—Buenas noches, señorita...
Silenciosa
. Me disculpo por irrumpir de esta manera..., sin ser invitado. —Se detuvo.
¿No había parpadeado la mujer?
—El capitán Crozier le envía saludos. Me ha pedido que la busque para ver..., ejem..., cómo le va.
Irving nunca se había sentido más idiota. Estaba seguro de que a pesar de los meses que ella había pasado en el barco, la chica no entendía ni una sola palabra de inglés. Sus pezones, como no podía dejar de observar, se habían erizado con la breve ráfaga de aire frío que él había llevado consigo a la casa de nieve.
El teniente se quitó el sudor de la frente con la mano. Entonces se quitó los guantes externos y los internos, haciendo gestos con la cabeza como si le pidiera permiso a la señora de la casa para hacerlo. Luego se volvió a secar la frente. Era increíble lo caliente que podía ponerse aquel pequeño espacio debajo de una cúpula catenaria hecha de nieve, aprovechando el calor de una simple lámpara de aceite.
—Al capitán le gustaría... —empezó, pero se detuvo—. Ah, a la mierda.
Irving cogió su bolsa de cuero y de ella sacó las galletas envueltas en una vieja servilleta y el botecito de mermelada envuelto en el bonito pañuelo oriental de seda.
Colocó los dos paquetes en el espacio central ofreciéndoselos a ella con unas manos que todavía temblaban ligeramente.
—Por favor —dijo Irving.
Lady Silenciosa
parpadeó un par de veces, se metió el cuchillo debajo de la ropa y cogió los pequeños bultos, colocándoselos a un lado del lugar donde estaba reclinada, en la plataforma. Al echarse de lado, la punta de su pecho derecho casi tocaba el pañuelo chino.
Irving miró hacia abajo y se dio cuenta de que él también estaba sentado en una gruesa piel de animal, colocada encima de la estrecha plataforma. «¿De dónde habrá sacado esta segunda piel de animal?», se preguntó, antes de recordar que más de siete meses antes ella había recibido la parka exterior del viejo esquimal. El hombre del pelo gris que había muerto en el barco después de recibir un disparo por parte de los hombres de Graham Gore.
Ella desató primero el viejo trapo de cocina, sin mostrar reacción alguna ante las cinco galletas de barco envueltas en ella. Irving había pasado mucho tiempo buscando las galletas menos infestadas de gorgojos. Se sintió un poco ofendido ante la falta de reconocimiento de sus desvelos por parte de ella. Cuando la joven desenvolvió el botecito de porcelana de su madre, sellado con cera en la parte superior, hizo una pausa y levantó el pañuelo de seda chino, con sus elaborados dibujos de colores intensos, rojo, verde y azul, y se lo llevó a la mejilla un momento. Luego lo dejó a un lado.
«Las mujeres son iguales en todas partes», fue el vago pensamiento de John Irving. Se dio cuenta de que aunque había disfrutado de la unión sexual con más de una joven, nunca había notado una sensación de... «intimidad» como la que sentía en aquel momento, castamente sentado a la luz de la lámpara de aceite con aquella joven nativa medio desnuda.
Cuando quitó la cera y vio la mermelada, la mirada de
Lady Silenciosa
volvió de nuevo al rostro de Irving. Parecía examinarle atentamente.
Él, con toscos gestos, le indicó que extendiese la mermelada encima de las galletas y se las comiese.
Ella no se movió. Su mirada no se apartó.
Finalmente se inclinó hacia delante y extendió el brazo derecho como si fuera a tocarle al otro lado de la lámpara, e Irving retrocedió un poco antes de darse cuenta de que ella buscaba un nicho, sólo un pequeño hueco en el hielo, a la cabecera de su plataforma cubierta de pieles. Fingió no notar que las ropas de ella se habían deslizado y que ambos pechos oscilaban libremente al buscar.
Ella le ofreció algo blanco y rojo y que apestaba como un pez muerto y podrido. Se dio cuenta de que era un trozo de foca o de grasa de cualquier otro animal que estaba almacenado en el nicho de nieve para mantenerlo frío.
Lo aceptó, afirmó con la cabeza y lo sujetó entre las manos, encima de las rodillas. No tenía ni idea de lo que debía hacer con aquello.
¿
Se suponía que tenía que llevárselo a casa, usarlo como parte de una lámpara de aceite de foca?
Los labios de
Lady Silenciosa
se retorcieron un momento y, por un instante, Irving casi pensó que había sonreído. Ella cogió su corto y agudo cuchillo e hizo gestos, moviendo la hoja rápida y repetidamente contra su labio inferior, como si fuese a cortarse el labio gordezuelo y rosado.
Irving la miraba y continuaba sujetando aquella masa blanda de grasa y piel.
Suspirando, la mujer se acercó a él, cogió la grasa, la sujetó con la boca y cortó pequeños fragmentos de la grasa con el cuchillo, tirando de la pequeña hoja hacia su propia boca entre sus blancos dientes con cada pedacito. Hizo una pausa para masticar un momento y luego le tendió a él la grasa y la correosa piel de foca, porque ahora él estaba casi seguro de que se trataba de foca.
Irving tuvo que trastear entre seis capas de abrigos, chaquetas, jerséis y chalecos para sacar su cuchillo, que llevaba envainado en el cinturón. Sujetó la hoja hacia arriba para mostrársela a ella, sintiéndose como un niño que busca la aprobación durante una lección.
Ella asintió, muy ligeramente.
Irving sujetó la apestosa, hedionda y goteante grasa junto a su boca abierta y tiró del cuchillo rápidamente como había hecho ella.
Casi se corta la nariz. Se habría cortado todo el labio inferior si el cuchillo no se hubiese quedado enganchado en la piel de foca, si es que era foca, y suave carne y blanca grasa, y no se hubiese movido un poco hacia arriba. De todos modos, una solitaria gota de sangre cayó de su tabique nasal perforado.
Lady Silenciosa
no hizo el menor caso de la sangre, meneó la cabeza ligeramente de nuevo y le tendió su propio cuchillo.
Él lo intentó de nuevo, notando el extraño peso del cuchillo de ella en su palma, y cortó con confianza hacia el labio mientras una gota de sangre le caía de la nariz a la grasa.
La hoja cortó sin esfuerzo alguno. Aquel pequeño cuchillito de piedra, algo increíble, estaba mucho más afilado que el suyo.
La tira de grasa le llenó la boca. Masticó, intentando imitar a la mujer y asentir con apreciación desde su tira levantada de grasa y su cuchillo.
Sabía como una carpa muerta hacía diez semanas y desenterrada del fondo del Támesis, más allá de la salida de las alcantarillas de Woolwich.
Irving notó una gran urgencia de vomitar, empezó a escupir el fragmento de grasa medio masticada en el suelo de la casa de nieve, decidió que eso no serviría al objetivo de su delicada misión diplomática y se lo tragó todo.
Sonriendo como apreciación de aquella exquisitez e intentando dominar su continua náusea, mientras se intentaba restañar disimuladamente la nariz, apenas pinchada, pero que sangraba sin cesar, con un helado guante como pañuelo, Irving se sintió horrorizado al ver que la mujer esquimal le hacía claras señas de que comiera más grasa.
Sonriendo todavía, él cortó y se tragó otro bocado. Pensó que aquello era exactamente lo que se debía de sentir al llenarse la boca con una masa gigantesca de moco nasal de otra criatura.
Sin embargo, sorprendentemente su vacío estómago gruñó, se acalambró y exigió más. Algo en aquella apestosa grasa parecía satisfacer alguna necesidad imperiosa que no sabía siquiera que sentía. Su cuerpo, aunque no su mente, deseaba más de aquello.
Los siguientes minutos transcurrieron en medio de una escena casi doméstica, pensó el teniente Irving: él sentado encima de la piel de oso blanca en su pequeña repisa de nieve, cortando y tragando rápida si no entusiásticamente tiras de grasa de foca, mientras
Lady Silenciosa
cortaba tiras de galleta del barco, las mojaba en el tarrito de su madre tan rápidamente como un marinero que mojase pan en la salsa, y devoraba la mermelada entre satisfechos gruñidos que parecían proceder de lo más hondo de su garganta.
«¿Qué pensaría mi madre si pudiese ver ahora a su hijo y su tarro?», se preguntaba Irving.
Cuando los dos acabaron, después de que
Lady Silenciosa
se hubiese comido todas las galletas y hubiese vaciado el bote de mermelada e Irving hubiese hecho un buen hueco en la grasa, él intentó secarse la barbilla y los labios con el guante, pero la mujer esquimal volvió a coger algo del nicho de nuevo y se lo ofreció: un puñado de nieve suelta. Como la elevada temperatura de la pequeña casita de nieve le hacía sentir que realmente estaban por encima del nivel de congelación, Irving se limpió concienzudamente la grasa de foca de la cara, se la secó con la manta y empezó a devolver la tira que quedaba de piel y grasa de foca a la chica. Ella le hizo un gesto hacia el hueco de almacenamiento y él metió la grasa allí, tan al fondo como pudo.
«Ahora viene la parte más difícil», pensó el teniente.
¿Cómo se comunica sólo con las manos y torpes gestos que hay más de cien hombres hambrientos amenazados por el escorbuto que necesitan los secretos de caza y pesca de otra persona?
Irving hizo un animoso intento. Con los ojos oscuros de
Lady Silenciosa
mirándole fijamente, representó a hombres que caminaban, se frotaban el estómago para demostrar que tenían hambre, los tres palos de cada buque, hombres que se ponían enfermos (sacó la lengua, cruzó los ojos, de una forma que solía preocupar a su madre, y fingió que se desmayaba encima de la piel de oso) y luego señaló a
Lady Silenciosa
y representó con energía su actividad de arrojar una lanza, sujetar una caña de pescar, poner una trampa. Irving señaló hacia la grasa que había guardado, de diversas formas, y luego vagamente más allá de la casa de nieve, se frotó de nuevo el estómago, puso los ojos bizcos y cayó y luego se volvió a frotar el estómago. Señaló hacia
Lady Silenciosa
y luchó por encontrar una forma en el lenguaje de los signos de expresar «enséñanos cómo hacerlo nosotros», y luego repitió la mímica de arrojar una lanza y pescar, mientras hacía una pausa para señalarla a ella, se señalaba a sí mismo con dedos torpes y se frotaba el estómago para especificar los receptores de sus enseñanzas.
Cuando acabó, el sudor brotaba de su frente.
Lady Silenciosa
le miraba. Si había parpadeado en algún momento, él se lo había perdido entre sus gestos.
—¡Ah, maldita sea! —exclamó el tercer teniente Irving.
Al final, se limitó a abrocharse sus capas de ropa de nuevo, metió la servilleta del buque y el botecito de su madre de nuevo en su bolsa de cuero, y decidió despedirse. Quizás ella hubiese comprendido el mensaje, después de todo. Quizá nunca lo supiera. Quizá si volvía a menudo a la casita de nieve...
La especulación de Irving derivó en aquel momento hacia un terreno altamente personal, y tiró de sus propias riendas como si fuese un cochero con un testarudo tiro de caballos árabes.
Quizá si volvía a menudo... podría salir con ella durante una de sus expediciones nocturnas en busca de focas.
«Pero ¿y si la criatura del hielo todavía sigue dándole estas cosas?», se preguntaba. Después de ver lo que vio hacía muchas semanas, se había medio convencido de que no había visto lo que había visto. Pero la mitad más honrada de la memoria y la mente de Irving sabía que sí, que lo había visto. La criatura del hielo le había entregado a ella trozos de foca, o de zorro ártico, o de otra caza.
Lady Silenciosa
había dejado su lugar entre el hielo y los seracs aquella noche con carne fresca.
Y estaba luego el primer oficial del
Erebus,
Charles Frederick des Voeux, con esas historias de hombres y mujeres en Francia que se transformaban en lobos. Si eso era posible (y muchos de los oficiales y todos los tripulantes parecían creer que sí lo era), ¿por qué no se iba a poder convertir una mujer nativa con un talismán de oso blanco en torno al cuello en algo parecido a un oso gigante blanco, con la astucia y la malignidad de un ser humano?
No, él los había visto a los dos juntos en el hielo, ¿verdad?
Irving temblaba cuando acabó de abrocharse la ropa. Hacía mucho, muchísimo calor en aquella casa de nieve. Pero, curiosamente, a él le daba escalofríos. Notó que la grasa trabajaba ya en sus intestinos, y decidió que era el momento de irse. Sería muy afortunado si llegaba a tiempo a la letrina del
Terror,
porque no tenía ningún deseo de detenerse por ahí en el hielo para realizar tales funciones. Ya tenía bastante con que se le congelase la nariz...
Lady Silenciosa
le había visto guardar la servilleta vieja y el botecito de su madre, artículos que, se dio cuenta él más tarde, quizás ella deseara muchísimo, pero al final se tocó la mejilla con el pañuelo de seda por última vez e intentó devolvérselo a él.
—No —dijo Irving—. Es un regalo mío. Una prenda de mi amistad y profunda estima. Debe quedárselo. Me ofendería mucho si no lo hiciera.
Entonces intentó expresar por señas lo que acababa de decir. Los músculos a ambos lados de la boca de la joven esquimal casi se retorcieron cuando él la miraba.
El le empujó la mano para que se quedara el pañuelo, teniendo mucho cuidado de no tocar sus pechos desnudos al hacerlo. La blanca piedra del amuleto de oso entre sus pechos parecía brillar con un resplandor propio.
Irving se dio cuenta de que hacía mucho calor, demasiado calor. La habitación pareció emborronarse un poco ante sus ojos. Sus tripas se calmaban, luego se removían, se volvían a calmar.
—Adiosito —dijo, cuatro sílabas a las que daría vueltas y más vueltas durante las semanas que estaban por venir, encogiéndose en su litera por pura vergüenza, aunque ella no podía haber comprendido nunca la estupidez, el absurdo, la inadecuación de aquella palabra. Pero aun así...
Irving se tocó la gorra, se envolvió la pañoleta en torno al rostro y la cabeza, se puso los guantes, agarró la bolsa pegada al pecho y salió por el pasaje.
No silbó durante su camino de vuelta al barco, pero estuvo tentado de hacerlo. Había olvidado por completo la posibilidad de que hubiese algún devorador de hombres grandote acechando a la sombra de la luna en los seracs a tanta distancia del buque, pero si esa cosa hubiera observado y escuchado aquella noche, habría oído que el tercer teniente John Irving hablaba solo y que de vez en cuando se daba un golpe en la cabeza con la mano enguantada.