verano, o quizás incluso hasta junio, a ver si la banquisa se rompe o no, podemos estar demasiado enfermos y hambrientos para tripular el buque. Ciertamente, estaremos demasiado carentes de provisiones para iniciar un viaje en trineo. Y debemos imaginar tres o cuatro meses de viaje por el hielo hasta el río del Pez, de modo que si vamos a abandonar los buques y salir al hielo con la esperanza de llegar, o bien al Gran Lago Esclavo, o bien a la costa este de la isla de Somerset, o bien de Boothia antes de que el invierno llegue de nuevo, nuestra partida, obviamente, debe ser antes de junio. Pero ¿cuándo?
Hubo otro espeso silencio.
—Yo sugeriría que no más tarde del 1 de mayo —dijo el teniente Little, al fin.
—Antes, diría yo —intervino el doctor Goodsir—, a menos que encontremos fuentes de carne fresca pronto, y si la enfermedad continúa extendiéndose con tanta rapidez como hasta ahora.
—¿Cuánto antes? —preguntó el capitán Fitzjames.
—¿No más tarde de mediados de abril? —dijo Goodsir, dubitativo.
Los hombres se miraron unos a otros a través del humo de tabaco y del aire frío. Eso era al cabo de menos de dos meses.
—Quizá —dijo el cirujano, y su voz sonaba a la vez firme y vacilante a Crozier—, si las condiciones continúan empeorando.
—Pero ¿cómo podrían empeorar? —preguntó el segundo teniente Hodgson.
El joven, obviamente, lo había dicho como una broma destinada a aliviar la tensión, pero fue recompensado con miradas torvas y furibundas.
Crozier no quería que el consejo de guerra acabase con aquella última observación. Los oficiales, suboficiales, cabos de mar y civiles en la mesa habían planteado sus opciones y habían visto que eran tan débiles como Crozier sabía que iban a ser, pero no quería que la moral de los líderes de sus barcos se hundiera mucho más de lo que ya estaba.
—Por cierto —dijo Crozier, con tono coloquial—, el capitán Fitzjames ha decidido presidir un oficio religioso el próximo domingo en el
Erebus.
Nos dedicará un sermón especial que estoy muy interesado en oír, aunque sé de muy buena tinta que «no» será una lectura del
Libro del
Leviatán...,
y yo pensaba que, ya que las compañías de ambos buques se reunirán de todos modos, deberíamos permitir raciones completas de grog y de comida, sólo por ese día.