Durante aquellos meses de discusiones y enseñanza en tierra fue cuando la íntima amistad entre los dos hombres pasó a algo que se parecía mucho más a una relación de amantes. La revelación de que él era capaz de hacer una cosa semejante asombró a Peglar, consternándole al principio, pero luego haciendo que reconsiderase todos los aspectos de su vida: moral, fe y sentido del yo. Lo que descubrió le confundió, pero, para su asombro, no cambió su sensación básica de quién era Harry Peglar. Y le resultó mucho más asombroso aún ser él mismo quien instigara el contacto físico íntimo, y no el hombre mayor.
El aspecto íntimo de su amistad duró sólo unos meses, y acabó por decisión común, así como por las largas ausencias de Peglar, embarcado a bordo del
Wanderer
hasta 1844. Su amistad sobrevivió intacta. Peglar empezó a escribir largas cartas filosóficas al antiguo mozo deletreando las letras al revés, la última letra de la última palabra de cada frase ahora convertida en mayúscula e inicial. Sobre todo debido a la atroz ortografía del capitán de la cofa, Bridgens indicaba en una carta de respuesta: «tu idea infantil de la codificación a la inversa de Leonardo, Harry, resulta casi ilegible». Peglar ahora llevaba un diario con el mismo código rudimentario.
Ninguno de los dos hombres le dijo al otro que se iba a presentar para el Servicio de Descubrimientos en la expedición de sir John Franklin al pasaje del Noroeste. Ambos se asombraron, pocas semanas antes de llegar el momento de embarcar, cuando vieron el otro nombre en la lista oficial. Peglar, que no se había comunicado con Bridgens desde hacía más de un año, viajó desde los barracones de Woolwich hasta el alojamiento del mozo, en el norte de Londres, para preguntarle si quería que se borrase de la expedición. Bridgens insistió en que debía de ser «él» quien quitase su nombre de la lista. Al final se pusieron de acuerdo en que ninguno de los dos debía perder la oportunidad de semejante aventura, en el caso de Bridgens ciertamente la última, debido a su avanzada edad (el sobrecargo del
Erebus,
Charles Hamilton Osmer, era desde hacía mucho tiempo amigo de Bridgens, y había ayudado a conseguir su alistamiento ante sir John y los oficiales, llegando incluso a ocultar la edad real del mozo al inscribirla como «26» en las listas oficiales). Ni Peglar ni Bridgens lo dijeron en voz alta, pero ambos sabían que el voto que tanto tiempo llevaba manteniendo el anciano de no trasladar sus deseos sexuales al mar sería honrado por ambos. Esa parte de su historia, y ambos lo sabían, estaba cerrada.
Y resultó que Peglar no había visto casi a su antiguo amigo durante el viaje, y en tres años y medio apenas tuvieron un minuto para estar a solas.
Todavía estaba oscuro, por supuesto, cuando Peglar llegó al
Ere
bus
en algún momento en torno a las once de aquella mañana de sábado, dos días antes del final de enero, pero ya se apreciaba un resplandor al sur que prometía ser, por primera vez en más de ochenta días, el brillo que precedía al amanecer. El ligero resplandor no disipó el mordisco de la temperatura de -54 grados, así que no se detuvo cuando las linternas del buque aparecieron a la vista.
La visión de los mástiles truncados del
Erebus
habría desanimado a cualquier capitán de cofa, pero dolió a Harry Peglar más que a la mayoría porque él, junto con su homólogo del
Erebus,
Robert Sinclair, había ayudado a supervisar el desmantelamiento y almacenamiento de los palos de ambos buques durante aquellos inviernos interminables. Era una visión fea en cualquier momento, y no la hacía más bella precisamente la rara inclinación a popa del
Erebus,
con la proa levantada en el hielo invasor.
Los hombres de guardia saludaron a Peglar, le invitaron a subir a bordo y él llevó su mensaje del capitán Crozier al capitán Fitzjames, que estaba sentado fumando en pipa en el comedor de oficiales de popa, ya que la sala Grande todavía se usaba como enfermería improvisada.
Los capitanes habían empezado a usar los cilindros de latón que estaban destinados a ir dejando informes para enviar sus mensajes escritos arriba y abajo. Los correos odiaban ese cambio, porque el metal frío les quemaba los dedos aunque llevasen unos gruesos guantes, y Fitzjames tuvo que ordenar a Peglar que abriese el cilindro con los guantes, ya que seguía estando demasiado frío para que el capitán lo tocase. Fitzjames no lo despachó, de modo que Peglar se quedó en la entrada del comedor de oficiales mientras el capitán leía la nota de Crozier.
—No hay mensaje de respuesta —dijo Fitzjames.
El capitán de la cofa se llevó la mano a la frente y salió de nuevo a cubierta. Una docena de hombres del
Erebus
había salido a contemplar el amanecer, y otros más se habían puesto sus ropas de abrigo abajo para hacer lo mismo. Peglar había observado que en la enfermería de la sala Grande había una docena de hombres en literas, más o menos el mismo número que en el
Terror.
El escorbuto estaba haciendo estragos en ambos buques.
Peglar vio la figura pequeña y familiar de John Bridgens de pie en el pasamanos del costado de babor a popa. Fue a verle y le dio con los dedos en el hombro.
—Ah, un leve toque de Harry en la noche —dijo Bridgens, antes incluso de volverse.
—No habrá noche durante mucho tiempo —dijo Peglar—. Y ¿cómo sabías que era yo, John?
Bridgens no llevaba pañoleta que le ocultase el rostro, y Peglar vio su sonrisa y sus ojos acuosos y azules.
—Las noticias de los visitantes viajan rápido en un barco atrapado en el hielo. ¿Tienes que volver enseguida al
Terror?
—No. El capitán Fitzjames no tiene respuesta.
—¿Quieres dar un paseo?
—Pues claro —dijo Peglar.
Bajaron por la rampa de hielo de estribor y caminaron hacia el iceberg y la cresta de presión al sudoeste, como para tener una visión mejor del resplandor al sur. Por primera vez en meses, el
HMS Erebus
estaba iluminado por detrás por algo que no era ni la aurora boreal ni las linternas ni las antorchas.
Antes de llegar a la cresta de presión pasaron por la zona llena de marcas y de hollín y parcialmente fundida donde había ardido el carnaval. La zona se había limpiado muy bien, siguiendo las órdenes del capitán la semana después del desastre, pero seguían allí los agujeros donde las duelas habían servido de postes para las tiendas, y algunos jirones de soga o de lona que se habían fundido con el hielo y se habían congelado. El rectángulo de la sala Negra todavía resultaba visible, a pesar de repetidos esfuerzos por eliminar el hollín y diversas nevadas.
—He leído a ese escritor americano —dijo Bridgens.
—¿Qué escritor americano?
—El tipo que hizo que el pequeño Dickie Aylmore recibiera cincuenta latigazos por sus imaginativos decorados para nuestro extinto carnaval, que nadie echará de menos. Un hombrecillo extraño que se llama Poe, si no me engaña la memoria. Unas cosas muy melancólicas y morbosas, con un toque de insalubridad macabra. No es muy bueno en conjunto, pero sí muy «americano», en un sentido indefinible. Sin embargo, he leído la fatídica historia que provocó los azotes.
Peglar asintió. Su pie tropezó con algo en la nieve, y se agachó a sacarlo del hielo.
Era la calavera de oso que colgaba encima del reloj de ébano de sir John, que no había sobrevivido a las llamas. La carne, piel y pelo del cráneo habían desaparecido y el hueso estaba ennegrecido por el fuego, con las cuencas de los ojos vacías, pero los dientes seguían siendo de color marfil.
—Ah, vaya, al señor Poe le encantaría esto, supongo —dijo Bridgens.
Peglar lo volvió a dejar caer en la nieve. Aquel objeto debía de estar escondido debajo de la nieve caída cuando trabajaron allí las partidas de limpieza. El y Bridgens anduvieron otros cincuenta metros más hacia la cresta de presión más elevada de la zona y treparon por ella, Peglar dándole la mano repetidamente al hombre mayor para ayudarle a subir.
En una repisa plana de hielo en la cumbre, Bridgens jadeaba pesadamente. Hasta Peglar, normalmente tan en forma como uno de esos atletas olímpicos de la Antigüedad de los que había leído, respiraba más fuerte que de costumbre. Demasiados meses sin auténtico ejercicio físico, pensó.
El horizonte del sur relumbraba con un tono amarillo apagado y difuso, y la mayor parte de las estrellas de esa zona del cielo habían palidecido.
—Casi no puedo creer que vuelva —dijo Peglar.
Bridgens asintió.
De repente apareció ese disco de color rojo oro que se elevaba dubitativo por encima de las masas oscuras que parecían colinas, pero en realidad debían de ser nubes bajas a lo lejos, hacia el sur. Peglar oyó a los hombres de la cubierta del
Erebus,
unos cuarenta o así, lanzar tres hurras, y, como el aire era muy frío y estaba muy quieto, oyó un hurra mucho más débil procedente del
Terror
apenas visible a un par de kilómetros al este por encima del hielo.
—Llega la aurora con sus rosados dedos —dijo Bridgens en griego.
Peglar sonrió, ligeramente divertido al recordar la frase. Habían pasado varios años desde que leyó la
Iliada
o cualquier otra cosa en griego. Recordó la emoción de su primer encuentro con aquel idioma y con Troya y sus héroes, mientras el
Beagle
estaba anclado en Sao Tiago, una isla volcánica del archipiélago de Cabo Verde, casi diecisiete años antes.
Como si le leyera la mente, Bridgens dijo:
—¿Recuerdas al señor Darwin?
—¿El joven naturalista? —dijo Peglar—. ¿El interlocutor favorito del capitán FitzRoy? Por supuesto que sí. Cinco años en un barco pequeño con un hombre dejan huella, aunque él fuese un caballero y yo no.
—¿Y qué impresión te dejó, Harry? —Los pálidos ojos azules de Bridgens estaban más acuosos que antes, ya fuera por la emoción de ver el sol de nuevo o como reacción ante la luz inhabitual, por muy pálida que fuese. El disco rojo no había aclarado por completo las nubes oscuras antes de empezar a descender de nuevo.
—¿Del señor Darwin? —Peglar también entrecerraba los ojos, más para evocar el recuerdo del flaco y joven naturalista que por la iluminación del sol—. Le encontraba agradable, como suelen ser esos caballeros. Muy entusiasta. Ciertamente, hacía trabajar mucho a los hombres transportando y empaquetando todos esos malditos animales muertos, en un momento dado pensé que sólo con los pinzones iba a llenar toda la bodega, pero no se le caían los anillos por mancharse las manos. ¿Recuerdas cuando se puso a remar para ayudar a remolcar el viejo
Beagle
corriente arriba en el río? Y salvó un barco de la marea en otra ocasión. Y una vez, cuando las ballenas nos perseguían, en la costa de Chile, creo que era, me sorprendió ver que había subido él solo hasta las crucetas para tener una vista mejor. Tuve que ayudarle a bajar, pero no antes de que mirase por el catalejo a las ballenas durante más de una hora, con los faldones de la levita ondeando en la brisa.
Bridgens sonrió.
—Casi me puse celoso cuando te prestó aquel libro. ¿Qué era? ¿Lyell?
—
Principios de Geología
—dijo Peglar—. En realidad no lo entendí. O más bien, leí lo bastante para darme cuenta de lo peligroso que era.
—Por las teorías de Lyell sobre la edad de las cosas. Por la idea tan poco cristiana de que las cosas cambian lentamente a lo largo de enormes períodos de tiempo, en lugar de aparecer rápidamente debido a acontecimientos violentos.
—Sí. Pero el señor Darwin estaba muy entusiasmado con aquello. Parecía un hombre que hubiese experimentado una conversión religiosa.
—Creo que fue así, por decirlo de alguna manera —afirmó Bridgens. Sólo era visible ya el tercio superior del sol—. Menciono al señor Darwin porque amigos comunes me dijeron antes de que nos embarcásemos que está escribiendo un libro.
—Publicó varios ya —dijo Peglar—. ¿Recuerdas, John? Discutimos acerca de su
Diario de investigaciones de Geología e Historia
Natural en
los diversos países visitados por el HMS Beagle
, el año que fui a estudiar contigo, 1839. Yo no me lo podía permitir, pero tú decías que lo leerías. Y creo que publicó varios volúmenes de la vida animal y vegetal que vio.
—
Zoología del viaje del HMS Beagle
. Sí, compré ése también. No, yo quería decir que ha estado trabajando en un libro mucho más importante, por lo que dice mi querido amigo el doctor Babbage.
—¿Charles Babbage? —inquirió Peglar—. ¿Ese hombre que fabrica objetos extraños, como una especie de ingenio para contar?
—Ese mismo. Charles me dice que todos estos años el señor Darwin ha estado trabajando en un volumen muy interesante que trata de los mecanismos de la evolución orgánica. Al parecer, extrae su información de la anatomía comparativa, la embriología, la paleontología... Todos grandes intereses de nuestro antiguo naturalista de a bordo, como recordarás. Pero no sé por qué, el señor Darwin se resiste a publicarlo, y el libro quizá no vea la luz mientras viva, según Charles.
—¿La evolución orgánica? —repitió Peglar.
—Sí, Harry. La idea es que las especies, a pesar de lo que afirma toda la civilización cristiana en sentido contrario, no están fijadas desde su creación, sino que pueden cambiar y adaptarse a lo largo del tiempo..., mucho tiempo. Las cantidades de tiempo del señor Lyell.
—Ya sé lo que es la evolución orgánica. —Peglar intentó no demostrar su irritación al haber sido tratado de forma condescendiente. El problema de la relación entre alumno y profesor es que, se daba cuenta por vez primera, nunca cambia, mientras todo lo demás a su alrededor sí que lo hace—. He leído a Lamarck en este sentido. Y también a Diderot. Y a Buffon, creo.
—Sí, es una teoría antigua —exclamó Bridgens, y su tono sonaba divertido, pero también ligeramente apologético—. Montesquieu también ha hablado de este tema, igual que Maupertuis y los demás que has mencionado. Hasta Erasmo Darwin, el abuelo de nuestro antiguo compañero de expedición, lo propuso.
—Entonces, ¿por qué es tan importante el libro del señor Charles Darwin? La evolución orgánica es una idea antigua. Ha sido rechazada por la Iglesia y por otros naturalistas durante generaciones.
—Si hay que creer a Charles Babbage y a otros amigos que el señor Darwin y yo tenemos en común, este nuevo libro, si alguna vez se publica, ofrece pruebas de un mecanismo real de la evolución orgánica. Y contendría al menos un millar, o quizás incluso diez mil ejemplos sólidos de ese mecanismo en acción.